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Fabel parpadeó bajo la luz que dibujaba franjas a través de la habitación, colándose entre los estores de la ventana. Le dolía la cabeza y sentía la boca seca y pastosa. Se incorporó apoyándose en los codos. Estaba solo en una cama ancha y baja. El aire olía a café, pero era un aroma más fuerte e intenso de lo que estaba acostumbrado. Miró el póster que había colgado en la pared de enfrente, de un paisaje que parecía de otro planeta: unas esbeltas torres de roca que culminaban con una piedra cónica más oscura. El sol, del alba o del anochecer, teñía las torres de un tono dorado rojizo y algunas rocas tenían ventanas agujereadas, por lo que daba la impresión de que estaban habitadas por elfos o por alguna raza extraterrestre.

—Capadocia —dijo Tansu, al volver de la cocina. Llevaba un batín de seda que le delataba las curvas—. Las chimeneas encantadas. ¿Has estado alguna vez en Turquía? —Se sentó a un lado de la cama y le puso la taza de café entre las manos.

—Gracias —dijo Fabel—. No, no he estado nunca. Escúchame, Tansu…

Ella sonrió y le puso los dedos en los labios:

—Tómate el café. Te sentirás mejor. ¿Tienes resaca?

—Un poco… No estoy acostumbrado a beber tanto.

—Es lo que tiene el carnaval… te permite soltarte un poco. —Se levantó con decisión—. Voy a ducharme. Coge lo que quieras para desayunar…

—Estoy bien —dijo Fabel—. Será mejor que me ponga en marcha. Estaba pensando que me gustaría comprarle algo a mi hija. Un recuerdo de Colonia.

—¿Estás casado? —le preguntó Tansu, en un tono que sugería que de le daba igual si lo estaba o no.

—Divorciado.

—Tendrás suerte si encuentras algo abierto. Tal vez haya un par de tiendas en Hohestrasse.

El día era frío y claro, lo cual intensificaba un grado o dos las punzadas en la cabeza de Fabel. Cuando llegó al hotel se encontró a todo el personal de recepción con llamativas pelucas pelirrojas y narices postizas. Se permitió la reflexión de viejo cascarrabias de que esta gente no sabía nunca cuándo parar. Quería irse a casa, regresar a Hamburgo. Tenía ganas de hablar con Susanne y dejar atrás todo aquello. Incluida Tansu. Pero antes tenía que encontrar a Maria y llevársela con él.

Se duchó y se puso ropa limpia; un jersey de cashmere de cuello vuelto y unos pantalones de pana. La cazadora le olía a tabaco y la colgó fuera del armario para que se aireara, así que se puso el abrigo antes de volver a salir. Trató de llamar a Susanne a la oficina pero, cuando le salió el contestador, decidió no dejar ningún mensaje. Llamó al móvil de Scholz, pues éste le había dicho que tenían que quedar en el Präsidium y almorzar en la cafetería. Como resultaría difícil encontrar un taxi, Scholz dijo que le mandaría un coche patrulla a recogerlo.

Cuando Fabel llegó al Präsidium, un miembro de seguridad lo acompañó hasta el garaje, donde estaban decorando una enorme estructura sobre ruedas. Scholz estaba enfrascado en una acalorada discusión con un agente uniformado alto y delgado. Al menos, la disputa estaba encendida por la parte de Scholz: el agente de uniforme estaba apoyado en la carroza y asentía cansinamente con la cabeza.

—Maldito carnaval —masculló Scholz cuando saludaba a Fabel—. ¿Qué tal anoche?

Fabel escrutó la expresión de Scholz en busca de algún rastro de sarcasmo. No encontró ninguno y no pudo evitar sentirse aliviado por el hecho de que Scholz hubiera desaparecido antes y no se hubiera enterado de lo ocurrido entre él y Tansu.

—Muy bien. Creo que todos nos merecíamos un poco de fiesta. ¿Estás preparado para volver a interrogar a Andrea Sandow?

—Antes vamos a comer, ¿no?

Mientras se dirigían hacia el ascensor, Fabel se volvió un momento a mirar la carroza.

—Parece una antigua máquina de guerra medieval. Debajo podrías esconder un ejército. Tal vez deberías haberla llamado «El caballo de Troya».

La sonrisa de Scholz revelaba que la carroza de la Policía de Colonia no admitía chistes.

—Todavía no le hemos sacado nada a Sandow. Prepárate para una tarde infructuosa. De hecho, he conseguido que luego venga un loquero a hacerle una evaluación psiquiátrica.

Se sentaron junto a la ventana de la cafetería. Fabel pidió un café y un bocadillo de jamón, pero le costaba comer. La resaca se le combinaba con una aversión a la carne que había desarrollado en el transcurso del caso. Permanecía junto a la ventana con vistas a la vida ajena de una ciudad desconocida. Todavía tenía ganas de marcharse a casa, pero sabía que volvería a Colonia. Tendría que hacerlo. Era una ciudad que se apoderaba de uno.

—Escúchame, Benni —dijo, finalmente—. He cumplido mi parte del trato: te he ayudado a arrestar a tu caníbal. Ahora te toca a ti. Estoy preocupado por Maria Klee y necesito que me ayudes a encontrarla. Y olvídate de la necesidad de ser discreto: también hablaré con la Agencia Federal contra el Crimen. Si no la encontramos pronto acabará descubriéndose ante Vitrenko y la matarán.

—Ya estoy en ello. —Scholz sonrió—. Verás, acostumbro a cumplir mis promesas. He mandado a equipos uniformados a comprobar todos los hoteles. Hice copias de la foto que me diste y les he dicho que podría haberse teñido el pelo de negro.

—Gracias, Benni. Necesito salir yo también a investigar.

—Pero te necesitaré aquí al menos un par de días más, para ayudarme con los interrogatorios de Andrea Sandow. Aunque eso no te robará todo el tiempo, principalmente porque no creo que le saquemos ni una sola palabra. Entre tanto, podemos ir coordinando la búsqueda de Maria.

Después del almuerzo se dirigieron a la sala de interrogatorios. Llevaron a Andrea Sandow, totalmente limpia de maquillaje y con el pelo peinado severamente hacia atrás. Su cara, limpia de cosméticos, parecía todavía más masculina. Scholz dirigió el interrogatorio, pero Andrea no rompió nunca su silencio y mantuvo la mirada, fija y dura, concentrada en Fabel. Después de veinte infructuosos minutos, lo dejaron.

—Veremos qué dice luego el psiquiatra —dijo Scholz—. Pero debo decir que Andrea parece tener algo contigo. Era como si yo no estuviera.

—Cierto —dijo Fabel—. Me he llevado la impresión de que mi presencia empeoraba las cosas.

—¿Por qué no te tomas el resto de la tarde libre? Pareces bastante acabado después de anoche.

—¿Y Maria…?

—Para cuando regreses ya me habré puesto al día con los uniformados y sabremos si tenemos alguna pista sobre su paradero —dijo Scholz—. Mientras tanto, trata de descansar. Al fin y al cabo, acabas de resolver tu último caso de asesinato…

Fabel sonrió cansinamente.

—Tal vez tengas razón. Me sentaría bien dormir un poco.

Fabel aceptó que un coche patrulla lo llevara hasta el hotel.

—¿Me puede dejar al final de Hohestrasse? —le pidió al conductor—. Me gustaría comprar algunas cosas…

Si bien había algunas tiendas abiertas, el espíritu de carnaval se había apoderado de la ciudad entera y Fabel comprendió por qué llamaban a ese período los «días de locura». Abandonó rápidamente la esperanza de encontrar un recuerdo para Gabi, su hija.

En aquel momento le sonó el móvil.

—Tengo una información de uno de los agentes —dijo Scholz—. Al parecer, Maria Klee dejó un segundo hotel el sábado 4. En el resto de hoteles no saben nada. Parece haber desaparecido de circulación totalmente desde entonces. ¿Estás seguro de que no ha vuelto a Hamburgo?

—Espera un segundo… —Un grupo ruidoso de artistas callejeros pasó junto a Fabel y éste los esquivó—. No, es imposible. Tengo a Anna Wolff, una de mi equipo, comprobando con regularidad si Maria reaparece… Un segundo. —Los artistas se reunieron alrededor de Fabel, uno de ellos haciendo malabarismos con tres pelotas doradas—. ¿Les importa? Trato de mantener una conversación.

Advirtió que iban todos vestidos de negro con el mismo tipo de máscara: no la típica máscara de carnaval, sino más bien la veneciana, de cara entera, dorada, ni masculina ni femenina y sin expresión alguna. El malabarista se encogió de hombros de manera teatral y se apartó.

—Lo que te decía —dijo Fabel— es que si Maria volviera a aparecer por Hamburgo me enteraría. Estoy muy preocupado, Benni.

—Tranquilo… Estoy encima del tema.

Fabel cerró el móvil y el grupo de artistas volvió a rodearlo. El malabarista se le acercó un poco más e inclinó su máscara dorada a un lado y a otro, como si examinara a Fabel.

—Lárguese… No tengo ningún interés. —Fabel estaba ahora claramente molesto.

—¿Quiere ver un buen truco? —le preguntó el malabarista. A Fabel le pareció detectar un acento en su voz. De pronto, sintió que los otros lo sujetaban por los antebrazos y lo empujaban contra la pared—. Sé un truco muy bueno… —El tipo seguía moviendo la máscara de un lado al otro, como un mimo—. Sé cómo hacer desaparecer a una perra policía chiflada de Hamburgo.

Fabel trató de liberarse, pero los otros, riéndose jovialmente, lo sujetaban con fuerza. Sintió que una punta de cuchillo le presionaba en un costado, debajo de las costillas. Miró más allá de los malabaristas enmascarados, a los transeúntes que circulaban por Hohestrasse. No serviría de nada pedir ayuda; moriría antes de que oyeran su grito. «Siempre mueres solo», pensó.

Los malabaristas hicieron un baile de bufón delante de él, y Fabel no supo si era para disimular ante los transeúntes o si lo hacían para él.

—Puedo hacer desaparecer a quien yo quiera —dijo el malabarista a través de su máscara dorada—. A cualquiera. Te podría hacer desaparecer a ti ahora mismo.

—¿Qué quieres, Vitrenko?

—¿Por qué crees que soy Vitrenko? Somos muchos.

—Porque eres un maldito egomaníaco y es así como te excitas —dijo Fabel—. Porque siempre tienes que hacer una gran comedia de todo, como hiciste matando a toda aquella gente en Hamburgo; como cuando te quisiste asegurar de que presenciaba cómo matabas a tu propio padre.

El malabarista acercó de nuevo su máscara a la cara de Fabel.

—Pues entonces sabrás que tu puta amiga sufrirá antes de morir. La tengo. Y quiero el dossier. Envía una copia, completa e intacta, o recibirás a Maria Klee trocito a trocito.

—No puedo obtener una copia del dossier. Tienen que firmar una autorización antes de que nadie pueda ni siquiera leerlo.

—Eres un hombre de recursos, Fabel. Y ya no vas a trabajar más en la policía… ¿Qué más te da? Si no consigues entregarme una copia completa del dossier, te haré llegar a Maria Klee en paquetes de un kilo. Y utilizaré todos mis conocimientos para asegurarme de que sigue viva durante todo el trabajo de carnicería.

—¿Cuándo? —preguntó Fabel.

—Mantengamos el tono festivo. Rosenmontag. Durante las procesiones. Espera en la esquina de Komödienstrasse con Tunisstrasse y alguien te lo recogerá. Alguien con una máscara como ésta.

—Sólo te lo daré a ti.

—Ni siquiera sabes qué aspecto tengo ahora. Detrás de estas máscaras podría estar cualquiera.

—Sabré si eres tú, como lo he sabido hoy. Si no es a ti no pienso entregar el dossier.

La risa del malabarista quedó amortiguada tras la máscara.

—¿Cómo quieres que caiga en una trampa tan evidente?

—Eres lo bastante perverso como para tomártelo como un reto. No habrá ninguna trampa. Entrégame a Maria y los dos nos mantendremos ajenos a los asuntos del otro para siempre.

—No me decepciones, Herr Fabel. Si quieres, puedo hacer que te manden un trozo de Frau Klee al hotel para demostrarte que la tengo. Y para subrayar mis intenciones…

—Ya me creo que la tienes. No le hagas daño y haré lo que me pides.

—Bien. Pero te advierto que si hay cualquier sospecha de presencia policial, Frau Klee será troceada viva. Y no es ninguna metáfora. ¿Lo has entendido?

Fabel asintió con la cabeza. Entonces lo empujaron violentamente y se estrelló contra el suelo. Un par de transeúntes lo ayudaron a levantarse justo cuando los últimos hombres enmascarados desaparecían entre la muchedumbre.