Al día siguiente, Fabel se levantó temprano y llegó al Präsidium de la Policía de Colonia antes que Scholz. Lo esperó en el enorme vestíbulo de entrada, con una tarjeta que lo identificaba como visitante prendida en la solapa. Estar en otra central de policía le daba una sensación extraña. Aquélla era muy distinta del cuartel general de Hamburgo, y a Fabel le parecía raro ver todavía a agentes uniformados con los viejos trajes verde y mostaza, a pesar de que la Policía de Hamburgo llevara exactamente el mismo hasta hacía tan sólo dos años. Mientras esperaba, pensó en la curiosa rapidez con que uno se adapta a los cambios.
Scholz se disculpó con cierta exageración por llegar tarde y guió a Fabel hasta su despacho. Éste sonrió al ver que la cabeza del carnaval había desaparecido y que alguien había apartado los archivos, el teléfono y el teclado del ordenador a un lado y había colocado una nueva versión cuadrada en el centro de la mesa de Scholz. Del hocico habían colgado un post-it amarillo en el que sólo había un signo grande de interrogación.
—Muy gracioso —dijo Scholz, mientras lo volvía de cara a Fabel—. ¿Mejor?
—Distinto… —dijo Fabel.
Scholz miró de nuevo la cabeza, evaluándola, y luego suspiró y la colocó en la esquina donde estuvo la anterior.
—Me gustaría presentarte al equipo que está trabajando en el caso del asesino del carnaval —dijo, finalmente. Hizo señas a través de la puerta de cristal y dos agentes entraron en el despacho. Uno era un hombre joven del que Fabel sabía que tenía casi treinta años y era Kommissar en la Mordkommission, si bien su figura delgada y pálida y su piel con acné le daban un aspecto casi de adolescente. La otra agente era una joven de unos treinta años, regordeta y con un amasijo de rizos rojo cobrizo.
—Éste es Kris Feilke —dijo Scholz, señalando el joven—; y ésta es Tansu Bakrac.
Fabel sonrió. Por el nombre, Fabel supo que la agente debía de ser de origen turco, y se sorprendió preguntándose si el color tan cobrizo de su pelo provendría de las antiguas tribus celtas que se habían asentado en Gálata. Los dos agentes estrecharon la mano de Fabel y tomaron asiento. Jan advirtió la informalidad que reinaba entre Scholz y sus jóvenes agentes y se preguntó cuán disciplinados serían como equipo.
—Bueno, Jan —dijo Scholz—, faltan sólo tres semanas para el carnaval y, tan claro como que los osos cagan en el bosque, nuestro asesino volverá a salir en busca de más carne. Por una vez tengo la oportunidad de evitar un asesinato en vez de resolverlo. O, mejor dicho, tenemos la oportunidad de evitarlo. Pero me temo que no hemos encontrado más que preguntas sin respuesta, de modo que estamos abiertos a cualquier cosa que puedas sugerirnos.
—Está bien. Espero que no os importe, pero me tomé la libertad de poner unas cuantas cosas en marcha antes de venir —dijo Fabel—. ¿Recordáis el caso Armin Meiwes?
—Claro… el caníbal de Rotenburgo —contestó Scholz.
—Meiwes se anunciaba a sus víctimas por Internet y se hacía llamar Maestro Carnicero. Hace veinte años, Meiwes puede que viviera con sus fantasías aparcadas como tales, pero en ese momento tenía acceso a Internet. La red es la gran puerta abierta, el gran punto de encuentro anónimo en el que puedes compartir tus fetiches y perversiones con los demás; convierte lo excepcional en ordinario y lo anormal en normal.
—¿Cree usted que hay una relación con Internet en este caso? —preguntó Tansu.
—Creo posible que haya algún vínculo directo. Antes de que podamos seguir avanzando, creo que necesitamos comprender cómo piensa nuestro asesino.
—Sabe Dios —dijo Kris—. Probablemente vive en un mundo de fantasías. Es un psicópata.
Fabel negó con la cabeza.
—Ahí es donde te equivocas. Los psicólogos criminalistas y los psiquiatras forenses ya no utilizan la descripción «psicópata» o «sociópata» como antes. Estas etiquetas se han vulgarizado tanto en los medios de comunicación que han acabado perdiendo todo su valor. La gente usa la palabra «psicópata» como antes solían decir «destripador», pero un psicópata es más bien alguien con un trastorno de la personalidad que lo convierte en antisocial. Suelen ser incapaces de sentir, carecen de emociones y empatía hacia los demás seres humanos. No tienen nunca remordimientos. A la mayoría se los identifica fácilmente porque han exhibido una conducta sintomática desde la infancia. —Fabel hizo una pausa. Se acordó de Vitrenko: alguien que carecía totalmente de cualquier lado humano—. Los asesinos en serie suelen presentar trastornos de la personalidad, pero raramente son psicóticos. Saben que lo que hacen está mal; un psicópata no lo sabe. De hecho, muchos psicópatas que han sido curados con éxito de su enfermedad reciben una carga repentina tan fuerte de remordimientos que acaban suicidándose, incapaces de vivir con lo que han hecho.
—¿Así que no estamos delante de un psicópata?
—No lo digo con total seguridad —dijo Fabel—, pero creo que es improbable. Los asesinos en serie casi nunca tienen una personalidad única, sólida, sino que oscilan entre varias identidades según la situación, con quién están, etc. No es que tengan múltiples personalidades en sí, sino que su propia personalidad no está bien asentada. Lo que sí suelen tener es un ego enorme: el universo gira únicamente alrededor de ellos. Y eso, además de un temperamento poco sólido, es algo que comparten con los psicópatas. Pero lo importante es que no están locos. Creo que vuestro caníbal de carnaval necesita sentir que no es un monstruo; que forma parte de una comunidad.
—¿Y es ahí donde ve una conexión con Internet? —preguntó Tansu.
—Es una posibilidad. Necesita un lugar en el que intercambiar fantasías y hasta comparar notas o anunciarse a sus víctimas. Me parece altamente improbable que vuestro chico no se haya sentado nunca a solas, de noche, frente al ordenador, y haya introducido la palabra «caníbal» en el buscador.
—Lo acepto —dijo Scholz—, pero ¿cómo nos ayuda eso?
Fabel sacó una carpeta de su maletín.
—Antes de venir le pedí a uno de los expertos de nuestro departamento técnico que me facilitara un listado de posibles páginas web y foros que pudieran interesar a nuestro asesino; al menos de los que conocemos. En la red hay infinitos rincones oscuros en los que ocultarse, pero les pedí que se centraran especialmente en las páginas en alemán y, en particular, en cualquier cosa que estuviera basada en la zona de Colonia.
—¿Es eso relevante? Pensaba que en Internet la geografía no tenía ninguna importancia.
—No la tiene. Pero si encontramos a alguien cargando una página con este tipo de contenido en la zona, habremos dado con un miembro de esta… exclusiva comunidad. Alguien que nos podría abrir una puerta de entrada.
Scholz examinó la carpeta. Se le escaparon un par de muecas ante algunas de las imágenes.
—Dios mío… Ahí fuera hay tipos realmente enfermos.
—E Internet los junta. Dicho esto, también es cierto que nuestro asesino puede ser extremadamente discreto. Puede que se considere único, aunque sospecho que debe de haber visitado al menos un par de estas páginas.
—¿Cuál es el pero? —Scholz advirtió cierta cautela en la expresión de Fabel.
—Andrei Chikatilo, el caníbal ucraniano de los años ochenta; Fritz Haarman de Hanover en los años veinte; Joachim Kroll en Duisburg en la década de 1970; Ed Gein en Estados Unidos en los años cuarenta… todos esos caníbales existieron antes del advenimiento de Internet. Existe siempre la posibilidad de que haya madurado sus fantasías en solitario, si bien espero que no. En Internet todo el mundo se siente seguro. Se creen que son anónimos, cuando la realidad es que están muy lejos de serlo. —Fabel se volvió hacia Tansu Bakrac—. Ya se lo he explicado a Herr Scholz, tengo la sensación de que este asesino pudo hacer prácticas en el pasado. Me dice que tiene usted una teoría al respecto.
—Es más que una teoría. Hay un par de casos que creo que están relacionados.
—O tal vez no… —dijo Scholz, dubitativo—. No hay nada más que una conexión que los vincule con el carnaval.
—¿De qué casos hablamos? —pidió Fabel.
—En 2003 fue hallada muerta una muchacha llamada Annemarie Küppers. La habían matado a golpes. Quienquiera que lo hizo fue presa de una furia inhumana y le destrozó la cabeza.
—Pero no la estrangularon —intervino Scholz—, ni le cortaron carne. De hecho, ni le habían quitado la ropa interior ni ésta intervino para nada.
—¿Decía usted que había relación con el carnaval? —preguntó Fabel—. ¿La mataron la noche del carnaval de las Mujeres?
—No… —dijo Tansu—. Al día siguiente. Le daré una copia del informe. De los dos informes, de hecho.
—¿Cuál es el otro?
—Este crimen sí ocurrió la noche del carnaval de las Mujeres, en 1999. Una joven estudiante de medicina llamada Vera Reinartz fue golpeada, violada y parcialmente estrangulada, no se lo pierda, con una corbata.
—¿Sobrevivió?
—Sí. Y lo más escalofriante es que su asaltante era un payaso. Quiero decir, alguien que iba vestido de payaso.
Fabel se frotó el mentón, pensativo.
—Resulta tentador relacionarlo, pero dice usted que esa chica fue violada. En cambio, nuestro asesino no tiene contacto sexual. ¿Se pudo recoger alguna muestra de semen?
—Sí. No obstante, para mí el factor decisivo no es sólo que el intento de estrangulamiento lo hicieran con una corbata, sino que tenía marcas de mordiscos por todo el cuerpo.
—De acuerdo, entonces —asintió Fabel—. Supongo que habréis vuelto a interrogar a la víctima.
—Lo siento —se disculpó Tansu—, pero ése es otro callejón sin salida, de momento. Vera Reinartz abandonó sus estudios de medicina en la Universidad de Colonia y desapareció más o menos un año después del ataque.
—Pero debe de constar un nuevo domicilio… —intervino Fabel—. Tendrá que haberse registrado en alguna parte si ha cambiado de ciudad.
—No hay ni rastro de nadie con ese nombre, aunque sigo tras sus pasos.
—Tal vez haya muerto. ¿No debería ser un caso de persona desaparecida? —preguntó Fabel.
Kris había hecho café y le ofreció una taza con un dibujo de un payaso y el lema Kölle Alaaf! impreso en un lado. Fabel sabía que eso significaba «¡Hola, Colonia!» en dialecto colonés.
—No está muerta —dijo Kris—. Ha escrito a sus padres unas cuantas veces para que sepan que está viva y se encuentra bien, pero les dice que está llevando, en sus propias palabras, «una vida diferente». Las cartas llegan sin remitente pero llevan matasellos de Colonia. Los padres viven cerca de Fráncfort, que es donde ella nació.
—Bien —dijo Fabel—. Creo que Tansu puede tener algo de razón con uno de estos casos, o con los dos. Tengamos como prioridad inmediata encontrar a Vera Reinartz.
—¿Qué más hiciste antes de venir? —preguntó Scholz.
—Tracé perfiles.
—¿Del asesino? Obviamente, nosotros también lo hicimos… —La expresión de Scholz se ensombreció.
—No me refería al asesino. Pedí perfiles psicosociales de las víctimas. Supongo que comprobasteis cualquier punto de coincidencia posible.
—Sí. Y sus caminos nunca se cruzaron, por lo que pudimos averiguar. A menos que tú puedas decirnos algo distinto. —La expresión sombría todavía no había desaparecido.
Fabel lo desarmó con una sonrisa.
—Mira… No he estado investigando lo mismo que vosotros porque pensara que no habéis hecho bien vuestro trabajo; lo he hecho porque me pedisteis que me involucrara y tuve que hacer mis deberes. Y también porque mi punto de vista es distinto.
Scholz asintió con la cabeza:
—Lo entiendo, Jan.
—Sé que ya habréis hecho algo parecido —dijo Fabel—, pero también he hecho una evaluación psicogeográfica.
—Sí… también está encargada, pero con tan sólo dos asesinatos sobre los que trabajar, nuestros colaboradores nos dijeron que no tenían suficiente material para trazar una pauta, aunque sí opinaron que no deberíamos mirar mucho más lejos del barrio antiguo de la ciudad.
—¿Comentaron algo sobre la proximidad a las iglesias? —preguntó Fabel.
—Se comentó, pero no se tuvo en cuenta. Hay muchas iglesias en Colonia. Si hubiera algún significado religioso yo supongo que aparecería la catedral. Pero incluso esto resultaría difícil de valorar, porque la catedral de Colonia está en el centro mismo de la ciudad y el plano de la ciudad parte de ella. ¿Cree que podría ser un fanático religioso?
—Puede ser, aunque no especialmente. Podría tratarse de iglesias como edificaciones, y no como instituciones. Como tú dices, en Colonia hay un buen puñado. —Fabel sonrió—. ¿Qué os parecería hacerme de guías turísticos de Colonia por un día?