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En el Speisekammer no había nada parecido a un día tranquilo y Ansgar Hoeffer siempre llegaba al restaurante un poco antes de empezar su turno. Era el jefe de cocina y se tomaba su deber más allá del inicio y el final de su jornada. Al fin y al cabo, su reputación era lo que explicaba el éxito creciente del Speisekammer. El restaurante estaba viviendo su mejor temporada en los diez años que llevaba abierto. Cuando Ansgar se puso al frente de su cocina cerraba los miércoles; ahora, a media semana el negocio funcionaba a todo trapo tanto al mediodía como a la hora de cenar. La gente venía de todas partes de la ciudad y más allá para saborear la cocina fusión de Ansgar, que combinaba lo mejor de la cocina alemana con influencias tan variadas como la cocina tailandesa, la francesa y la japonesa. Y eso era todo un logro en Colonia: la ciudad tenía treinta o más restaurantes de primera. Hasta la charcutería anexa al Speisekammer gozaba de lo que Ansgar había hecho para elevar la fama del restaurante entre los gourmets más exigentes de Colonia. Y no era que no se lo hubieran reconocido: Ansgar figuraba entre los chefs mejor pagados de Colonia y los propietarios del restaurante, Herr y Frau Gallwitz, incluso habían hablado de hacerle socio. Ansgar reaccionó positiva pero cautelosamente a su propuesta: tenía el suficiente sentido común para darse cuenta de que la oferta de los Gallwitz estaba tan motivada por el afán de publicidad como por cualquier afecto hacia Ansgar, quien, como hasta él mismo admitía, era un hombre más bien frío y distante cuya entera pasión parecía entregada totalmente a la gastronomía. Todo el mundo sabía que, si Ansgar cambiaba de restaurante, la mayor parte de la clientela cambiaría con él.

Cuando Ansgar llegó, Ekatherina, la subchef ucraniana, lo esperaba con jadeante impaciencia. Todavía no se había puesto el delantal y llevaba una camiseta cortita que le destacaba el volumen de los pechos y le dejaba la barriga al aire: Ansgar trató de no mirar el aro que le atravesaba la carne del ombligo. Ella lo miró con sus ojos ucranianos azul claro que todavía brillaban más con su excitación morbosa.

—¿Has oído lo del Biarritz? —preguntó en su alemán con fuerte acento que lo hacía muy sexy. Ansgar negó con la cabeza. Conocía el Biarritz, pero ese restaurante pertenecía a la llamada liga del Gulaschsuppe: turistas y menús de mediodía para oficinistas.

—¿Qué ha pasado en el Biarritz? —preguntó, y echó un fugaz vistazo a los pechos de Ekatherina.

—Asesinaron a un empleado de la cocina antes de ayer. —Asintió con gravedad, como si eso añadiera credibilidad a su afirmación.

—¿Cómo?

—Triturado —dijo Ekatherina deliciosamente.

—¿Qué quieres decir? —Ansgar sintió que el corazón se le empezaba a acelerar. Miró a los ojos azul eléctrico de Ekatherina. ¿Por qué tenían los ucranianos unos ojos tan brillantes?

—Alguien lo cortó de arriba abajo con un cuchillo de carnicero. —La joven estaba claramente alterada.

«No —pensó Ansgar—. No, no me hagas esto. Cualquier cosa menos eso. No me hables de eso».

—Fue horrible —dijo Ekatherina—. Y ocurrió en la cocina. Había trozos de él por todas partes, como si fuera carne.

Ansgar se había quitado el abrigo y lo había echado por encima del brazo delante de él, ocultando su erección.

—¿Saben quién ha sido?

—No. La víctima era ucraniana, ilegal. —Ekatherina dijo esto último con otro gesto de solemnidad. Ella estaba orgullosa de su estatus legal. Llevaba cinco años en Alemania y miraba a los recién llegados del Este con cierto desdén—. Pero es horrible, ¿no cree, Herr Hoeffer? Quiero decir, con un cuchillo de carnicero…

Ansgar asintió con un gesto cortante y se dirigió a la cocina, con el abrigo todavía sujeto delante de él.