Ansgar yacía en la cama de Ekatherina y la contemplaba durmiendo satisfecha. Su acto amoroso había sido apasionado, violento, casi frenético. Ekatherina lo había interpretado claramente como la explosión de la pasión reprimida de Ansgar hacia ella.
Y en parte, por supuesto, tenía razón: estaba totalmente consumido por sus carnes y se quedó sin aliento ante su desnudez, pero lo que ella no sabía era que sólo había satisfecho una parte de su pasión.
Para él, el sexo fue satisfactorio. O, al menos, tan bueno como cualquier actividad sexual normal le podía resultar. Pero mientras permanecía allí tumbado a media luz, contemplando la sinuosa sombra que dibujaba la cadera de Ekatherina, sentía la frustración de alguien a quien se le ha ofrecido un apetitoso entremés pero le han negado el plato principal. No obstante, ese primer paso ya se había hecho. Ahora tenían intimidad. Quizá, sólo quizá, con el tiempo podría acabar cumpliendo su fantasía más oscura con ella.
Era domingo por la mañana y el día libre de Ansgar. Ekatherina se marchó para trabajar en su turno. Le dijo que podía pasar el día en su apartamento y que luego podrían compartir la noche del domingo. Cuando regresó después del turno, cansada, sonrojada por el calor de la cocina y con la piel brillante de sudor, Ekatherina dijo que se daría una ducha antes de meterse en la cama. Ansgar le dijo que no se molestara y la pasión de la noche anterior regresó multiplicada por dos.
Al día siguiente desayunaron zumo de naranja, café y panecillos rellenos de una pasta de carne que Ekatherina le contó que venía de Ucrania. Ansgar, allí sentado a la mesa del desayuno de Ekatherina, fue presa de una melancolía repentina. Se vio él mismo a través de la ventana del apartamento: sentado con una mujer bella y bastante más joven que él, desayunando juntos como si fueran una pareja satisfecha y normal. Y lo que más dolor le causaba era el hecho de que, en aquel momento exacto, él se sentía satisfecho.
Acordaron llegar al trabajo por separado y mantener su relación de día estrictamente profesional, pero Ansgar sospechaba que a Ekatherina le iba a costar mucho mantener su nuevo romance en secreto. Se despidió de ella con un beso y se dirigió a los mayoristas de An der Münze para comprar algunas cosas que escaseaban en el restaurante.
La penumbra de los últimos días se había desvanecido y el sol de invierno asomaba brillante y bajo en el cielo. Ansgar se sentía bien. Le parecía imposible que la oscuridad de su interior emergiera hasta la claridad del día, a lo que se podía añadir que experimentaba, por primera vez en años, una sensación de normalidad, de vivir la vida como los demás viven la suya.
Tomó un taxi a través del Zoobrücke y recogió su coche. Era muy maniático sobre dónde compraba la carne para el restaurante y no adquiría nunca ingredientes principales en los mayoristas, aunque todo lo demás lo obtenía allí. Resultaba práctico para el restaurante y siempre entregaban los pedidos con precisión y a tiempo, lo cual era muy importante para Ansgar y su inflexible deseo de mantener el orden en la cocina.
Tomó un carrito y lo cargó de artículos de limpieza, jabón para las manos, bayetas y otros artículos para que se lo mandaran desde el almacén mayorista. Luego se dirigió a la sección de bebidas. Ansgar siempre compraba el vino directamente a las bodegas del Rin y a varias pequeñas bodegas de Francia, pero usaba a los mayoristas para llenar la bodega de cervezas y licores.
La vio allí. Miró casualmente hacia la sección de alimentación y allí estaba. Se quedó petrificado un segundo y luego volvió a esconderse tras una de las estanterías que llegaban hasta el techo. Ella no se dio cuenta. Ansgar sólo la había visto un instante fugaz, pero no le cupo duda de que era ella. Reconoció su pelo rubio brillante, el pintalabios rojo intenso, el bronceado oscuro incluso en febrero. Pero principalmente la reconoció por su complexión de hombros anchos y maciza mientras empujaba sin esfuerzo un carro lleno hasta los topes en dirección a las cajas registradoras.
Otro cliente masculló una protesta entre dientes detrás de Ansgar, que reaccionó acercando su carro a las estanterías para dejar paso. El corazón le latía con fuerza. Siempre había temido aquel momento. Había tenido la esperanza de que no llegara nunca y, sin embargo, la idea le estremecía. Deseaba que ella se hubiera marchado de Colonia desde la última vez que se vieron, mucho tiempo atrás. En total, la experiencia no había durado más que unos pocos minutos, pero ella le había visto. Había visto su verdadera naturaleza.