Maria rodó sobre su costado y sintió su cuerpo invadido por arcadas vacías e involuntarias. Se levantó con esfuerzo, apoyándose en las rodillas y los codos, con la cabeza todavía agachada y con espasmos en los intestinos encogidos. Sintió la suciedad y la mugre bajo su piel y se dio cuenta de que estaba desnuda. Fue entonces cuando el frío intenso, helado, la golpeó como una ola de escarcha. Una segunda ola chocó contra ella, tan gélida y áspera como el frío: el puro terror. Vitrenko. No lo podía creer: Buslenko había sido una fantasía. Taras Buslenko era Vasyl Vitrenko. Sus ojos no le habían mentido: era lo único que no había podido cambiar. Vitrenko la había engañado totalmente con su ficción sobre una misión del Gobierno ucraniano. Y en las formas estuvo muy acertado: a Vitrenko le gustaba estar cerca de la matanza, jugar con las mentes de sus víctimas. Había estado jugando con ella todo el tiempo y ahora habían llegado al final de la partida.
Maria trató de determinar el tiempo que había estado inconsciente. Temblando de frío, se miró los brazos y vio una serie de heridas de pinchazos. La habían tenido apartada durante horas o días, incluso semanas. Se arrastró hasta quedar en posición sedente, levantó las rodillas hasta el pecho y se abrazó las piernas con los brazos. Los espasmos que le agitaban todo el cuerpo iban mucho más allá de cualquier descripción del temblor: eran grandes convulsiones musculares incontrolables. Su piel desnuda tenía la carne de gallina y había perdido toda su pigmentación; ahora era mucho peor que blanca y empezaba a parecer escarcha teñida de cobalto. De modo que era cierto, que el frío realmente te pone azulado. Miró a su alrededor, al lugar en el que estaba confinada. Hasta la luz era azul: una tira de neón colgada de un cable inundaba el espacio de una luz triste y estéril. No había ninguna ventana; ningún sonido. Fuera podía ser cualquier hora del día o de la noche. Habían logrado superar el primer y fundamental paso de los interrogatorios con tortura: la desorientación completa del sujeto.
Habían metido a Maria en el almacén de los fiambres y habían encendido la refrigeración. El almacén que Buslenko, no, que Vitrenko le había dicho que ya no funcionaba. ¿Sabía él, ya entonces, que sería allí donde la mataría? Oteó el almacén en busca de cualquier cosa, cualquier trapo o retal con el que cubrir su desnudez para tratar de retrasar su muerte y disminuir la velocidad a la que se iba disipando su calor corporal interno. No había nada, y se abrazó las piernas todavía con más fuerza. Pensó que ése no era el estilo de Vitrenko; morir así sería demasiado fácil. Si bien era cierto que ahora sentía un frío agónico, sabía cómo funcionaba la hipotermia: pronto dejaría de temblar; entonces, perversamente, empezaría a sentir otra vez calor, a la vez que una suave euforia adormecedora, a medida que el cerebro le fuera inundando el cuerpo de endorfinas. Sería en ese punto apacible cuando se entregaría encantada a un sueño del cual nunca más despertaría.
No. Eso no cuadraba con Vitrenko. Eso no era lo bastante doloroso, no lo bastante horrible ni lo suficientemente aterrador.
La respuesta le llegó al cabo de un tiempo que no fue capaz de medir. Se oyó un fuerte golpe metálico y la puerta del almacén refrigerado se abrió lateralmente. Ante ella apareció Vitrenko, con su rostro nuevo y sus ojos de siempre, fríos y duros. A su lado, armada con un rifle de mano, estaba Olga Sarapenko. Ambos llevaban abrigo. Vitrenko miró a Maria con desinterés.
—Si te hablo, ¿puedes entenderme?
El gesto con que Maria asintió con la cabeza casi se confundió con su temblor incontrolado.
Él se le acercó y la hizo poner de pie. Ella trató de cubrir su desnudez y él la abofeteó con el dorso de la mano. Una, y otra, y otra vez más. Maria sintió que la boca se le llenaba de sangre y se asustó al sentir lo fría que la notaba. Vitrenko la empujó hacia atrás y ella cayó sobre el suelo frío y mugriento. El calor de los rasguños en su piel le resultaba casi agradable.
—Si te hablo, ¿puedes entenderme? —le repitió.
—Sí. —Maria oyó la vibración de su voz. Quería decirle que le temblaba por el frío, no porque le tuviera miedo.
—Estás viva solamente porque me resultas útil. Cuando dejes de serme útil, te mataré, ¿lo has entendido?
Maria volvió a asentir y Vitrenko le clavó una patada en las costillas con su dura bota.
—¿Lo has entendido?
—¡Sí! —le gritó, desafiante. Algo en el cuerpo se le había roto, pero no le importaba—. Sí, lo he entendido.
—Eres patética —dijo Vitrenko—. Creíste que porque yo provoqué un gran impacto en tu vida tú podrías provocar algo similar en la mía. Pero no eres nadie, no eres nada. Crees que tienes alguna importancia, algún valor, pero no tienes ninguno. Lo has dado todo para convertirte en una molestia para mí. Y yo, las molestias, las convierto en ejemplos; ya lo sabes, ¿no?
—Sí.
—Hay dos cosas que puedes hacer. La primera es servir de acceso a la información que necesito sobre los topos que tengo dentro de mi organización y la amplitud de lo que sabe sobre mí la Agencia Federal contra el Crimen.
—No tengo autorización para acceder a ella… —dijo Maria.
—No he dicho que puedas ofrecer esta información ni que tengas acceso directo a la misma. He dicho que puedes ser el medio para ese fin. Y la otra cosa para la que puedes servir vendrá al final… Tengo la intención, cuando acabe contigo, de convertirte en un ejemplo. Como he hecho con otros, incluido Buslenko, te utilizaré para mostrar lo que le ocurre a cualquiera que se ponga en mi contra. ¿Qué creías que podrías conseguir? —La miró con desprecio, como si fuera incapaz de comprender su estupidez—. Te dejé con vida aquella noche en el prado, cuando trataste de detenerme. ¿Crees que fue casualidad que mi cuchillo no te atravesara el corazón? ¿Tienes idea de la cantidad de corazones que he cortado, que he abierto como si fueran una manzana?
Maria trató de levantarse. Intentó no pensar en el aspecto que debía de tener su cuerpo descarnado y cianótico por el frío.
—¿Por qué no lo haces ya? —le dijo, desafiante—. ¿Por qué no me matas?
De nuevo, Vitrenko cruzó la cara de Maria con un bofetón. Ella se sintió mareada y se tambaleó por la fuerza del golpe. Algo le cayó por la frente y la mejilla.
—¿No has escuchado nada de lo que te he dicho? Quiero que me proporciones el acceso al llamado dossier Vitrenko que tiene el BKA.
—¿Por qué? No necesitas leerlo… Yo puedo decirte todo lo que hay que saber de ti. Te crees que eres Genghis Khan, o Alejandro Magno o cualquier chorrada. ¿Sabes lo que dicen en esos informes? Que no eres más que un chiflado, un antiguo oficial de segunda con complejo de Napoleón. No eres ni soldado, Vitrenko. Eres un delincuente común.
Maria se sintió bien porque su voz no delataba lo asustada que estaba. Vitrenko sonrió.
—Bueno, gracias por la información, Frau Klee, pero estoy mucho más interesado en saber la información que ha reunido la fuerza policial sobre mis operaciones. Necesito acceder a ese dossier, no al que le quitamos a Buslenko. La versión íntegra en alemán.
—Dime una cosa, Vitrenko, si eres un criminal tan genial, ¿cómo se explica que me dejaras matar a tu mano derecha?
—¿A Molokov? —Vitrenko sonrió—. No te dejé matarlo… te hice matarlo. Y lo hice porque creo que Molokov hizo un pacto con las autoridades alemanas. Planeaba entregarme. No estoy seguro, pero creo que era él quien pasaba la información. Era ambicioso y traidor, necesitaba sacármelo de encima y me divirtió hacer que lo ejecutaras tú. Además, cuadraba con nuestra pequeña comedia. Dime, Frau Klee, tu disposición a perder la vida cuando estábamos allí en el taller con Molokov… ¿era fruto de tu entusiasmo para salvarme como Buslenko, o para matarme como Vitrenko?
—Dedúcelo tú mismo.
—¿Te gustó el paisaje, por cierto? —De nuevo hizo esa sonrisa cruel, que resultaba tan fría como la propia nevera industrial—. Me refiero al prado y todo eso. Convoqué la reunión con Molokov allí porque sabía que te gustaría. Te destrocé del todo en aquel prado del norte, ¿no, Maria? Lo sé todo de tu novio psicópata, de tu baja por enfermedad, del doctor Minks y su tratamiento. No creo que precisamente tú estés en posición de llamarme chiflado. En fin, empecemos con todos los códigos de acceso y contraseñas que sabes para acceder al sistema de la Agencia Federal contra el Crimen.
—Con eso no vas a llegar muy lejos —dijo Maria.
—Oh, no te preocupes, ya sabemos que eres un pececito muy pequeño. No es así como nos ayudarás a acceder al dossier. Pero, mientras tanto, ¿qué códigos y contraseñas sabes? ¿Los tienes memorizados o apuntados en algún sitio?
—Cuando salgas cierra la puerta —dijo Maria, ahora incapaz de resistir su temblor—. Hay una corriente terrible.
—Oh, no voy a dejar que mueras congelada, Maria.
Vitrenko le hizo un gesto a Olga Sarapenko, que salió un momento del almacén después de darle su pistola a Vitrenko. Volvió cargada con un cubo grande. Maria tuvo el tiempo justo de darse cuenta de que salía vapor del cubo cuando se lo echaron encima. Se puso a gritar cuando el agua hirviendo le quemó la piel desnuda. Sintió la cara, los brazos, el pecho, como si se los hubieran encendido en llamas, y se retorció sobre el suelo polvoriento. La agonía de la quemadura pareció durar una eternidad. Al final apartó las manos de la cara para ver el daño: se miró los brazos y las piernas esperando encontrar la piel escarlata y cubierta de ampollas. Pero no lo estaba. Las zonas en contacto con el agua se habían puesto rosadas, nada más. Sin embargo, el dolor la seguía corroyendo. Vitrenko dejó a Maria un momento mientras se encogía, respirando entrecortadamente.
—Un truquillo que he aprendido con el tiempo —le explicó—. El agua estaba caliente como para tomar un baño. No le hace ningún daño a la víctima, pero si ésta está lo suficientemente congelada la sensación que percibe es la de recibir un cubo de ácido.
Sarapenko trajo un segundo cubo y le echó a Maria su contenido. Ella volvió a sentir dolor, pero esta vez menos intenso y sólo en las partes a las que el primer cubo no había accedido. La calidez era casi agradable.
—¿Lo ves? —le dijo—. Ahora ya te has acostumbrado.
Sarapenko volvió con un tercer cubo y se lo ofreció a Vitrenko.
—Verás, el sistema nervioso central es muy fácil de despistar: le cuesta distinguir entre calor y frío extremos.
Le echó el tercer cubo por encima. Esta vez, a Maria le estalló el mundo en un dolor ciego y virulento. Gritó como un animal al sentir cada terminación nerviosa abrasada por la electricidad. Se sentía inmersa en una agonía de la que no veía cómo escapar. «Ahora —pensó—. Voy a morir».