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La luz estaba encendida y Maria se despertó con frío y dolor. Los escalofríos y el sufrimiento en todo el cuerpo se combinaban como un grupo de cuerda tocando una nota continua, pero de pronto la herida de la cabeza que le había hecho La Nariz con su pistola tomó protagonismo. Por un momento pensó que habían vuelto a encender la refrigeración, pero luego se dio cuenta de que era sólo la reacción de su cuerpo ante los maltratos sufridos. Para Maria, el frío ya no significaba muerte, sino que todavía era capaz de sentir. Significaba vida.

«Pero me han roto la mente», pensó para sus adentros, serenamente. Sabía que había algo distinto en su manera de pensar; en su manera de sentir, también. Yacía y pensaba en Maria Klee como si fuera alguien a quien conocía, y no ella misma. Tal vez Maria Klee hubiese muerto, pero fuera quien fuese, o lo que quedase de ella, estaba decidida a sobrevivir. Sabía, tumbada, herida y destrozada en un almacén vacío, que su única estrategia para resistir era distanciarse de su propia carne: centrar la mente y usar los pocos recursos internos que le quedaban para pensar cómo saldría de aquella situación.

Se levantó a duras penas, abrigándose con la manta, y se acercó a la puerta maciza del almacén refrigerado. Apoyó un lado de la cabeza contra el frío acero, pero era demasiado grueso como para dejar pasar los sonidos de la habitación contigua. Repasó el circuito de aquella gran nevera de carne en busca de cualquier cosa que le pudiera resultar útil como arma. No había nada. Y aunque hubiera encontrado algo, dudaba de que un arma improvisada le hubiera resultado de utilidad contra La Nariz y su pistola. Regresó al colchón y se sentó, evaluando la situación. La estaban alimentando. Eso significaba que, por alguna razón, Vitrenko la quería con vida, aunque tal vez sólo fuera cosa de días. Se tocó con cuidado la herida inflamada que tenía en la cabeza para recordarse que parecía haber otras consideraciones respecto a su bienestar. Su estatus era de rehén, y no podían haberla mantenido en un entorno más adecuado: no era más que un trozo de carne al que conservaban hasta que pudiera servir de algo más útil.

La siguiente comida se la trajo Olga Sarapenko. La otra, La Nariz. Tal vez se turnaban. Si quería intentar escapar, tendría que concentrarse en la zorra de Sarapenko. Maria sabía que contra La Nariz no tenía ninguna posibilidad, y ni siquiera en el caso de que estuviese totalmente en forma sabía si estaría a la altura de Olga Sarapenko. Pero si algo había aprendido en todos aquellos años en la Mordkommission era que cualquiera puede matar a otro. No es cuestión de fuerza, lo que cuenta es la intención asesina, no tener límites.

Maria sabía que, incluso si Vitrenko pretendía usarla como moneda de cambio, no había posibilidad de que la dejara sobrevivir. Y cuando ya no le valiera para satisfacer sus necesidades, la mataría de alguna manera que se ajustara a su perverso sentido de la justicia natural. Sería un asesinato sucio, lento y doloroso. Volvió a concentrarse en su situación inmediata. Huiría de Vitrenko y del destino que tenía planeado para ella, ya fuera liberándose o pereciendo en el intento. Escaparía, en carne o en espíritu.

Su plan empezó a cobrar forma.

Cabía la posibilidad de que en el edificio sólo estuvieran o La Nariz u Olga Sarapenko. La farsa de su operación de vigilancia había jugado a favor suyo. No, eso no era cierto. El ejercicio tuvo otro objetivo: Vitrenko sospechó una traición y puso a Molokov bajo vigilancia electrónica.

La muerte ya planeaba sobre Molokov mucho antes de que Maria entrara en escena. Vitrenko dijo que la misión de Buslenko había empezado en serio pero luego había sido traicionada. Tal vez Olga Sarapenko hubiera formado realmente parte de la operación.

No había visto a ningún otro guardia. Cuando Sarapenko o La Nariz le llevaron comida y abrieron la puerta, Maria no oyó ningún sonido de actividad en el exterior. Lo peor que podía pasar sería que La Nariz estuviera ahí fuera al entrar Sarapenko. Pensó y repasó las distintas posibilidades en su cabeza, revisando todas las posibles maneras de derribar a Sarapenko. Ellos debían de estar preparados para casi cualquier cosa; para encontrársela escondida detrás de la puerta, fingiendo estar enferma o muerta, o lanzándoles un ataque repentino. Tenía que pensar en algo extraordinario, inesperado, para cuando Olga Sarapenko entrara con la comida. Maria fue amargamente consciente de la ironía que representaba que fuese la comida, aquello que había evitado durante tanto tiempo, lo que ahora le ofrecía la única oportunidad de supervivencia. Pensó en todas las veces que se había provocado el vómito para vaciar su cuerpo de alimentos. En cómo había perfeccionado la técnica. Fue entonces cuando la idea empezó a tomar forma.

Calculó que le quedaban unas cuatro o cinco horas hasta la siguiente comida. Debía emplear aquel tiempo con astucia.