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Buslenko y Belotserkovsky estuvieron tumbados, escrutando los confines del bosque durante quince minutos. El cielo estaba ahora peligrosamente claro.

—Tendremos que ponernos en marcha… —dijo Buslenko.

—No podemos dejar atrás a Stoyan —protestó Belotserkovsky.

—Stoyan está muerto —dijo Olga Sarapenko con una repentina autoridad. Estaba más abajo de ellos, junto al río, vigilando la orilla opuesta—. Y nosotros también lo estaremos si no salimos de aquí. Vitrenko tiene motivos para habernos querido atrapar en este lugar… O bien simplemente hace deporte con nosotros, como si fuéramos una manada de jabalís, o bien ha decidido que si llegamos a Alemania representaremos una amenaza demasiado grande para él.

—No conseguiremos nunca llegar a Alemania —dijo Belotserkovsky, desanimado.

—Pues aquí no nos atrapará —dijo Olga, desafiante—. Pienso mirar cómo muere ese hijo de perra.

Buslenko sonrió. Se volvió hacia Belotserkovsky:

—¿Listo para ponernos en marcha?

Belotserkovsky asintió. De pronto, algo le llamó la atención hacia arriba, hacia el cielo que se iluminaba.

—¡Cubríos! —gritó.