Oliver se tomó el café y miró la pared de baldosas blancas que tenía enfrente, pero no vio nada. En vez de eso, su mente siguió fija en lo que había ocurrido en la habitación de hotel. Hacía ya cinco días y no había oído nada, y sabía que la policía tardaría un tiempo en seguirle la pista, si es que llegaba a hacerlo algún día. Su planificación había sido extremadamente cuidadosa, y se aseguró de que borraba sus huellas. Ella hizo muchos aspavientos, mucho ruido. Sabía lo que él quería, que tenía necesidades «especiales», de modo que, ¿por qué empezó a gritar? ¿Por qué las estúpidas zorras gritan siempre, cuando saben de antemano lo que tiene que hacerles? A Oliver no le quedó otra alternativa que hacerla callar antes de que alguien del hotel la oyera.
Tomó otro sorbo de café. No, no tenía nada de qué preocuparse. No volvería a utilizar aquella agencia de escorts nunca más y actuaría con discreción durante un tiempo. Y si necesitaba ejercer aquel lado deliciosamente oscuro de su naturaleza, viajaría a otra ciudad.
Oliver se acabó el café. Se puso unos guantes de cirujano de un látex especialmente duro y se abrochó las mangas de su bata protectora. Cruzó la puerta y entró en una sala iluminada con luz triste y dura procedente de unos fluorescentes alargados. La bandeja metálica ya estaba dispuesta con todas las cuchillas e instrumentos que necesitaría.
En el aire había cierto olor a putrefacción, todavía leve pero creciente. Oliver sabía su causa, comprendía la ciencia que había detrás: el olor de la degradación celular que emanaba de las grandes heridas abiertas, de los charcos de sangre enquistados en manchas lívidas en los puntos inferiores, el olor que desprendía la piel. Pero, por muy científica que fuera la explicación o profesional la comprensión, seguía siendo, sencillamente, hedor a muerte. Respiró profundamente, cogió un bisturí de hoja grande y lo mantuvo un momento en posición mientras contemplaba el cadáver, ya abierto con grandes cortes, que yacía ante él.