Cuando entró en la cocina, Benni Scholz se detuvo para meter una cuchara en una de las grandes cacerolas de la enorme instalación de fogones de aluminio. Era una sopa de guisantes que se conservaba caliente a pesar de que ya habían apagado los hornillos. Unas cuantas de las otras ollas habían sido derribadas, y sus contenidos derramados contra la pared y por el suelo, donde se mezclaban con las otras salpicaduras, las de sangre. Scholz sorbió la cucharada de sopa.
—¿Está usted tratando de contaminar deliberadamente el escenario del crimen, Oberkommissar? —lo regañó una atractiva joven con traje de forense desde el centro de la cocina, donde se encontraba arrodillada.
—Ya se lo he dicho muchas veces, Frau Schilling —los ojos oscuros de Scholz le hicieron una mueca maliciosa—, si le apetece recoger una muestra de mi ADN para su eliminación, estaré más que encantado de dársela. Pero creo que antes, usted y yo deberíamos cenar juntos. ¿Qué le parece este restaurante?
—Me da la sensación de que hoy no lo abrirán —respondió la jefe forense, cansinamente y sin sonreír, para luego centrar su atención en la masa de carne desparramada por el suelo que tenía delante—. Mientras tanto, le ruego que no toque nada más.
Había otros tres técnicos forenses trabajando en la cocina, cada uno en una zona distinta. Y también había dos detectives de la policía criminal del departamento de Scholz: Kris Feilke, el joven Kommissar de la policía criminal que había acompañado a Scholz a la escena, y Tansu, una joven agente alemana de origen turco. Estos últimos permanecían molestos junto a la puerta que conectaba el comedor principal del restaurante con la cocina; ambos parecían decididamente incómodos, en especial Kris. Scholz observó la cocina. Había signos de violencia por todas partes: ollas derramadas, el marco de la puerta manchado de sangre, un taburete roto, charcos de sangre por el suelo. El epicentro de la violencia era el trozo de carne que Simone Schilling estaba examinando, y que era lo que provocaba la expresión nauseabunda en la cara de Feilke.
—¿Qué tenemos? —preguntó Scholz.
—Ucraniano —dijo finalmente Kris—. Empleado de la cocina. Es más que probable que fuera ilegal. Había tres empleados más de la cocina en el momento del crimen: dos ucranianos y un somalí. Los ucranianos no han abierto la boca, están cagados de miedo, pero el somalí ha dicho que han entrado tres hombres enmascarados y han empezado a pegarle gritos a la víctima. No hablaban en alemán, así que supongo que también eran ucranianos, en especial porque los otros dos empleados ucranianos de la cocina se han quedado mudos. Uno de los enmascarados ha cogido un cuchillo de cortar carne… —La expresión pálida del joven detective empalideció hasta lo imposible—. En fin, esto es lo que le ha hecho.
Scholz se acercó al cuerpo. Simone Schilling lo detuvo con otro de sus agradables improperios.
—¿Es demasiado pronto para determinar la causa de la muerte? —preguntó Scholz, sonriendo. Resultaba difícil distinguir las facciones de la figura que yacía en el suelo. Un lado de la cara estaba abierto por donde el cuchillo había cortado limpiamente la carne, el músculo, el tendón y el hueso. Asimismo, un corte poco natural en ángulo recto separaba la carne del antebrazo, justo debajo de la manga corta de la camiseta. La punta afilada del cuchillo había hecho los cortes extrañamente rectilíneos. Scholz calculó que al menos había doce heridas en el cuerpo—. Supongo que no ha sido por arma de fuego.
Scholz se rió de su ocurrencia. Simone Schilling, no. Ella se levantó.
—Le entregaremos un informe completo del patólogo. Herr doktor Lüdeke se encargará de la autopsia.
—El trabajo inicial de incisión ya lo tiene hecho… —dijo Scholz y se rió, él solo, de su broma.
Simone Schilling bajó la mirada al suelo, donde su equipo había aislado varias manchas de sangre.
—Desde luego sus atacantes no se preocuparon mucho de no dejar huellas. Tenemos media docena de marcas de botas bien definidas entre los charcos de sangre. —Miró a Scholz con desdén—. Pero claro, ahora probablemente la mitad de ellas serán de usted.
Scholz volvió a mirar el cadáver. Cuatro o cinco cuchilladas en los antebrazos. La palma abierta con el hueso descarnado. Heridas de defensa.
—¿Sabemos el nombre? —preguntó a los detectives de la puerta.
—Slavko Dmytruk —contestó Kris—. O, al menos, éste es el nombre que constaba en el restaurante. Los propietarios calculan que tenía unos veintitrés o veinticuatro años.
—¿Estás bien? —preguntó Scholz.
—Nunca he llevado bien esta parte del trabajo…
—¿Qué problema hay? —Scholz hizo un gesto con la cabeza hacia el cadáver—. Eso ya no es una persona. No es más que carne. Fuera quien fuese Slavko Dmytruk, fuera lo que fuese lo que lo convertía en quien era, ahora ya no tiene nada que ver con lo que queda aquí. Tienes que ver más allá. Si no lo haces, un día te enfrentarás al escenario de un crimen, te encontrarás a una criatura muerta y te quedarás hecho polvo. Y ése será tu último día de trabajo.
Kris miraba el cuerpo parcialmente desmembrado y no parecía del todo convencido.
—¿Has comido algo? —le preguntó Scholz—. Siempre es peor si tienes el estómago vacío. —Se volvió y hundió un cucharón en la sopa todavía caliente. Se lo ofreció al joven detective—. Prueba un poco de esto… está buenísima. Es de guisantes.
Kris se volvió bruscamente y salió disparado hacia el comedor del restaurante, en dirección al baño. Tansu Bakrac miró indignada a su jefe. Cuando Scholz se volvió hacia Simone Schilling, ella lo estaba mirando con incredulidad.
—¿Qué pasa? —dijo, a la defensiva, con el cucharón todavía en la mano—. Sólo intentaba ayudarlo a sentirse mejor…
—No todo el mundo es tan insensible ante el sufrimiento humano como usted, Herr Scholz.
—Llámame Benni.
—Bien. Pero usted puede llamarme Frau Doctor Schilling. —Hizo un gesto en dirección al detective que había salido—. ¿No debería ir a ver si se encuentra bien?
—Ya se le pasará. Y si no, es que se ha equivocado de profesión. Yo no soy insensible al sufrimiento humano. Me da pena la víctima, la muerte es horrible. Pero no echo la papa cada vez que veo un fiambre. Como he dicho antes, ya no son personas; sólo carne. Nadie lo sabe mejor que usted.
—Tiene razón —dijo Simone Schilling—. Para mí un cadáver ya no es una persona; es un almacén de pruebas. Pero me llevó años acostumbrarme a eso. Ahora los examino desde un punto de vista profesional, no emotivo. Pero usted… usted no es más que un cerdo insensible.
Scholz sonrió. Le gustaba cuando lo insultaba.
—No soy insensible, soy práctico.
El joven detective volvió a aparecer.
—¿Estás bien, Kris? —preguntó Scholz. Luego se volvió hacia Simone Schilling—. ¿Lo ve? Soy sensible.
—Sí —respondió Kris, aunque seguía muy pálido.
—Bien; pues entonces, contadme lo que ha pasado aquí. ¿Habéis podido sacarles algo más al somalí o a los propietarios del restaurante?
—No mucho —dijo Tansu—. El somalí estaba colaborando mucho pero, de pronto, se ha cortado. Supongo que los dos ucranianos le habrán dicho quiénes creían que eran los verdugos. Probablemente se trata de mafia ucraniana. El caso es que Inmigración se los ha llevado a los tres bajo custodia. Los propietarios del restaurante tampoco se muestran muy habladores. Inmigración también los está investigando, claro.
—¿Así que la respuesta es nada? —preguntó Scholz con impaciencia.
—No del todo —dijo Kris—. Antes de que el somalí se quedara mudo, dijo que había venido una mujer por aquí a hablar con Dmytruk. Alta, delgada, vestida con ropa cara. Le dio la impresión de que era de inmigración. O de la policía.