Maria supo, durante todas aquellas largas horas de frío y aislamiento, que necesitaba un arma afilada y cortante para hacer una agresión efectiva. Primero planeó afilar la cuchara, pero ésta le fue arrebatada a la vez que, durante un tiempo, todas sus esperanzas. Luego se dio cuenta de que, por supuesto, ya tenía un arma afilada y cortante. Sólo que utilizarla la había llevado a un estado que iba más allá del humano.
Las paredes blanco grisáceas estaban ahora salpicadas de sangre arterial. Sarapenko trataba ahora de llegar a Maria, intentando desesperadamente tocar a otro ser humano mientras moría. Los chorros que brotaban de su cuello se fueron debilitando hasta que su mano tendida cayó sobre el suelo mugriento. Agitada, Maria se levantó como pudo y se limpió la sangre de la boca y del rostro con el dorso de la manga. Sacó el arma automática de la funda del cuerpo de Sarapenko, evitando mirar aquella cara despojada de su belleza. La cara que había destrozado. Pero no sentía horror. Volvía a sentirse como si no fuera real; como si se contemplara a sí misma desde fuera. Se tambaleó hasta la parte principal de aquel espacio, balanceando el arma automática de Sarapenko furiosamente hacia todos lados. No había nadie, ni rastro de la Nariz. Maria vio el rincón donde todavía estaban los monitores de vigilancia, ahora como ojos oscuros y opacos. Arrancó cajones de sus guías, abrió armarios hasta que encontró tres cargas más para la automática más las dos pistolas que le habían quitado. Había una papelera en un rincón que vació frenéticamente en el suelo. Encontró un panecillo a medio comer, sucio de café desechado, con un trozo de carne todavía dentro. Se lo metió en la boca y se lo tragó casi sin masticar, sintiendo cómo su sabor reseco se mezclaba con los restos de la sangre de Sarapenko que todavía tenía en la boca.
De pronto, al fondo de la estancia apareció La Nariz por la puerta principal, cargado con una caja grande. Al ver a Maria soltó la caja de inmediato y hurgó dentro de su cazadora de piel. Maria anduvo deliberadamente sin prisa hacia él. Oyó varios disparos y sintió el arma de Sarapenko agitándose en sus puños apretados. La Nariz cayó de rodillas, herido en el pecho y en el costado izquierdo. Sacó la mano de la cazadora y Maria le disparó un par de balas más antes de que el arma le cayera ruidosamente al suelo. Maria se la apartó de una patada. El hombre levantó la vista hacia ella, respirando entrecortadamente. Maria sabía que estaba muy malherido y que no sobreviviría si no lo llevaban rápidamente a un hospital, y supuso que él también lo sabía. El tipo trató de levantarse pero Maria lo volvió a empujar al suelo con la bota.
—¿Dónde se supone que tendrá lugar el intercambio? —le preguntó.
—¿Qué intercambio? —dijo él, entre dificultosos jadeos.
Maria bajó su cañón y volvió a disparar. El tipo gritó al ver cómo se le destrozaba la rodilla y los vaqueros se le teñían de rojo oscuro, empapados de sangre.
—Se supone que me van a intercambiar por algo —dijo Maria, manteniendo la calma—. Apuesto que por el dossier Vitrenko. ¿Dónde está planeado el encuentro y con quién?
—Vete a la mierda.
—No —dijo Maria, cansada—, a la mierda te vas tú. —Se inclinó un poco hacia delante y apuntó el arma a su frente.
—Cerca de la catedral —dijo La Nariz—. En la esquina de Komödienstrasse y Tunisstrasse. Con Fabel.
—¿Jan Fabel?
—Se supone que debe entregar una copia del dossier a cambio de ti.
—¿Cuándo?
—Rosenmontag. Cuando pase la procesión.
—Gracias —dijo Maria—. Si no recibes ayuda te morirás. ¿Tienes un móvil?
—En el bolsillo.
Maria le apoyó el cañón del arma mientras con la otra mano le hurgaba en la cazadora de piel, le cogía el móvil y se lo guardaba en su bolsillo. Luego, haciendo acopio de toda la fuerza que le quedaba e ignorando sus gritos de agonía, lo arrastró por el cuello de la cazadora hasta el almacén refrigerado. Lo dejó tirado junto al cadáver de Olga Sarapenko y lo abandonó allí.
—Como te he dicho… —Maria miró al ucraniano con frialdad, mientras cerraba la puerta del refrigerador industrial—, vete a la mierda.