Trece, catorce, quince…
Andrea contaba en silencio y se concentraba en su respiración, con cada inhalación susurrada a través de los labios apretados.
Dieciséis, diecisiete…
Había añadido dos kilos al banco de ejercicios. Si hacía veinte repeticiones, tres series, eso significaría que al acabar su rutina habría levantado ciento veinte kilos más.
Dieciocho, diecinueve…
Sentía los músculos de la mandíbula contraerse a cada abdominal. Con este tipo de ejercicios no había necesidad de hacerse un lifting facial, por efecto de la llamada «tensión irradiada». La idea principal era, con cada ejercicio, aislar una parte concreta del cuerpo, un grupo de músculos, para optimizar el beneficio en esa zona, pero el músculo y el tendón del cuello y la mandíbula siempre se tensaban por el esfuerzo. El primer síntoma de que alguien ha empezado a hacer ejercicio con pesas no está en su cuerpo, sino en su cara.
Veinte.
Volvió a colocar el banco de pesas lentamente en su posición de descanso. Era lo mejor de la maquinaria multigimnasia: no necesitas a un observador que te marque las rutinas. No obstante, Andrea sabía que cuando se trataba de ganar volumen y definición, lo mejor eran las pesas libres: el sistema utilizado desde los griegos y romanos. Pero usar este equipo tan avanzado la liberaba de la necesidad de un monitor.
Tomó un buen trago de agua y roció el asiento y el respaldo del banco con aerosol antibacteriano, para luego limpiarlo todo bien. Era un protocolo del gimnasio. Le gustaba venir a esa hora de la noche, estaba siempre tranquilo; poca gente, nada de ruido, nada de conversaciones. Hasta la habitual música de baile ambiental estaba apagada.
Andrea se cambió a la máquina de estiramientos de piernas. Hizo una serie para alargar y alinear los tendones de las extremidades antes de ajustar el asiento y la barra acolchada para apoyar las espinillas.
Ajustó la aguja desde donde la había dejado el anterior usuario y le añadió diez kilos.
Uno, dos, tres…
Sintió el fuerte cosquilleo que reconocía como una liberación de ácido láctico en el tejido muscular para lubricar y paliar la tensión. Resultaba agradable, sensual. Una oleada de placer le recorrió las extremidades y el pecho. Sabía que esas sensaciones provenían de su sistema endocrino, que liberaba endorfinas para combatir el dolor.
Cuatro, cinco, seis…
Tenía buenos muslos. Respondían a cada abducción como una cuerda tensa de musculatura bajo su piel bien bronceada. Sí, estaba orgullosa de sus muslos. Sus abductores eran probablemente su mejor característica, junto a la definición esculpida y pétrea de sus brazos. Eran los glúteos lo que todavía la decepcionaba: tanto los medios como los máximos. Pasaba horas trabajándolos, pero parecía incapaz de deshacerse de la capa de grasa blanda que recubría su musculatura.
Diez, once…
Le quedaban seis meses para la competición. Esta vez tenía buenas posibilidades, pero sus glúteos la traicionarían; tenía que trabajarlos más. Esa noche correría una hora más. Cualquier cosa para quemar los últimos rastros de la vieja Andrea. La blanda Andrea. Pensó en la pareja del café, en la chica y en cómo había permitido que su novio le hablara y la tratara. La rabia que sentía cada vez que lo pensaba le servía de motor para entrenar más duro. Otro levantamiento.
Doce, trece, catorce…
Andrea hizo una mueca de dolor por los levantamientos cuando un hombre entró en el gimnasio. Lo sorprendió cuando la miraba. Lo miró a los ojos y él se volvió para empezar su calentamiento en la cinta de correr. Andrea estaba acostumbrada a que la miraran. Algunos, como el hombre que acababa de entrar, lo hacían con una expresión mezcla de asombro y de repulsión. Y otros, por supuesto, como el pobre estúpido del café, con asco.
Quince, dieciséis…
Lo que más le gustaba a Andrea era aquel momento en el que algunos hombres la miraban y se quedaban totalmente confusos sobre sus propias reacciones. En aquellas caras leía una mezcla de asco y de lascivia reprimida. Y, por supuesto, también estaba la manera en que las mujeres la miraban. Andrea estaba orgullosa del cuerpo y de la cara que se había esculpido. Andrea la Amazona. Había intensificado el impacto de su presencia física tiñéndose la densa melena de rubio platino y llevaba siempre un maquillaje muy sofisticado: pintalabios rojo oscuro y una sombra de ojos oscura que destacaba el fuego de sus ojos azules.
Diecisiete, dieciocho…
Era una de aquellas cosas de las que a la gente no le gustaba hablar: que había hombres que encontraban bella una forma como la suya; erótica. Nielsen le había pagado buenas sumas para que posara desnuda. Y, por supuesto, estaban los hombres que asistían a las competiciones; tipos ansiosos de ojitos ansiosos.
Diecinueve, veinte.
El último levantamiento extensor le resultó difícil y, a pesar del tope en los muslos y de la masa acolchada para las espinillas que aislaban el esfuerzo al máximo, tenía todo el cuerpo tenso y estirado. Sentía el cuello y las mandíbulas como cables y cuerdas; los brazos, tensos contra las asas laterales, tirantes e hinchados al mismo tiempo. Volvió a ver al hombre mirándola. Esta vez no podía dejar de hacerlo. Ahí estaba la repulsión. Pero lo que también llevaba escrito en su expresión amenazada era que estaba mirando algo formidable.
Algo magnífico.