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Maria había planeado dormir hasta media mañana. Puso el cartel de «No molestar» en la puerta, se echó en la cama y se quedó dormida casi de inmediato. Cuando se despertó le dio rabia darse cuenta de que todavía iba totalmente vestida y tenía la boca pastosa por no haberse lavado los dientes. Permaneció tumbada un momento sin saber, sin recordar qué era lo que le provocaba aquel dolor nauseabundo en el pecho. Luego todo volvió: la memoria atronadora de los disparos al coche. Probablemente hubiera matado a alguien. Había cometido el crimen que se suponía que debía impedir, resolver. Podría defender en un tribunal, de manera bastante legítima, que actuó en defensa propia, pero la pistola era ilegal, y también lo era la intención: Maria disparó a la cabina del vehículo con la intención de matar al ucraniano. Ya no tenía derecho a llamarse agente de policía. Era una vigilante, nada más.

Se acercó a la ventana y abrió las cortinas. En el apartamento de enfrente no había luz y las cortinas estaban corridas detrás de las puertas de cristal que daban a la terraza. El cielo bañaba de luz pálida las azoteas de Colonia. Apenas había amanecido, pero Maria sabía que no debía volver a dormirse. Miró inexpresivamente al cielo cada vez más iluminado, y éste la miró inexpresivamente a ella. Hora de ponerse en marcha.

Se desnudó, se duchó y luego hizo las maletas. Bajó a recepción y pagó su factura. El hotel le resultaba cómodo para sus cuitas, pero había usado su nombre y su tarjeta de crédito reales y, además, el personal del hotel se había mostrado algo sorprendido ante su cambio repentino de aspecto. Maria había pensado registrarse en otro hotel de la misma zona. Pagaría en efectivo y se quedaría un par de noches. Y luego ya podría instalarse en el apartamento de su amiga, que trabajaba en Japón.

Salió del hotel con sus maletas bajo un luminoso cielo azul de invierno sin tener la más mínima idea de cómo volver a recuperar el rastro de Vitrenko.