El Kriminaloberkommissar Benni Scholz no fruncía el ceño a menudo, pero su ancha frente se llenó de arrugas debajo de su mata de pelo oscuro mientras miraba la pantalla de televisión. Era probablemente el caso más importante, la misión más visible públicamente a la que se enfrentaba desde el inicio de su carrera como agente de policía, quince años atrás. Todos y cada uno de los agentes del departamento de Policía de Colonia lo juzgarían por cómo lo resolviera. No era una tensión a la que estuviera en absoluto acostumbrado. Demasiada presión.
El despacho de Scholz estaba a oscuras, a excepción de una sola lámpara de sobremesa y de la luz titilante del televisor. Un comisario alto y uniformado se sentaba a su lado, con la atención también fijada con preocupación en las imágenes de la pantalla.
—¿Quién estaba detrás de esto, Rudi? —preguntó Scholz al agente uniformado sin apartar la mirada del televisor.
—Hasek.
—¡Hasek! —Scholz se volvió a mirar a Rudi Schaeffer con cara de no poder creerlo—. ¿Hasek ha organizado esto? ¿Ese gilipollas de la sala de operaciones?
Scholz se volvió de nuevo hacia la pantalla. Una carroza de carnaval decorada con mucho detalle, coronada con un Ford-T negro con la palabra POLIZEI escrita con torpeza con pintura blanca a un lado y flanqueado por veinte o treinta hombres y mujeres vestidos de agentes de los Keystone Cops, avanzaba lentamente por una calle abarrotada de gente. Los Keystone Cops chocaban continuamente entre ellos, tropezaban, derramaban cubos de espumillón sobre la gente y se atizaban los unos a los otros con grandes porras de goma, mientras otros echaban puñados de caramelos a la muchedumbre, todo ello en medio de un caos cuidadosamente coreografiado.
—Eso fue hace tres años. Ganó premios con esta carroza —dijo Rudi, poco dispuesto a ayudar.
—Ya sé que ganó un premio —dijo Scholz—. Pero no tenía idea de que fue el burro de Hasek el que lo organizó ese año. —Su humor se ensombreció todavía más. Todos tenían muy claro que Benni Scholz era el hombre adecuado para esta misión; todos le conocían por su sentido del humor descabellado. Era el hombre ideal para organizar la carroza de la Policía de Colonia para el Karneval. Hubiera preferido encargarse de otra docena de casos de asesinato.
—¿Has seleccionado ya las maquetas para las cabezas? —le preguntó a Rudi. El Kommissar Rudi Schaeffer, de la división municipal de tráfico y viejo amigo de Scholz, se había ofrecido voluntario como ayudante de organización. De hecho, fue Scholz quien lo reclutó como voluntario. No tenía sentido sufrir a solas, pensó.
—Desde luego —Rudi esbozó una sonrisa bonachona—. Tengo el prototipo ahí fuera…
Scholz contemplaba, desanimado, cómo la carroza perfecta y galardonada proseguía su avance inmaculado. Rudi volvió a aparecer con la cabeza embutida dentro de una masa de papel maché.
—¿Qué cojones…? —exclamó Scholz volviéndose en su silla—. Permíteme que lo repita, para que quede más claro: ¿qué cojones se supone que es esto?
—Un toro… —dijo Rudi, con tono lastimoso y la voz amortiguada por la cabeza de la maqueta—. Exactamente lo que tú has pedido. Ya sabes, es la broma: nos vestimos todos de bullen.
Rudi hacía referencia al nombre peyorativo en alemán que reciben los agentes de policía. Los norteamericanos y los británicos los llamaban pigs; los franceses les flics; los alemanes, bullen.
Benni Scholz era considerablemente más bajo que Rudi Schäffer y tuvo que estirarse para rodear con el brazo los hombros de su colega. Rudi volvió su enorme cabeza de papel maché hacia él.
—Rudiger, querido amigo —dijo Scholz—, tengo muy presente que eres de Bergisch-Gladbach, y por ello soy más indulgente contigo, de veras. Pero estoy convencido de que, ni siquiera en tus años de formación pudiste ver un toro, una vaca o alguna otra forma de ganado que se pareciera ni remotamente a esa cosa que llevas en la cabeza y que no sé qué se supone que es. Bueno, a menos que Bergisch-Gladbach sea una ciudad hermana de Chernobyl.
—Sólo es una maqueta… —contestó Rudi a la defensiva desde el agujero de la cabeza.
En aquel momento, un joven detective irrumpió en el despacho de Scholz. Hizo una breve pausa, mirando la escena de Scholz abrazado a un oficial de uniforme con una cabeza de juguete. Scholz retiró el brazo.
—¿Podrías decirme qué se supone que es esta cabeza? —le preguntó Scholz al joven agente.
—Yo qué sé, Benni… ¿el Hombre Elefante?
Rudi se marchó sigilosamente con su enorme maqueta de cabeza agachada.
—¿Qué ocurre, Kris? —preguntó Scholz al joven detective.
—El restaurante Biarritz de la Wolfsstrasse. Alguien ha reducido a picadillo a un miembro del personal de la cocina con un cuchillo de carnicero.