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Se despertó a las seis de la mañana y escuchó los sonidos de la ciudad, que aquella mañana oscura de martes invernal se desperezaba lentamente. No había comido desde su atracón del domingo por la noche y le dolía el estómago de haberse cebado y luego haberlo vaciado a la fuerza. Pero algo había cambiado.

Se ubicó en otro lugar y en otro momento. Maria nunca comprendió del todo por qué lo hacía. Había dedicado mucho tiempo de su pasado reciente a tratar de superar lo que le había ocurrido, pero esto lo hacía con regularidad: permanecer tumbada a oscuras e imaginarse de nuevo en el prado, aquella noche, cerca de Cuxhaven.

Hasta aquella noche se habían sentido como si persiguieran a un fantasma. El equipo había conseguido arrinconar a Vitrenko y a un par de sus principales sicarios. Vitrenko había logrado huir lanzándose por una ventana en medio de la noche. Maria permanecía en el prado con un par de agentes locales de Cuxhaven desplegados. Probablemente Vitrenko ni siquiera alteró su huida cuando le cortó el cuello al primero de los agentes. Maria recordaba a Fabel avisándola a gritos desde su radio. No vio nada. No oyó nada. Vasyl Vitrenko había sido entrenado desde niño para ser un soldado del sigilo. Maria oyó un sonido detrás de ella y se volvió rápidamente, pero siguió sin ver nada. Y entonces Vitrenko apareció de pronto de entre los matojos, a menos de un metro de ella. Ella sacó su pistola pero él le cogió la mano con una facilidad insolente y le apretó la muñeca con una fuerza devastadora. Fue entonces cuando sintió cómo la golpeaba en el plexo solar, pero, cuando bajó la vista, se dio cuenta de que no la había golpeado. El asa de un cuchillo ritual de hoja ancha sobresalía de su cuerpo, justo debajo de las costillas. Miró a la cara a Vitrenko, a sus ojos verdes, fríos, deslumbrantes y demasiado brillantes. Él le sonrió. Luego desapareció.

El cielo nocturno estaba raso y ella yació mirando a las estrellas. El dolor se fue desvaneciendo, aunque ella era consciente del cuchillo como objeto ajeno clavado en su cuerpo. Descubrió que tan sólo era capaz de respirar de manera rápida y poco profunda, y sintió el terrible frío gradual que inundaba su ser. El tiempo que pasó hasta que oyó a Fabel llamarla por su nombre le pareció una eternidad. No podían haber sido más que un par de minutos, pero a Maria se le hizo tan largo que empezó a preguntarse realmente si estaba muerta: si la muerte era eso, tu último momento alargado infinitamente. Entonces apareció Fabel y se arrodilló sobre ella, la tocó, le habló. Fue su vínculo con el mundo de los vivos. Su jefe Fabel. Fabel, el padre de su equipo.

Pero ahora el Chef no estaba ahí, en Colonia, y, de todos modos, estaba a punto de dejar su carrera de policía. Maria sabía que ella tampoco volvería nunca a ejercer; ella también lo dejaría, o se moriría allí. No era una idea que la alterara demasiado. Maria sabía que Vitrenko, en realidad, ya la había matado tres años atrás, en aquel prado. Lo único que haría ahora sería exorcizar de este mundo al fantasma torturado de Maria. Tal vez hubiera sido mejor si Fabel no la hubiera encontrado. La muerte habría sido mejor que el infierno por el que había pasado.

Y luego llegó Frank. Maria sabía que era lo más parecido al amor que había encontrado. La ayudó en sus peores momentos; se mostró delicado, cariñoso, amable. Pero era un asesino.

Un coche que pasaba por la calle frente al hotel tocó el claxon y la devolvió temporalmente al presente y a Colonia. Maria pensó en Frank y sollozó, no sólo por él, sino por ella misma. Él había sido su última oportunidad de salvarse.

Se sintió vacía, dolorida y vieja. Pero había algo más. La idea. La idea estaba allí, totalmente formada en su mente tan pronto como se despertó. Y con ella recuperó la fuerza y el sentido del deber que pensaba que había perdido para siempre.

Se duchó, se cambió y arrancó la página que necesitaba del listín de teléfonos. Estaba a punto de salir saltándose otra vez el desayuno, pero se detuvo. Bajó al comedor y se obligó a tomar un poco de muesli y fruta. El desayuno y el café que se tomó parecieron inyectarle una energía instantánea. Esta vez no pasaría por el baño a vaciarse el estómago. Salió decidida del hotel. Aquella noche hubo una suave nevada que, una vez en el suelo, se convirtió en una capa de nieve fangosa. Dejó el coche y se encaminó hacia el centro urbano. Primero encontró la dirección del peluquero. Maria nunca había llevado el pelo muy largo y solía gastarse una pequeña fortuna en carísimos estilistas de Hamburgo. Este salón era una peluquería sin pretensiones, con un abanico limitado de estilos y uno todavía más limitado de habilidades. Una chica con aspecto de ir todavía al colegio le lavó la cabeza y le preguntó qué deseaba hacerse. Maria sacó una foto de su bolso.

—Esto —dijo—. Quiero tener este aspecto.

—¿Está segura? —le preguntó la peluquera—. Su pelo tiene un color natural muy bonito. La mayoría de mis clientas matarían por tener su tono de rubio. Me lo piden a menudo, pero no logro igualarlo nunca, claro.

—¿Podría lograr igualar éste? —preguntó Maria.

La peluquera se encogió de hombros y le devolvió la foto de ella con su amiga y colega Anna Wolff.

—Éste es fácil, si está segura de que es lo que quiere…

Una hora y media más tarde Maria volvía a estar en la calle. A pesar del frío no se había vuelto a poner el gorro. El aire glacial le helaba las orejas, ahora descubiertas, y de vez en cuando se detenía a mirar su reflejo en los cristales de los escaparates. Ahora tenía el pelo de un castaño muy oscuro, no tan oscuro como el de Anna ni tampoco tan corto, pero lo suficiente como para hacerle cambiar de aspecto considerablemente.

La dependienta de cosmética de los grandes almacenes de Hohe Strasse estaba un poco sorprendida de que su clienta se mostrara tan insegura sobre qué combinaba con su color de pelo pero, al cabo de unos minutos, Maria, que siempre había sido conservadora con su maquillaje, salió con una bolsa llena de colores fuertes en forma de sombras de ojos, colorete y lápiz de labios. En la siguiente tienda en la que entró describió exactamente el maquillaje que acababa de comprar y explicó que hacía años que llevaba los mismos colores y que ahora quería algo totalmente distinto.

Antes de proseguir hacia otra tienda tuvo que detenerse un par de veces para sacarse del bolsillo la página que había arrancado del listín de teléfonos y comprobar la dirección con su plano de Colonia. Era ya la hora de comer y, aunque sentía el estómago hinchado por su falta de costumbre de desayunar, tomó un almuerzo ligero de sopa acompañada de pan en el restaurante del otro lado de la calle. Ahora Maria se sentía totalmente hinchada y se imaginaba el estómago distendido, pero combatió las ganas de provocarse el vómito. Todo formaba parte de su plan.

El empleado que la orientó a través de una selección de pelucas era de mediana edad y claramente gay. Maria le dijo que era actriz y que andaba siempre buscando formas de cambiar de imagen. Era obvio que el vendedor no acabó de creérselo, pero ella le explicó que a menudo tenía que llevar sus propias pelucas y disfraces. Le explicó que llevaba a cabo una forma muy concreta de interpretación principalmente orientada al mercado de DVD. El vendedor sonrió como fingiendo que sabía de lo que le hablaba y la guió por una selección de estilos distintos de pelo corto y largo, moreno, rubio y pelirrojo. Maria compró cinco pelucas, con lo que el tipo se quedó encantado pero ella se horrorizó al ver el precio.

—Siempre podemos dejar una… —le propuso el vendedor, tanteándola.

—No, está bien. Me las llevo todas.

Maria visitó otro par de tiendas de ropa de regreso a su hotel y llegó a su habitación cargada de bolsas. Cerró las cortinas y se desnudó, y se quedó de pie frente al espejo con todas las luces encendidas. Había temido este momento, consciente de que, después de haber comido dos veces en un día por primera vez desde hacía meses, se vería horriblemente hinchada y gorda. Pero no fue así. Maria estaba acostumbrada desde hacía tiempo a mirar su cuerpo desnudo con aversión, sintiendo la carne hinchada y gorda. Pero esa vez no. Era como si su decisión de convertirse en otra persona hubiera cambiado su punto de vista y estuviera mirando al cuerpo de otro. Demasiados estragos. Maria siempre había estado en forma, aunque delgada. Ahora, después de meses de glotonería, purgas y semanas de casi ayuno, el cuerpo de Maria tenía un aspecto consumido. Se le notaban las costillas a través de la piel y los muslos parecían más delgados que las rodillas. Los antebrazos eran flacos como palos, y la cicatriz del cuchillazo entre sus pechos escuálidos contrastaba, rosada, con la piel blanca y mortecina. La cara, bajo su nueva corona de pelo casi negro, muy corto, tenía un aspecto demacrado. ¿Qué se había hecho?

Alejó aquel pensamiento: se distanciaría de la carne de la que estaba hecha. Su cuerpo sería ahora una simple tela que podría usar para crear una docena de Marias distintas. La idea estaba presente cuando se despertó aquella mañana: deseó poder llevar a Anna para que la ayudara con su vigilancia, y lo haría convirtiéndose en Anna y en cualquier otra persona que eligiera ser. A medida que la idea iba avanzando de idea a estrategia, y de ahí a un plan, Maria fue redescubriendo un sentido de la determinación y del camino a seguir. En vez de intentar disolverse en el paisaje con sus ropas harapientas, se convertiría en personas distintas.