El restaurante al que Scholz llevó a Fabel estaba en Dagobertstrasse, en la zona de Altstadt de Colonia. Estaba ubicado en la planta baja de un elegante edificio con el tejado a dos aguas.
—¿Qué me recomiendas? —preguntó Fabel.
—Este lugar tiene mucha fama. Tienen un chef nuevo desde hace poco más de un año que hace maravillas. Y ahora empiezan a tener el menú de carnaval… pero supongo que querrás tomar pescado —dijo Benni, frunciendo el ceño mientras examinaba la carta—. Aquí somos especialistas en carne.
—Lo creas o no —dijo Fabel, sonriendo—, en el norte comemos otras cosas además de pescado.
—Aquí también tomamos pescado. ¿Sabes que Colonia fue el mercado de pescado más importante de Alemania? Lo fue gracias al Rin, que la cruza como una especie de autopista medieval. Era un centro de distribución para toda la Alemania Central. Bueno, ¿qué tal el ragú de cordero con higos? Aquí lo hacen muy bueno. ¿Y qué prefieres, un buen vino del Rin o una cerveza Kölsch todavía mejor?
Acordaron pedir una botella de Assmannshausen Spätburgender tinto y pidieron la cena.
—Se está bien aquí —dijo Fabel. El restaurante estaba debajo de un techo blanco abovedado y tenía unas puertas dobles en forma de arco que daban a la calle. A través de ellas se veía como empezaba a nevar de una manera más persistente.
—Sí… —Scholz echó una mirada de apreciación por el restaurante—. Sí, no está nada mal. Colonia está llena de lugares agradables en los que cenar. Se puede encontrar comida de casi todos los rincones del mundo; incluso vegetariana. Ahora somos una gran ciudad de congresos y convenciones y nos visitan todo tipo de empresarios ricos. Es una ciudad que me gusta, pero a veces me apetece ir a lugares un poco más… no sé, básicos, por así decirlo. Me gusta que la comida esté bien cocinada, no bien diseñada, no sé si me entiendes… En fin, dijiste que me ibas a hablar del canibalismo —dijo Scholz—. Parece que es un tema del que sabes bastante.
El camarero apareció con el vino y Scholz le pidió a Fabel que lo probara. Era obvio que esperaba que Fabel tuviera un mayor conocimiento del vino que él.
—Es muy bueno —dijo Jan, y el camarero les llenó las dos copas—. Para serte sincero, he estado investigando un poco antes de venir —añadió.
Scholz movió la cabeza.
—Sigo sin hacerme a la idea. ¿Cómo puede alguien excitarse comiéndose a otra persona?
—La sexualidad humana es un tema muy complejo, Benni. Estoy seguro de que te has enfrentado a las suficientes rarezas como para saberlo. Hay perversiones que se basan en la fantasía de comerse a la pareja, o de ser devorado por ella. La boca es un órgano sexual secundario; casi se podría decir que el sexo oral es un tipo de conducta caníbal.
—Está claro que tú y yo salimos con distintos tipos de mujeres… —dijo Scholz, sonriendo.
—Sea como sea, hay distintas formas de canibalismo. Distintos motivos que lo desencadenan, si quieres. Pero los antropólogos y los psicólogos lo dividen en dos grupos principales: el ritual y el alimenticio. El alimenticio es un claro caso de canibalismo epicúreo: gente que come carne humana por el sabor, o por la experiencia… pero sin que eso les provoque ningún tipo de estímulo sexual. De lejos, la forma más común de canibalismo alimenticio es la motivada por la supervivencia, cuando no hay otra fuente de alimentación al alcance. Por ejemplo, antes de venir estuve leyendo sobre el Holodomor, la hambruna que sufrieron los ucranianos por culpa de los soviéticos en la década de 1930. Los alimentos escaseaban tanto que el canibalismo se convirtió en algo relativamente normal.
—Entonces, ¿cuál es la diferencia entre el endocanibalismo y el exocanibalismo? —preguntó Scholz.
—Exocanibalismo es cuando te comes a un extraño, a un extranjero; endocanibalismo es cuando te comes a alguien de tu propia tribu o cultura.
—Vaya, que el endocanibalismo sería cuando te comes a la abuela para cenar… —dijo Scholz—. Pero todo esto es muy poco común, ¿no?
—No tanto como te imaginas. Todos lo hemos hecho, todas las culturas, en algún momento de nuestra historia. El endocanibalismo mortuorio ritual era algo común en Europa en la Edad de Piedra.
—¿Y en qué consistía, explicado en alemán vulgar?
—Cuando moría un pariente, por ejemplo, celebraban una especie de festín funerario, y el plato principal lo proporcionaba el ser querido fallecido; en concreto, su cerebro. Esto, para los arqueólogos, supuso un descubrimiento muy importante: demostró que desde una época tan temprana como la Edad de Piedra se tenía la idea de que la mente, o el espíritu, se alojaba en el cerebro. Los familiares más próximos se comían partes del cerebro para «absorber» parte del espíritu de su ancestro. Tiene su lógica, supongo, de algún modo precientífico. Y si, por hablar en alemán vulgar, quieres pruebas de gente comiendo a gente, no tienes que ir más allá de cien kilómetros, a lo sumo, de donde estamos ahora. A las cuevas de Balve en el río Hönne. En ellas los arqueólogos hallaron pruebas de canibalismo.
—¿Y qué motiva a nuestro chico a cortar una cantidad tan precisa de carne?
Fabel estaba a punto de responder cuando llegaron los platos.
—Qué buen aspecto —dijo. El ragú de cordero, con su salsa de higos y verduras, estaba presentado en el plato como una obra de arte. Tomó un bocado—. Mmm… está delicioso. Buena elección, Benni. —El cordero se fundió en su boca. Al cabo de un momento, Fabel prosiguió—. En fin, para responder a tu pregunta, el asesino del carnaval toma una cantidad precisa de carne porque ésa es la porción que quiere, de la misma manera que entramos en una carnicería y pedimos un kilo de carne picada. El otro tema es que nuestro asesino no tiene una conexión abstracta con la comida.
—¿Qué quieres decir?
—Toma, por ejemplo, este plato —explicó Fabel—. Tú y yo estamos aquí sentados tomando ragú de cordero… pero la palabra «cordero», en este contexto, sólo nos evoca la idea de un tipo de comida. No pensamos en un cordero joven, ni concretamente en cómo lo han matado, despellejado y destripado. Incluso cuando estamos en una carnicería, vemos un trozo de carne y, en realidad, no visualizamos que se trata de un trozo del cuerpo de un animal. De la misma forma, cuando estás en el campo y ves una vaca o un cordero, o un pato en un estanque, no te pones a salivar pensando «oh, cómo me gustaría comérmelo».
—Lo siento —dijo Scholz con la boca llena—. No acabo de entenderte.
Fabel miró el plato medio vacío de Scholz y se dio cuenta de que debería hablar menos y comer más para alcanzarlo.
—Antes teníamos una relación más inmediata con nuestra comida, pero ahora vivimos en una era en que una especie particular de judía, de baya o de verdura, vuela desde cualquier lugar exótico para poder hacer de guarnición de nuestro plato. Resulta difícil imaginar que, durante la mayor parte de nuestra historia, el simple hecho de tener la comida suficiente para sobrevivir era nuestra preocupación principal, y eso incluye también nuestra historia del canibalismo. Como ya he dicho, todos lo hemos hecho… todas las culturas del mundo han tenido alguna experiencia caníbal. Y, sin embargo, sigue siendo el mayor tabú social y cultural.
Scholz levantó el tenedor y contempló el trozo de carne que tenía empalado en el mismo.
—Me pregunto a qué sabe la carne humana. —Se encogió de hombros y se embutió el trozo en la boca.
—Se parece al sabor de la ternera, me parece. O del cerdo —dijo Fabel—. El caso es que nuestro asesino no tiene esa misma falta de conexión con sus fuentes nutritivas. Los vínculos de su cadena alimentaria son demasiado sólidos: ve a esas mujeres, evalúa su forma y las selecciona. Es capaz de saborearlas con tan sólo mirarlas.
—¿Que estás diciendo? —Scholz habló con la boca llena de cordero—. ¿Qué se las come por el sabor?
—No… o no sólo por eso: creo que se excita sexualmente. Pero hay muchas más cosas que intervienen. En el canibalismo militar, matas a un poderoso enemigo en el campo de batalla y te lo zampas para absorber parte de su fuerza. En el canibalismo ritual, te comes parte de la víctima sacrificada para conectarte con la divinidad o el espíritu de la víctima… y ese simbolismo sigue ahí en la comunión cristiana, un vestigio de las creencias paganas. Y, como he dicho, el canibalismo funerario conlleva comerse parte del ser amado fallecido para que siga viviendo a través de ti.
—O en ti… —dijo Scholz.
—Creo que nuestro asesino abstrae su perversión sexual y cree que disfruta de una relación mucho más íntima con sus víctimas que si se limitara a practicar sexo con ellas.
—¿Comiéndose un trozo del culo de la víctima absorbe su espíritu y se convierte en su compañero del alma? —La expresión de Scholz era seria. Fabel se rió.
—Algo así. Pero tuvo que haber empezado por algún lugar. Es posible que, para empezar, nuestro amigo fuera un simple delincuente sexual, con un historial de violaciones y abusos similares. Con el tiempo habría añadido el componente caníbal. ¿Recuerdas el caso Joachim Kroll? Fue en Duisburg, a finales de los años setenta.
Scholz asintió con la cabeza.
—Kroll era violador y asesino y tenía un historial no descubierto que se remontaba a dos décadas atrás. En algún punto de su camino decidió probar un poco de carne de sus víctimas. Lo que resulta interesante es que sacaba la carne de exactamente el mismo sitio que nuestro asesino: las nalgas y parte superior del muslo.
—¿Crees que estamos ante un emulador?
—No. Kroll no era precisamente una figura inspiradora. Tenía el cociente intelectual que rayaba con la imbecilidad y era el típico perdedor patético; además, murió en 1990 o 1991. Las similitudes son casuales, aunque sí creo que el asesino del carnaval pudo empezar con pequeños crímenes como ataques a mujeres. En especial, agresiones con mordeduras.
—Ya… —Scholz tocó distraídamente el cordero de su plato con el tenedor—. Podrías estar en lo cierto. Una de mis agentes, Tansu Bakrac, tiene una teoría al respecto.
—¿Ah sí?
—Mañana dejaré que te la explique. Básicamente, ha sacado a la luz un par de casos del pasado; uno en particular. Pero yo no estoy tan seguro.
Se hizo un silencio y los dos hombres se concentraron en sus platos.
—Me sorprendió que aparecieras, Jan —dijo Scholz al final—. Me habían dicho que lo dejabas.
—Ésa es la idea —respondió Fabel. De pronto, tuvo ganas de hablar del tema. Había algo en la actitud abierta y honesta de Scholz que propiciaba las confidencias, y eso era algo bueno si eras policía—. Oficialmente he presentado mi renuncia, pero, en realidad, no sé si estoy acertando. Lo tenía todo muy claro, pero ahora ya no estoy tan seguro. Le contó a Scholz lo que le había pasado de camino: la mala sensación de estar comiéndose el bocadillo de salami mientras examinaba las fotos del cuerpo desfigurado de Sabine Jordanski sin que ni por un segundo se le pasara por la cabeza que aquello no era normal.
—A mí me pasa constantemente —se rió Scholz—. Yo lo atribuyo al hecho de estar acostumbrado; digo que me beneficio de un distanciamiento objetivo profesional, pero todos los demás dicen que soy un cerdo.
—Pero eso es precisamente lo que me inquieta —dijo Fabel—. Me he acabado acostumbrando demasiado a todo esto. Mi actitud es demasiado distante.
—Pero es que te dedicas a esto —contestó Scholz—. Piensa en cómo debe de ser si eres médico, o enfermera; se supone que te dedicas a salvar vidas, pero la realidad es que la medicina trata sobre la muerte. Los médicos tratan cada día con personas que se están yendo de este mundo, algunos de ellos con un sufrimiento terrible, pero es su trabajo. Si se implicaran emotivamente con todos sus pacientes, o se pasaran el tiempo libre pensando en la inevitabilidad de que a ellos les ocurra lo mismo, se volverían locos. Pero no lo hacen. Es en lo que trabajan. No puedes flagelarte porque te has acostumbrado a ver asesinatos.
—Ése —dijo Fabel con una sonrisa— sería un buen argumento si no fuera por el hecho de que, como los dos sabemos, la profesión médica figura muy arriba en la lista de las que desempeñan los asesinos en serie. Al menos, estadísticamente. También está el alcoholismo, los suicidas…
—Está bien… —dijo Scholz—. Tal vez no ha sido un buen ejemplo, pero ya me entiendes. Eres policía; eso es lo que eres. Y el motivo por el que estás aquí es que se te considera el profesional mejor capacitado de toda Alemania para resolver este tipo de casos. Tal vez el error sea negar esto.
—Tal vez… —dijo Fabel. Tomó un sorbo de vino y miró a través de la ventana la calle iluminada, ahora cubierta de nieve. Ahí fuera había una ciudad que no conocía, y era en esa ciudad donde Vitrenko dirigía su violento tráfico de carne humana. Maria estaba también ahí, sola—. Quizá tengas razón.