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Maria siguió a Viktor durante dos recogidas más, apuntando cada vez las direcciones con la máxima precisión que pudo. Hacía un par de horas que había oscurecido y eso le proporcionaba cierta protección, pero seguía corriendo un riesgo: era posible que Viktor ya la hubiera sorprendido vigilándolo, en cuyo caso pronto se enteraría.

El Chrysler retrocedió hasta lo que Maria sabía ahora que era la zona urbana de Nippes. Atracó aquel trasatlántico americano que conducía y lo cerró. Maria aparcó un poco más abajo y salió del coche. Viktor anduvo unos cincuenta metros antes de meterse en un bloque de apartamentos. Maria le había visto hacerlo muchas veces durante la tarde y el anochecer, pero Viktor había acabado su trabajo y ahí era claramente donde vivía. Después de media hora soportando el frío, Maria estaba aliviada de que el gigante ucraniano no volviera a salir y miró los nombres en el portero automático. Había un nombre turco, dos alemanes, ningún ucraniano, y uno de los botones estaba en blanco. Era ése. Tercera planta. La calle en la que vivía Viktor estaba moderadamente animada. Había un bar enfrente, un pequeño supermercado con los rótulos y los precios indicados en cirílico y una tienda de accesorios eléctricos. Las opciones de vigilancia de las que disponía Maria parecían limitadas; probablemente debería recurrir de nuevo al coche. Primero acamparía un rato en el bar, que tenía una ventana desde la cual podía vigilar el edificio.

Supo que era un error tan pronto como entró en el local. Los clientes del bar eran casi todos hombres, aparte de un ramillete de chicas de aspecto chabacano, algunas de las cuales iban vestidas como si tuvieran diez años menos de lo que delataban sus figuras demasiado rechonchas. Maria, con el cuerpo cubierto por el jersey holgado y los tejanos, sintió repulsión hacia aquella exhibición de carne deteriorada por la edad. Se sentó junto a la ventana que había visto al entrar. Había un par de hombres en la barra que observaron sus evoluciones, intercambiaron unos comentarios susurrados y se echaron a reír. Se le acercó el camarero y ella pidió una cerveza.

—¿Alguna cosa para picar?

—Nada, gracias.

Maria pagó la cerveza cuando se la sirvió. Era consciente de las miradas que le dedicaban los tipos de la barra, y también de las ojeadas hostiles, de rubia teñida, de algunas de las mujeres. Decidió que vigilaría el apartamento desde allí tan sólo unos minutos más y que luego lo haría desde el coche. A través de la ventana vio pasar a una pareja de policías de patrulla. A diferencia de la Policía de Hamburgo, que había adoptado unos nuevos uniformes azules, la Policía del Rin Norte-Westphalia seguía llevando los trajes verde y mostaza de los años setenta. A Maria le resultaba extraño verlos pasar; le parecían criaturas ajenas. Sabía que algo se había fracturado dentro de ella y que ya nunca más se podría arreglar. Hamburgo y su trabajo de detective le parecían ahora muy lejos…

—¿Todo bien, guapa?

Maria supo sin volverse que era uno de los borrachos de la barra. No le respondió.

—Te pregunto si todo va bien, guapa —repitió el hombre, para luego añadir algo en un dialecto denso que ella pensó que era Kölsch.

Maria dejó la cerveza intacta y se levantó para marcharse. El hombre que le cerraba el paso no era especialmente alto, pero era fuerte, con una gran barriga que le tensaba la camisa de cuadros. Se le acercó más. Ella sintió que el pánico la empezaba a inundar.

—Disculpe —dijo, evitando mirar al borracho.

—¿Qué problema tienes? —dijo él, en tono ofendido—. Sólo te he preguntado si estás bien. Mi amigo y yo queremos invitarte a una copa.

—Ya tengo una copa. Y, de todos modos, ya me iba. Déjeme pasar, por favor.

El tipo gordo se apartó a un lado mientras se encogía de hombros, pero sin dejarle demasiado espacio para pasar. Maria se coló por su lado, reprimiendo la repulsión que sentía ante la idea del mínimo contacto físico. Sólo quería salir del bar: la escena empezaba a atraer la atención y el barman estaba claramente sopesando la posibilidad de acercarse a defenderla. Todo era inconveniente: la vigilancia suponía mantener visible el objetivo y mantenerse uno mismo invisible. Al pasar junto al borracho sintió el olor denso de cerveza seca en su aliento. El hombre le hizo una mueca a su compañero de la barra y fue entonces cuando ella sintió su mano en el trasero.

—No hay mucha chicha… —dijo con voz gritona, y se rió—. ¡Pero ya me conformo!

El ataque de repulsión, odio y pánico estalló de inmediato en Maria.

—¡No me toque! —le gritó en toda la cara, tan fuerte y con tanta rabia que su sonrisa se convirtió en asombro. Las carcajadas de la barra se apagaron—. ¡Hijo de puta! —volvió a gritar Maria. Y su brazo tomó impulso tan rápido que nadie lo vio venir. Se produjo un estallido de cristales, cerveza y sangre en la cara del gordo. Se tambaleó de lado y Maria, ya lejos de la mesa, le propinó una patada en la entrepierna con su dura bota. Lo miró y se rió al verlo doblarse de dolor. Fue una risotada aguda, no del todo cuerda. Luego miró al resto de la gente del bar. Nadie se atrevía a mirarla. Probablemente era la primera vez en años que las rubias chabacanas de la barra trataban de pasar desapercibidas. Maria vio que el barman iba a descolgar el teléfono. Llamaría a la policía y ella había visto a una pareja patrullando a pie hacía un par de minutos. La había cagado bien. Tuvo otro ataque de rabia y le propinó otra patada en la cara al gordo, que seguía tendido en el suelo. Cogió el abrigo y se dirigió a la puerta.

—Tranquilo, no pienso volver —le dijo al barman al salir. Se levantó un poco el jersey de la cintura de los pantalones, lo justo para que el barman pudiera ver la pistola que llevaba—. Pero si llama a la policía, lo haré.

El tipo colgó el teléfono.

Se volvió hacia la puerta y vio a una pareja en medio de su camino. La chica era una versión juvenil de las mujeres de la barra, vestida de manera chillona y con un aro dorado en la nariz. Él era alto y macizo, y llevaba el mismo abrigo de piel negra que había llevado todo el día mientras ella le seguía. Viktor miró al gordo que refunfuñaba en el suelo, en medio de un charco de sangre y cerveza, luego al barman con la mano todavía en el teléfono, y luego a Maria. Esbozó una sonrisa divertida y se apartó educadamente a un lado.

Maria salió del bar hecha una furia. Tan pronto como el aire frío nocturno la golpeó, rompió a llorar en sollozos silenciosos y bajó la calle en dirección contraria a donde había estacionado. Tendría que ir a buscar el coche más tarde, para evitar que Viktor o el barman anotaran su matrícula.

Anduvo unas cuantas manzanas antes de tomar un taxi. Una vez en el hotel, se puso rápidamente un atuendo totalmente distinto y luego tomó otro taxi para ir a recoger el coche. Maria no miró hacia el bar ni hacia el apartamento de Viktor hasta que estuvo sentada en la oscuridad del Saxo.

«Maldita sea —pensó—. La he cagado del todo». Poco más habría podido hacer para conseguir llamar la atención de Viktor. Lo había hecho muy bien hasta localizar su apartamento y tenía direcciones, o parte de las direcciones en las que hizo las recogidas, pero había sido incapaz de ver el importantísimo paso siguiente del proceso: cuando Viktor entregaba el dinero. No guardaría mucho tiempo aquella cantidad de pasta; alguien iría a recogerla o él mismo iría a entregarla, con regularidad. Pero ahora ya había visto la cara de Maria. En Hamburgo, en una vigilancia oficial, eso no habría sido un problema: habría una circulación constante de coches y de caras. La vigilancia de un equipo de cinco personas es cinco veces más difícil de detectar. Deseó haber podido llamar a Anna Wolff, que trabajaba con ella en la Mordkommission en Hamburgo. Pero implicar a Anna, a Fabel o a cualquier otro agente no era una posibilidad. Ésta era la cruzada solitaria de Maria y ahora lo había arruinado todo. Ella sola debería encontrar la manera de arreglarlo.

Tal vez Viktor y su fulana siguieran en el bar; podría colarse en su edificio, entrar en el apartamento y tratar de encontrar algo, alguna conexión entre Viktor y el nivel siguiente en la organización de Vitrenko. Se mordió el labio y se aferró fuerte al volante. Estaba pensando como una aficionada. No valía para nada, era una patética inútil que había fracasado como policía y que ahora no conseguiría hacer nada más en la vida.

Arrancó el motor y condujo sin ningún destino. Cruzó el puente del Zoo al otro lado del Rin. Al cabo de una media hora encontró una gasolinera con una hamburguesería americana abierta toda la noche al lado. Pidió una ración enorme de hamburguesa con patatas fritas y se cebó de comida, metiéndose grandes bocados en la boca, casi sin masticar, y tragándolos con coca-cola. Cuando terminó, se levantó y volvió a pedir lo mismo, mientras miraba a la camarera con expresión de desafío.

Cuando hubo acabado de engullir la segunda ración, Maria fue al baño de la hamburguesería, se arrodilló frente al retrete y se metió el dedo en la garganta.