Maria supuso que la habían metido en el maletero de un coche, pero incluso eso se le escapaba. El hecho es que la habían atado por las muñecas y los tobillos, la habían amordazado y le habían tapado los ojos, y luego le habían puesto una especie de capucha en la cabeza. Al final le habían colocado lo que le pareció que eran unos cascos protectores de los oídos de uso industrial. Todo era típico de las fuerzas especiales: privación total de los sentidos para aturdir a la víctima y que el tiempo dejase de existir. Maria era consciente de que le habían separado la mente del cuerpo; estaba perdiendo el concepto de brazos, de piernas, la sensación de estar conectada a su sistema nervioso. Se retorció y presionó sobre sus ataduras para que la cuerda le quemara la piel de las muñecas y los tobillos. Por un momento hizo efecto, y la conexión con su carne se reanudó, luego se desvaneció y el dolor se volvió una vaga molestia que merodeaba por la periferia de su ser.
Maria no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en el maletero, ni siquiera de que el coche se había detenido, hasta que sintió que unas manos sobre su cuerpo la sacaban del furgón. La colocaron en una silla y la dejaron allí unos minutos, con otra cuerda alrededor del pecho para mantenerla atada. La presión de la cuerda en las muñecas le había provocado un entumecimiento en las manos, y los protectores de los oídos, la venda de los ojos y la capucha la privaban de cualquier sensación que le pudiera indicar si se encontraba en el interior o al aire libre. Pensó en que, a veces, ejecutan a la gente de esa manera. Privada de la visión o el sonido, ni siquiera oiría el percutor de la pistola ni sentiría la presencia de su verdugo. Sería repentino e inmediato: su existencia se apagaría en un instante. Probablemente no era la peor manera de marcharse, pensó, pero aun así el corazón le latía con fuerza. Hacía tan sólo unos días Maria se había sorprendido de lo poco que le temía a la muerte, pero había aprendido a volver a vivir siendo otra persona; para ella, su vida había recuperado un poco de valor. Se preguntó si llegarían a encontrar su cuerpo. Se imaginó a Fabel frunciendo el ceño mientras bajaba la vista para mirar su cadáver con el pelo extrañamente teñido.
De pronto le quitaron los auriculares y le arrancaron la capucha. Alguien, por detrás, le desató la mordaza. El pulso de Maria se aceleró todavía más. Tal vez quisieran torturarla antes de matarla. Le quitaron la venda de los ojos. La repentina recuperación de sus sentidos la desorientó y ella se quedó sentada, cabizbaja, pestañeando ante el súbito exceso de luz.
Los ojos se le ajustaron a la luz. Frente a ella había un hombre y una mujer sentados.
Resultó que estaba en un pequeño almacén o espacio industrial vacío. Las paredes blancas y desnudas tan sólo se interrumpían por una puerta doble al fondo y una puerta corredera de metal, grande y gruesa, a su derecha. Del techo colgaba un sistema de rieles con varios ganchos metálicos. Supuso que se trataba de algún almacén de envasado de carne fuera de servicio.
La mujer se levantó y abrió una ampolla de cristal bajo la nariz de Maria. Un olor potente le penetró en el sistema y la hizo ponerse, de pronto, dolorosamente alerta.
—Quiero que me escuche. —El hombre fue el primero en hablar en alemán con un fuerte acento ucraniano—. Necesito que se concentre, ¿me entiende?
Maria asintió.
—Sabemos quién es, Frau Klee. También sabemos por qué está aquí… y que actúa usted por cuenta propia, sola y sin el conocimiento, apoyo o autorización de sus superiores. Está usted totalmente aislada.
Maria no dijo nada.
—Puede que sea usted una agente de policía consumada, Frau Klee, pero cuando hablamos de esta línea de trabajo, no es más que una simple aficionada. Para convertirse en un experto en vigilancia hace falta algo más que un tinte de pelo barato.
Maria miró a la mujer. Era joven y de una belleza espectacular, con los ojos azul claro y brillante, difícil de confundirse entre la muchedumbre. El hombre asustaba a Maria. Tenía el mismo tipo de ojos verdes que Vitrenko, con aquel extraño brillo penetrante que tantos ucranianos parecen tener. Tenía el pelo casi negro y la piel de su rostro dibujaba una especial tensión sobre la arquitectura eslava de sus facciones. Su aspecto era eficiente y su musculatura delgada, pero a Maria le dio la impresión de que estaba cansado.
—¿Qué va a pasar conmigo ahora? —dijo Maria—. ¿Por qué me han traído aquí en vez de tirar mi cuerpo por un bosque cualquiera por ahí? No sé nada que les pueda ser de utilidad.
El ucraniano intercambió una sonrisa con la mujer que tenía al lado.
—Frau Klee, no tenemos absolutamente ninguna intención de hacerle daño. De hecho, hemos «intervenido», por decirlo de una manera suave, porque estaba usted a punto de ponerse en grave peligro de muerte. Y muy pronto. ¿Creyó usted realmente que Kushnier no sabía que lo estaba siguiendo a los pocos minutos de salir del bar?
—Kushnier —dijo la mujer ucraniana—. Maxim Kushnier, antiguo paracaidista ucraniano encargado de operaciones de bajo nivel en la organización de Vitrenko. Eso es lo más lejos que has llegado, hasta un capitán de a pie que probablemente no ha llegado a ver nunca a Vitrenko cara a cara. ¿Cómo demonios pretendías que Kushnier te llevara hasta Vitrenko?
—No lo pretendía. Pero pensaba que era una primera pista.
—Y ha estado a punto de ser la última —dijo el hombre. Se levantó y le hizo un gesto a la mujer, que se colocó detrás de Maria y la desató—. La estábamos siguiendo, aunque ni usted ni Kushnier se dieron cuenta: estaban demasiado ocupados bailando ese vals en la carretera de Delhoven.
—Si aquello era un baile —dijo Maria, frotándose las muñecas ahora liberadas—, yo era quien lo llevaba.
—Sí… —dijo el ucraniano, asintiendo con la cabeza con gesto conciliador—. Fue impresionante. Pero mientras merodeaba perdida por los campos de Renania, nosotros le limpiábamos los platos rotos.
—¿Lo maté?
—Con tres disparos: hombro, cuello y otra bala que le atravesó el riñón. La del riñón le hubiera provocado la agonía. Por suerte para él, murió desangrado por la bala en el cuello.
De pronto, Maria se sintió mareada. Sabía que lo había tocado, pero el hecho de que no hubiera encontrado el coche significó, hasta ese momento, no tener que enfrentarse al hecho de que había acabado con la vida de otro ser humano.
—Así que, ya lo ve —dijo el ucraniano—; ahora está usted trabajando oficialmente fuera de la ley. Como nosotros.
—¿Quiénes son ustedes? —Maria tomó el vaso de agua que la mujer le ofrecía.
—Somos tus nuevos socios.
—¿Servicio de Inteligencia Ucraniano?
—No, no somos del SBU[2].
Técnicamente, somos agentes de policía. Yo soy el capitán Taras Buslenko del Sokil, que significa «halcón». Pertenecemos a la brigada contra el crimen organizado de la Spetsnaz. Ésta es la capitana Olga Sarapenko, de la milicia municipal de Kiev, algo parecido a vuestra Schutzpolizei. La capitana Sarapenko forma parte de la unidad antimafia de la policía de Kiev.
—¿Vais detrás de Vitrenko? —preguntó Maria.
—Sí. Y él detrás de nosotros. Lo que ves aquí son los restos de una unidad especial de siete personas organizada para venir aquí a «encargarnos» de Vitrenko.
—¿Planean llevar a cabo un asesinato ilegal en suelo alemán?
—¿No era exactamente lo que planeabas hacer tú si tenías la oportunidad?
Maria ignoró la pregunta.
—Decía usted que eran siete. ¿Dónde están los demás?
—Muertos. En el grupo había dos traidores. Nos encontramos en un pabellón de caza aislado de Ucrania, sin que nadie lo supiera. Para cuando supimos que habían sido dos de los nuestros y no un ataque externo, ya estábamos expuestos. Sólo tres conseguimos escapar al bosque, y entonces Belotserkovsky recibió un tiro por la espalda.
—Fue culpa mía… —El rostro de Olga Sarapenko reflejaba el dolor—. Yo estaba herida y él me estaba ayudando a salir.
—Se suponía que yo los cubría —dijo Buslenko. Entre ellos cayó un silencio y Maria pudo sentir que ambos estaban en un lugar y un tiempo distintos. Sabía lo que era vivir y revivir una experiencia como aquélla.
—¿Y por qué no volvieron a formar una unidad completa? —les preguntó.
—No teníamos ni el tiempo ni el motivo —dijo Buslenko—. El tiempo juega a favor de Vitrenko; tenemos que atraparlo antes de que él nos atrape a nosotros. Queremos que piense que hemos abortado nuestra misión y que la capitana Sarapenko y yo hemos escapado asustados. No podíamos estar seguros de que, en el caso de volver a formar la unidad, no volviésemos a tener infiltrados. Sabemos que podemos confiar el uno en el otro, y hay sólo otra persona de la que podemos fiarnos…
—¿Quién?
—Tú —dijo Buslenko, mientras le devolvía a Maria su pistola.