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Fabel comió de regreso a su hotel. Se sentó a una mesa rinconera de un café-bar en la planta baja de una vieja cervecería cerca de la catedral y se tomó una de las cervezas tradicionales de Colonia que, como el dialecto de la ciudad, se llamaba Kölsch. La Kölsch se servía siempre en unos vasos pequeños de tubo llamados Stange y Fabel advirtió que, tan pronto como se acababa una, le traían otra sin que la pidiera. Luego se acordó de que la costumbre de Colonia es que, a menos que pongas el posavasos encima del vaso, el camarero entiende que debe seguir sirviéndote nuevas dosis de Kölsch. En el estado en el que se sentía en ese momento, Fabel pensó que aquel trato era más que satisfactorio. Pensó en lo bien que le sentaría quedarse en aquella acogedora cervecería y emborracharse tranquilamente. Pero, por supuesto, no lo haría. En realidad Fabel no había llegado nunca a emborracharse hasta caerse: hacerlo habría significado perder el control, permitirse entregarse a lo arbitrario, al caos. De pronto apareció un camarero ataviado con un delantal largo y le dijo algo totalmente ininteligible. Fabel lo miró sin comprender y luego se rió, recordando de nuevo las costumbres de Colonia. En los lugares así llamaban Köbes a los camareros y éstos hablaban en un kölsch muy cerrado, a menudo salpimentado con frases ingeniosas. El camarero sonrió y repitió su pregunta en alemán normativo y Fabel pidió su almuerzo.

Colonia era muy distinta de Hamburgo. «¿Es posible —se preguntó Fabel— cambiar tu entorno y cambiar tú mismo para adaptarte? Si hubiera nacido aquí en vez de en el norte, ¿sería una persona distinta?». El camarero se le acercó con su plato y un nuevo vaso de cerveza y Fabel trató de alejar todo aquello de su cabeza. De momento.