Al oír el fuerte mecanismo de barras metálicas de la puerta del almacén refrigerado, el corazón de María se aceleró. Todo dependía de si era La Nariz o Sarapenko quien le llevaba la comida. Tampoco se le podía llamar comida: la habían mantenido con una ingesta mínima de calorías para debilitar su mente y su capacidad de resistencia. Aquella dieta casi de hambruna se combinaba con el apagado y encendido irregular de la luz, pensado para desorientarla. La puerta se abrió. Ella no se volvió para ver cuál de ellos era. La decisión de actuar o no, de matar o no, tendría que esperar hasta el último momento. Ya conocía la rutina: dejarían la bandeja fuera, en el suelo; quien fuera que llevara la comida se apartaría de la puerta y barrería la habitación con un arma automática, con la que luego apuntaría a Maria.
Permaneció de rodillas, sujetándose el hueco del estómago, respirando con dificultad.
—Estoy muy mareada… —dijo, sin levantar todavía la vista. Era la única manera de hacerlo: sabía que Vitrenko les habría dado órdenes estrictas de mantenerla viva hasta que la finalidad que le tenían asignada hubiera sido satisfecha. Oyó el ruido de las botas que se le acercaban—. Tengo medicamentos en el abrigo… Por favor, ayúdame.
No quería que se cerrara la puerta para que su guardián se pusiera en contacto con Vitrenko y recibiera instrucciones. Presentaba un problema y una solución al mismo tiempo. Contaba con que sus cosas todavía seguirían allí. En el abrigo tenía las tabletas que el doctor Minks le había prescrito para superar la ansiedad. Las botas no se movieron: fingir mareo era una maniobra demasiado obvia. Maria ya había predicho la desconfianza y se tapó la boca con una mano, como si estuviera a punto de vomitar. Sin que la vieran, se introdujo un dedo en la boca hasta la garganta, que detonó la reacción. Tenía poca cosa en el estómago, restos del escaso rancho que le habían dado hacía incontables horas, pero por el suelo quedaron esparcidos los suficientes como para sugerir que estaba seriamente enferma. Maria se dejó caer al suelo sobre un costado, con los ojos cerrados. Volvió a oír los pasos que se le acercaban y una bota le golpeó las costillas. Estaba tan distanciada de sí misma que ni siquiera se inmutó por el golpe. Una pausa, calculando el riesgo: en realidad, ¿qué amenaza representaba Maria, aunque estuviera consciente? Luego el sonido de un arma que volvía a guardarse en su funda. Sintió los dedos que le palpaban el cuello en busca de pulso.
Fue entonces cuando abrió los ojos. De par en par. Miró directamente a la cara de Olga Sarapenko. Maria vio la alarma en los ojos de Sarapenko cuando ésta advirtió que miraba a alguien que había dejado de ser humano.