Había pasado una semana, y nada. Había escuchado la radio, mirado las noticias por la tele, leído el Kölner Stadt-Anzeiger cada día. Era muy probable que Maria le hubiese quitado la vida a otro ser humano o, al menos, lo hubiese herido de gravedad; sin embargo, no se mencionaba en ningún lugar el hallazgo de un cuerpo sin vida o de un BMW lleno de agujeros de bala estrellado en alguna zanja. El ucraniano se había esfumado por completo. Lo que sí encontró en el periódico fue una breve noticia sobre el asesinato en la cocina del restaurante Biarritz. Había convencido a Slavko Dmytruk de que podía confiar en ella, de que lo protegería, y la realidad fue que hicieron una carnicería con él porque ella lo coaccionó para que le contara cosas.
Seguramente su gente había hecho desaparecer el cadáver del ucraniano del BMW, o tal vez hubiera sobrevivido y le estaban curando las heridas. En cualquier caso, la estarían buscando, pero mientras no se acercara al bar o a la casa de Viktor, debería estar a salvo. Y si era cierto que no tenían idea de quién era o de dónde podían encontrarla, siempre cabía la posibilidad de escabullirse de la ciudad y regresar a Hamburgo, a su trabajo, a su identidad de siempre.
Haber ido a Colonia le había dado una ventaja: había podido convertirse en otra persona, en algo distinto al objeto de autoaversión que había sido durante meses; le había permitido asomarse por debajo de las fobias y neurosis que había ido acumulando unas encima de otras hasta que estuvieron a punto de aplastarla hasta la muerte. Por todas partes la rodeaban los recordatorios del inminente carnaval de Colonia, y hasta ese momento no se dio cuenta de cómo esa gente se deleitaba con esos pocos días de locura y de caos. La ciudad se convertía en algo distinto, los habitantes se convertían en personas distintas. Cuando terminaba y volvían a sus vidas normales, parecían conservar algo del carnaval vivo en su interior. Tal vez, pensó, fuera eso lo que ella había conseguido.
Sabía Dios que no había logrado nada más. ¿Qué le había hecho pensar que podía ir allí sola y desenmascarar a uno de los capos más peligrosos y sofisticados del crimen organizado de Europa? Ahora se daba cuenta de lo desesperada y mal concebida que había sido su patética cruzada, desde el principio. Decidió desaparecer aproximadamente durante una semana; permanecería en el apartamento de su amiga y luego regresaría a Hamburgo. Buscaría un peluquero digno y se volvería a teñir el pelo de su color natural; retomaría el atuendo y la personalidad de la antigua Maria, pero sin las neurosis. Nadie en Hamburgo tendría que saber nunca que había estado allí.
Ahora tenía que ocuparse del coche. Ese segundo hotel estaba justo en Konrad-Adenauer-Ufer tocando al río y había dejado el Saxo aparcado en el aparcamiento que quedaba a la vuelta de la esquina del mismo. Luego lo llevaría de vuelta al garaje donde lo compró y se lo revendería por una parte de lo que había pagado. Había sido un alquiler muy caro.
Estaba a punto de vestirse con uno de sus ropajes baratos, pero se miró al espejo y decidió, en cambio, ponerse un elegante traje de diseño que se había llevado en la maleta. Se sorprendió de lo bien que le quedaba con el pelo teñido de oscuro. Se maquilló y volvió a mirarse al espejo: casi era la antigua Maria, pero ahora decidió tomar un desayuno tardío de camino al concesionario.
Salió del hotel y anduvo con un vigor y una seguridad renovados. Cuando llevaba un par de manzanas advirtió a alguien cerca que andaba ligeramente por detrás de ella. De pronto, ese alguien se inclinó hacia ella y sus dedos se cerraron como unos alicates alrededor del antebrazo. Algo frío y duro, inequívocamente el cañón de una pistola, se le clavó en la espalda, encima de la cadera.
—Haz exactamente lo que te digo. —Maria sintió el miedo frío y duro creciendo en su interior al reconocer el acento ucraniano—. Sube por la puerta trasera del furgón que tienes delante.
Cuando se acercaron al gran furgón de paneles la puerta se abrió desde el interior. El pistolero metió a Maria a empujones mientras una segunda figura desde dentro, a la que Maria no podía ver, le ponía rápidamente una capucha negra sobre la cabeza. Algo le pinchó el brazo y sintió el líquido frío de la sustancia que le estaban inyectando.