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Es aquí… —dijo Suzi.

Ella había insistido en que cogieran su coche, lo cual a Oliver le pareció bien porque pensó que se ahorraba que un taxista pudiera identificarlo. Pero también significaba que no tendría una vía rápida de escape. Suzi lo guió escaleras arriba hasta su apartamento. Había un pequeño recibidor con unas cuantas puertas, todas cerradas menos una. La que estaba abierta, advirtió Oliver, daba a un dormitorio. Esperó a que ella lo hiciera pasar al salón, pero Suzi lo llevó directamente hacia la cama.

—¿Cómo? —Oliver sonrió maliciosamente—. ¿Nada de preliminares? —Observó la habitación. Era sorprendentemente poco personal, casi funcional, lo cual resultaba extraño teniendo en cuenta la fuerte personalidad de Suzi.

—Tal vez un poco de conversación, antes… —dijo la mujer. Se sentó al borde de la cama y dio unos golpecitos a su lado—. Luego, a divertirnos.

Oliver se sentó. Suzi empezaba a molestarle. Siempre se había considerado un depredador, pero ahora era casi como si fuera ella quien llevara el baile. De pronto, la situación le pareció menos atractiva y Oliver se dio cuenta de que le estaban quitando buena parte de su goce. No se había dado cuenta hasta ese momento de que mucho de su placer lo proporcionaba la sensación de poder sobre ellas. Y del horror que les provocaba. El asombro. El pavor.

«No —pensó—. Ahora bailaremos al son de mi música». Sintió que sucumbía a la rabia. Si la chica no hacía exactamente lo que él quería, le partiría la cara. Ahora no importaban ni ella ni sus necesidades, sino él y las suyas.

—¿Habías hecho esto antes? —le preguntó Suzi. Llevaba el pelo recogido en un moño y se lo deshizo. Tenía un tono rojo glorioso, mucho más intenso que el de Sylvia, la que le despertó el apetito hacía tantos años.

—Claro que lo he hecho —dijo—. Montones de veces. ¿Por qué no te desnudas? Venga, empecemos.

—Todavía no —dijo Suzi—. Quiero saber si lo has hecho con otras chicas.

—Pues claro, ya te lo he dicho.

—¿Y les gustó?

—Bueno, tal vez no tanto como te gustará a ti. Ellas no lo entendieron.

—¿No querían que lo hicieras, pero tú se lo hiciste igualmente?

—Yo que sé… sí, supongo. ¿Y eso qué más da? —Oliver frunció el ceño. Todo eso le estaba arruinando la velada. ¿Por qué tenía que hablar tanto, la mala puta? La agarró con fuerza por los hombros—. Decías en tu respuesta que era esto lo que querías. Hagámoslo.

—¿Quieres morderme?

—Sí —dijo Oliver, sin aliento. El deseo y la rabia le dejaban sin oxígeno—. Voy a morderte.

—¿Quieres ver cómo sangro y arrancarme la carne de las nalgas? —Suzi se le acercó más. Podía oler su cuerpo, su pelo—. ¿Como mordiste a las otras?

—Sí… —Empezó a tirar de su blusa. Vio el bulto de sus pechos. Carne maciza, cálida.

—Todavía no —dijo ella con firmeza, y lo apartó—. Háblame de ellas…

—Les hice daño —Oliver sintió renacer la furia en su interior—. Les hice mucho, mucho daño, ¡y ahora te lo voy a hacer a ti, puta asquerosa! —le gritó—. No eres más que una coqueta y una zorra, pero ahora te voy a dar una auténtica lección. Te voy a morder y a follar, y si no te estás quieta te mataré a patadas. —Se le echó encima y trató de darle un puñetazo a un lado de la cara.

Pero el golpe no llegó a su objetivo. Sintió un dolor agudo en la parte interior del antebrazo, seguido de una agónica explosión en la entrepierna, donde ella le estrelló la rodilla. Su furia se convirtió en confusión, y luego en miedo, cuando se dio cuenta de que ella le había torcido el brazo hasta la espalda y lo estrellaba contra la pared. Ahora no se podía mover. Tampoco veía demasiado, puesto que tenía la mejilla apretada contra la pared. Oyó otros ruidos; golpes, gritos. La habitación se llenó de figuras oscuras. Iban armados. Sintió otras manos sobre su cuerpo. Esposas. Suzi lo giró sobre sí mismo. Se apartó los gruesos mechones rizados y cobrizos de la cara.

—Y ahora, Hans… ahora te diré mi nombre real, como te había prometido: es Tansu Bakrac. Kommissarin Tansu Bakrac. Y tú, pervertido de mierda, estás detenido.

Mientras lo sacaban del apartamento, Oliver se dio cuenta de que las puertas que daban al recibidor ahora estaban abiertas. Daban a estancias vacías, sin muebles. Era allí donde habían estado esperando los otros policías; por eso ella lo había llevado directamente al dormitorio: todo había sido una farsa. Probablemente habían grabado cada una de las palabras que le dijo desde su encuentro en el hotel.

En el pasillo había otra pareja de policías vestidos de paisano. Por supuesto, Oliver reconoció al más bajito y de pelo oscuro, que ahora lo miraba atónito. Suzi se volvió hacia el agente más alto y rubio, al que Oliver no había visto nunca, y le sonrió.

—Menudo favorcito me pidió…