8

Hacía tres horas que habían vuelto al refugio. No se habían permitido encender ninguna luz, ni tomar nada de comer o de beber.

—No lo entiendo —dijo Buslenko—. ¿Por qué no rematan la faena? Aquí dentro sólo somos cuatro, a muchos kilómetros de la civilización. Podrían acabar con nosotros con fuego amortiguado y nadie se enteraría de nada. ¿Dónde están?

Stoyan asintió.

—No tiene ningún sentido. Han tapado su rastro bastante bien. —Miró por la ventana, a la luz de la luna—. Tal vez estén esperando a que salgamos.

Belotserkovsky, de pronto, se mostró agitado.

—Tal vez ahí fuera no haya nadie —dijo, al final—. Tal vez lo que debamos temer es al enemigo entre nosotros.

—¿De qué estás hablando? —dijo Buslenko.

—Que quizá no haya ningún hombre de Vitrenko y nos estemos enfrentando a un infiltrado.

—Tonterías —dijo Stoyan, aunque pareció inquietarse.

—Taras tiene razón cuando dice que sólo su amigo conocía esta localización —dijo Belotserkovsky—. Es decir, aparte de nosotros —miró a Olga Sarapenko—. Ella no es de los nuestros. ¿Cómo sabemos que no está a sueldo de Vitrenko?

—Más tonterías —dijo Buslenko.

—No, no, espera un segundo —dijo Stoyan—. Estaba fuera justo antes de que mataran a Vorobyeva.

A Buslenko se le ensombreció la expresión:

—¡Basta! ¿Tratáis de decirme que ella —hizo un gesto hacia Olga con la cabeza— ha sido capaz de cargarse al mejor especialista en seguridad personal con el que he trabajado en mi vida? Sin ánimo de ofender, capitán Sarapenko.

—No se preocupe —dijo ella—. Hasta yo soy consciente de mis límites. Pero tal vez sea por esto por lo que no han acabado con nosotros. Quizás esperan que nos autodestruyamos.

—Bien visto. —La expresión de Buslenko sugirió que acababa de tomar una decisión. Miró el reloj—. En un par de horas amanecerá. Para entonces, quiero que nos encontremos en el bosque. Equípense: nos vamos de excursión.

—Stoyan, a la cabeza. —Buslenko miró al cielo. La luna estaba baja, acariciando la silueta puntiaguda del bosque. Se encontró bendiciendo las pocas nubes que habían llegado desde el oeste—. Capitán Sarapenko, supongo que sabe cómo utilizar uno de éstos… —le dijo, mientras le ofrecía un rifle de asalto.

—Me las puedo apañar.

Buslenko señaló al río, que quedaba a la izquierda del pabellón de caza.

—Lo mismo que antes, utilizamos la orilla como cubierta. Mantengámonos agachados y juntos. Si hemos de encontrar oposición, vendrá desde el bosque, donde hay más lugares donde escondernos. Tendrán que exponerse al ataque. Lo único que debemos temer son las granadas. O tal vez hayan predicho nuestra ruta de escape y nos hayan tendido trampas. Vigilad con los posibles cables.

Buslenko le indicó a Stoyan la cuenta atrás en gestos. A la una, Stoyan salió del pabellón, cruzó el sendero y bajó hasta la orilla del río. Fue agachado pero con rapidez. Buslenko esperó. No hubo fuego. Stoyan indicó que estaba despejado y Buslenko le dio a Olga Sarapenko la orden de cruzar, y luego a Belotserkovsky. De momento, nada de ataques.

Resultaba absurdo. Ése habría sido el momento de atacarlos. Daba la sensación de que huían de los fantasmas. Tal vez Belotserkovsky hubiera estado en lo cierto: quizás había sido uno de ellos. Pero en el grupo que quedaba no había nadie a quien pudiera imaginarse eliminando a Vorobyeva con tanta facilidad. Desde luego, a la mujer, no.

Buslenko escrutó los confines del bosque con el visor nocturno que había pegado a su Vepr. Finalmente cruzó por el camino cubierto de nieve y bajó hasta la orilla del río.