11

Maria se plantó en el umbral de la puerta. Apuntó su arma a la parte de la sala que no había podido ver desde fuera, esperando encontrar allí a Vitrenko. No había nadie. Se volvió de nuevo. Ahí estaban los dos matones, con Molokov y Buslenko sentados. Ni rastro de Vitrenko. Había sacrificado su vida por nada. En la sala todos se habían vuelto a mirarla. Sintió el golpe de las pistolas en sus manos: dos balas impactaron en la garganta de Molokov y el ojo derecho se le saltó al impactarle una bala allí y otra en su cerebro. Aún estaba cayendo cuando Maria apuntó al primer matón. Unas cuantas balas se estrellaron en la pared del taller, pero tres le dieron en el pecho. Notó como el segundo hombre se movía pero no tenía tiempo de reaccionar. Buslenko se echó al suelo desde su silla y Maria se sorprendió al ver que no estaba atado. Saltó encima del ex Spetsnaz, que pareció atónito ante el ataque repentino de Buslenko. Se recuperó lo suficiente para propinarle una patada con la bota a Buslenko, que hizo una pirueta y estrelló con fuerza su propia bota en la entrepierna del otro hombre. Luego le propinó un golpe como un latigazo en la garganta. Se oyó el sonido de algo que se rompía y el matón cayó de rodillas y empezó a agarrarlo del cuello, mientras la cara se le iba poniendo azul. Buslenko agarró la mandíbula inferior y la frente del hombre y le torció la cabeza con fuerza a un lado. Otro chasquido más fuerte. Los ojos del matón se quedaron vidriosos de inmediato y Buslenko lo empujó, haciéndolo caer sobre el suelo mugriento. Buslenko miró a Maria y asintió con la cabeza, con gravedad. Ella se volvió para ocuparse de los guardas que podían entrar desde el exterior, pero no apareció nadie. Se levantó con las dos automáticas preparadas y las manos temblándole con violencia.

—Ya está, Maria… —La voz de Buslenko era tranquila, apaciguadora. Le tomó las manos temblorosas y le cogió las armas—. Ya está. Ya ha pasado todo. Lo has hecho muy bien.

—Los guardias… —exclamó ella, desesperadamente—. Fuera…

—Ya está —la tranquilizó de nuevo Buslenko—, ya nos hemos ocupado de ellos.

Maria oyó que alguien entraba por la puerta.

—¿Olga? —Maria miró extrañada a Sarapenko, que ahora estaba de pie en la entrada. Llevaba un rifle de francotirador que parecía más un instrumento científico que un arma. Tenía un visor nocturno de largo alcance montado y el cañón estaba alargado por un eliminador de destellos y un silenciador.

—No lo entiendo —dijo Maria—. ¿Y la policía? ¿Dónde está la policía?

—Nosotros limpiamos nuestra propia mierda —dijo Buslenko, mientras se metía en los bolsillos las pistolas automáticas de Maria. La rodeó con un brazo y la guió hacia la puerta.

—¿Y Vitrenko…? —La voz de Maria era ahora un hilo vacilante con los temblores que empezaban a apoderarse de todo su cuerpo—. ¿Dónde está Vitrenko? Se supone que debía estar aquí…

Maria se puso a temblar de manera descontrolada. Sentía que sus piernas ya no podían sostenerla. Lo que había pasado fuera era fácil de deducir: los dos guardas estaban muertos, cada uno con heridas de bala en el cuerpo y la cabeza. El segundo guarda seguía agarrado a su ametralladora y sus ojos miraban apagados al cielo oscuro y nublado. Maria había leído en alguna parte que así era como los francotiradores eliminaban siempre a sus víctimas: una bala en el cuerpo para derribarlas, luego otra en la cabeza para acabar con ellos. Miró a Olga, que seguía agarrada al instrumento de precisión de su rifle de francotirador. Era una rara habilidad para una mujer policía de Kiev.

—Quedaos aquí —dijo Buslenko—. Iré a buscar mi coche. Olga, te dejo en el coche de Maria y lo llevas de vuelta a Colonia. No quiero dejar rastro de nuestra visita aquí.

—¿Y qué hay de la limpieza? —preguntó Olga, señalando los cuerpos.

—A estos dos los meteremos dentro. Mandaré a alguien a recoger; pero será mejor que nos alejemos de aquí.

—¿Que mandarás a alguien? —La voz de Maria era débil. Parecía levemente confusa—. ¿A quién tienes…?

—Estás muy conmocionada, Maria —Olga le dio el rifle a Buslenko y se sacó una jeringuilla del bolsillo. Retiró el plástico protector de la aguja.

—¿Por qué llevas eso encima? —preguntó Maria, pero se sentía demasiado débil y atolondrada para resistirse mientras Olga le subía las mangas del abrigo y del jersey que llevaba debajo. Luego sintió el pinchazo de la aguja en el antebrazo.

—¿Qué…?

—Te relajará —dijo Olga, y Maria sintió un cálido adormecimiento que se apoderaba de su cuerpo. Notaba como si ya estuviera durmiendo pero siguiera de pie. Y había dejado de temblar.

—Pensaba que iba a morir… —le dijo distraídamente a Olga, que no le respondió.

—Iré a buscar el coche —dijo Buslenko, antes de salir corriendo campo a través en dirección a la carretera.

Maria se sintió totalmente relajada, totalmente libre de miedo o ansiedad, mientras contemplaba la figura decreciente de Buslenko y recordaba haberlo visto correr a través de un campo muy parecido a aquél mucho tiempo atrás. Era curioso, pensó, mientras sentía cómo Olga le apretaba el brazo con más fuerza, que no lo hubiera reconocido antes; que sólo desde lejos, como en el monitor de vigilancia, fuera capaz de estar segura de quién era.

«Voy a morir después de todo», pensó Maria, y luego se volvió hacia Olga Sarapenko sonriendo con expresión ausente ante tanta ironía.