Ansgar, tan poco acostumbrado a la danza del cortejo, buscó torpemente las palabras adecuadas. Ekatherina, como si fuera una guía turística al rescate de un viajero perdido en la parte equivocada de la ciudad, lo tuvo que ayudar con su propuesta entrecortada y balbuciente de que lo acompañara a la procesión de carnaval dentro de unas pocas semanas. Ekatherina le facilitó el trabajo sugiriendo que antes salieran juntos una noche a un restaurante ucraniano que conocía.
Ansgar no era tonto. Al fin y al cabo, le llevaba al menos quince años y no era, en ningún sentido, un buen partido. Sabía que el matrimonio con un alemán nativo significaba para ella asegurarse la residencia permanente en la República Federal. Sin embargo, también creía que a Ekatherina le gustaba de verdad. Pero ¿conocía ella realmente su verdadera naturaleza? ¿Sus deseos secretos?
El Rin divide Colonia en más aspectos que el meramente geográfico. Desde los primeros asentamientos en la ciudad, el río representó primero una barrera étnica y, luego, social y cultural. Los habitantes de la orilla izquierda, como Ansgar, siempre habían pensado que su lado del río era la verdadera Colonia, a diferencia de «el otro lado». El restaurante ucraniano que Ekatherina había propuesto estaba precisamente en aquel otro lado, en la zona de Vingst. La cocina era auténticamente ucraniana. Ansgar supuso también que buena parte de la clientela, y probablemente la dirección, eran auténtica mafia ucraniana. Vio a varios grupos de hombres fornidos vestidos con Armani negros, el típico uniforme de gánster de Europa del Este.
La carta estaba en alfabeto cirílico y en alemán, pero Ansgar dejó que Ekatherina guiara su elección. Por lo que pudo ver, los ucranianos tenían tantos tipos distintos de Borsch como palabras tienen los esquimales para nombrar la nieve. Además había pechyva, pampushky, halushky, varenyky, albóndigas de bitky y toda una selección de postres. Ekatherina recomendó empezar con una pechuga de oca zakuska seguida de una porción de aperitivo de hetman borsch, y luego costillas de cerdo marinadas en kvas de remolacha con bolas de halushky.
—Más ucraniano imposible —dijo con entusiasmo, y Ansgar se dio cuenta de que estaba sinceramente orgullosa de presentarle su cultura y su cocina. Cuando llegó el camarero para anotar sus bebidas, Ekatherina se enfrascó en un vivaz intercambio en ucraniano con él. El camarero sonrió y asintió con la cabeza.
—Espero que no te importe —dijo—. Es algo que debes probar…
El camarero regresó con una botella fría que parecía de champán. La descorchó y Ekatherina, de nuevo, llevó la iniciativa y lo probó, para luego asentir con un gesto entusiasta de la cabeza. Cuando el camarero lo hubo servido, Ansgar tomó un sorbo. La boca se le llenó de una efervescencia fragante.
—Es delicioso —dijo—. Realmente delicioso.
—Es Krimart —contestó ella, agradecida—. Es de las bodegas Artyomovsk, en la región de Donetsk. Las fundó un alemán, ¿sabes? Prusiano. Es lo que le gustaba beber a Stalin y a todos los capos comunistas.
Ansgar observaba a Ekatherina comer y hablar. De manera natural, ella llevaba la conversación, con su alemán de gracioso acento, pero en lo que más se fijaba Ansgar era en cómo comía. Durante la cena, Ekatherina se esforzó por arrancarle a Ansgar algunos detalles de su infancia, de su familia, de lo que le había hecho desear ser chef. Ansgar se sorprendió queriendo ser más hablador, un compañero más fácil, más interesante. Por encima de todo, lo que Ansgar deseó fue poder estar allí sentado, en ese restaurante ucraniano, con una joven atractiva, y ser otra persona: alguien con una vida y unas apetencias normales.
A Ekatherina no parecía preocuparle la taciturnidad de Ansgar. Habló extensamente de su infancia en Ucrania, de la increíble belleza de su tierra y la calidez de sus gentes.
Ansgar escuchaba y sonreía. Ekatherina se había vestido con lo que él supuso que era su mejor ropa. Estaba claro que no era cara, pero sí demostraba un cierto buen gusto. La blusa blanca iba abierta hasta el tercer botón y, cuando Ekatherina se inclinaba hacia delante, Ansgar le podía ver el perfil curvo de los pechos, pálidos y suaves. Agradecía el esfuerzo que había hecho la muchacha, pero durante toda la cena trató de evitar en su cabeza aquellas fantasías oscuras que había construido alrededor de ella.
Al salir del restaurante tomaron un taxi. La comida, admitió Ansgar, había sido interesante. Siempre le resultaba extraño, hasta difícil, disfrutar de los platos de otro restaurante. Para empezar, nunca lo trataban como a un comensal cualquiera: tenía una reputación y cualquiera que supiera algo de la restauración en Colonia lo reconocía. Ansgar estaba seguro de haber oído su nombre entre el murmullo de palabras ucranianas intercambiado por Ekatherina y el camarero. El otro problema que tenía era el esfuerzo que debía hacer para dejar de lado su perfil profesional y, sencillamente, disfrutar de la experiencia por sí misma. Pero lo cierto era que siempre analizaba cada bocado, juzgaba las combinaciones de sabores, evaluaba la presentación en el plato. Ansgar era un artista, y le gustaba comparar la obra de los demás para ver si había algo que pudiera aprender de ellos. Muchos de los matices sutiles añadidos a sus platos más apreciados le habían sido inspirados por una expresión más rudimentaria de los mismos en algún restaurante de segunda.
Pero esa noche, cuando se deslizó en el asiento trasero del taxi junto a Ekatherina, sintió que estaba demasiado lleno. Para Ansgar, la virtud de la comida estaba en la calidad, en la experiencia, y no en la cantidad. Sintió el calor del cuerpo de Ekatherina cuando ella se inclinó hacia él. Ansgar también era consciente de que había bebido más de lo habitual, y eso le hacía estar nervioso: se sentía más valiente, más proclive a dejarse llevar por sus impulsos; por aquel impulso más potente que todos los demás. También advertía el abandono y la facilidad en los movimientos de Ekatherina. Era una situación peligrosa y luchaba por apartar aquellas imágenes de su cabeza. Imágenes de una fantasía que ahora parecía, aunque sólo de manera remota, posible.
Ansgar tenía la intención de dejar a Ekatherina en su apartamento. Declinó su oferta de subir a tomar un café: debía levantarse pronto, le explicó. Pero ella se inclinó hacia él y le besó, deslizándole la lengua entre los labios. El beso le supo a café mezclado con el sabor a frambuesa del licor de Malynivka que habían tomado al finalizar la cena.
Pagó al taxista y siguió a Ekatherina hacia su apartamento.