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Los británicos bombardearon Colonia hasta reducirla a un montón de escombros. Tan grave era la situación que después de la guerra llegó a sugerirse seriamente que la ciudad no fuera reconstruida, sino que se trasladara. Pero la catedral permaneció en pie para recordarles a todos que aquélla era la ciudad más antigua de Alemania y se merecía una segunda vida. De modo que reconstruyeron Colonia. Por desgracia, partes enteras de la ciudad resucitaron en una forma artificial y estéril de vida. Chorweiler era un ejemplo perfecto del tipo de lugar que los arquitectos y urbanistas alardeaban de haber creado durante sus cenas, pero en el que nunca se plantearían vivir.

Cuando Maria pensaba en Slavko y sus paisanos, no podía creerse que pensaran que Chorweiler, con sus enormes núcleos de bloques de apartamentos apilados, fuera realmente el otro lado de un sueño. Dicho barrio estaba en el extremo norte de la ciudad y Maria calculaba que Viktor empezaría su ronda de recolección del sábado ahí y proseguiría su ruta hacia el centro. Estaba bastante segura de haber localizado en cuál de los inmensos edificios estaba el apartamento de Slavko; aparcó el Saxo a cierta distancia del bloque, calle abajo, y esperó dentro con el motor apagado. Al contrario de lo que reflejan las películas americanas, la vigilancia desde un coche no siempre es la mejor manera de controlar los movimientos de alguien. En general, la gente pasa junto a los vehículos y raramente se dan cuenta de si hay alguien sentado dentro, pero, cuando lo hacen, miran cada vez que pasan. Maria iba vestida con su atuendo más cutre y se había hundido ligeramente en el asiento del conductor para que su cabeza no sobresaliera del respaldo. La primera desventaja que tenía era que no contaba con ninguna foto del objetivo de su vigilancia; ni siquiera con una descripción de Viktor hecha por Slavko. Hacia las 11.30, un Audi aparcó y un hombre fortachón de unos cuarenta años entró en el edificio. Maria anotó la hora, la marca, el modelo y la matrícula del coche. Llevaba una pequeña cámara digital con un zoom más que decente y tomó una foto del hombre cuando entró en el edificio y otra cuando salió acompañado de un tipo más joven. Maria supo que no era su hombre y, por tanto, no siguió al Audi cuando se marchó. Volvió a esperar. La ropa que había comprado le iba grande, pero le abrigaba y le resultaba cómoda. Además, el cuerpo que odiaba se perdía dentro de su amplitud.

Pasaban unos veinte minutos de las doce cuando Viktor aparcó el coche. Maria no dudó ni un instante que era él. Llevaba la etiqueta de «crimen organizado, baja estofa» escrita en la cara, en la ropa, en el coche. A veces daba la sensación de que Vasyl Vitrenko y sus lugartenientes eran espectros sin forma. No fue hasta el final de una larguísima y detallada investigación que Fabel y Maria se encontraron cara a cara con Vitrenko, y sólo durante unos minutos letales. Era a través de gente como Viktor como la organización de Vitrenko adquiría forma y visibilidad. Una visibilidad llamativa, por lo que respectaba a Viktor. Era un hombre grande, de más de dos metros de altura, llevaba un abrigo largo de piel negra que apenas lograba contener su enorme espalda y el pelo teñido de un rubio brillante. El vehículo americano de los años sesenta que dejó aparcado en doble fila frente al bloque de apartamentos era como un enorme trasatlántico. Maria tomó varias fotos y unas cuantas notas. Supuso que Viktor no estaría mucho rato en el edificio, de modo que puso la llave en el contacto y se preparó. Al final resultó que Viktor tardó casi media hora en salir. Un furgón de reparto pasó por la calle y, al no poder circular porque el Chrysler de Víctor obstaculizaba el paso, el conductor tocó varias veces el claxon con impaciencia. Cuando Viktor apareció finalmente, con un paquete envuelto en plástico negro, el conductor se asomó por la ventanilla y amonestó al ucraniano a gritos. Viktor le ignoró olímpicamente, dio la vuelta al coche y abrió el espacioso maletero del Chrysler para meter el paquete dentro. Luego, con la misma parsimonia, se acercó al furgón de reparto, abrió la puerta del conductor, sacó al tipo de su cabina y le dio un cabezazo tan fuerte que la nuca del hombre rebotó contra el lateral del furgón y se cayó inconsciente al suelo. Viktor sacó tranquilamente un pañuelo del bolsillo y se limpió la sangre que le había salpicado la cara, volvió a su coche y se alejó en dirección a donde la estrecha calle residencial desembocaba en la vía principal, el Weichselring, que rodeaba Chorweiler como un lazo constrictor.

—Ése es mi chico —musitó Maria para sus adentros—. Confirmado que eres Viktor.

Arrancó el coche y entonces se dio cuenta de que tenía el mismo problema que el conductor del furgón: su vehículo le impedía seguir al coche de Viktor. Miró al conductor tumbado y arrebujado en el suelo. En una situación idéntica en Hamburgo habría renunciado a la persecución y se habría asegurado de que el hombre se encontraba bien, pero esto no era Hamburgo. Puso la marcha atrás y cortó por una calle lateral. Al llegar había subido por Mercatorstrasse, la principal ruta de acceso a Chorweiler, y supuso que Viktor estaría pasando por Weichselring en su dirección. Hizo dos giros a la derecha y calculó que saldría al Weichselring, pero no. Soltó un par de tacos y miró nerviosamente a su alrededor en busca de alguna referencia que le indicara la dirección que debía tomar. Pisó a fondo el acelerador y condujo a toda velocidad hacia donde la calle viraba a la izquierda. Tomó el siguiente desvío a la derecha y vio el tráfico de Mercatorstrasse. Se había pasado el Weichselring totalmente. Llegó al final de la calle y tuvo que detenerse en un semáforo en rojo. Miró hacia las dos direcciones de la Mercatorstrasse pero no vio ni rastro del llamativo Chrysler de Viktor. Cambió a verde y Maria seguía sin decidir qué dirección tomar, así que se quedó parada. Se le acercó un coche por detrás y el conductor tocó el claxon. Miró por el retrovisor, a punto de soltar un taco, cuando vio un coche americano de tamaño colosal con un conductor ucraniano dentro de tamaño también colosal. Levantó la mano a modo de disculpa y se metió en Mercatorstrasse, girando a la izquierda con la esperanza de que Viktor hiciera lo mismo. Lo hizo. No tenía ni idea de cómo se las había arreglado para ganarle la carrera hasta el cruce, pero ahora el objetivo que pretendía perseguir la estaba persiguiendo a ella. Se le secó la boca al pensar que tal vez no fuera casual, sino intencionado. ¿Podía haber advertido su presencia frente al bloque de apartamentos? A Maria no le daba la impresión de que Viktor fuese uno de los matones más entrenados de Vitrenko; «es más chulo que soldado», pensó. Pero también era cierto que la mayoría de gánsteres ucranianos y rusos tenían un pasado en la Spetsnaz, y la manera en que Viktor había tratado al conductor del furgón había sido experta pero poco sutil. Se detuvo en el siguiente semáforo, mirando por el retrovisor para comprobar si Viktor indicaba un giro. No tenía el intermitente, de modo que siguió recto. Él la seguía. Más adelante había un par de sitios disponibles para aparcar. Maria puso el intermitente y se metió en uno. Viktor la adelantó sin mirar hacia ella y Maria dejó pasar un par de coches antes de retomar su persecución. Suspiró aliviada. Estaba comprobando que el anonimato que le daba su coche la protegía de ser detectada, y fijó su atención en los ridículos alerones del Chrysler de los años sesenta de Viktor, tres coches por delante del de ella.

Avanzaron cruzando la ciudad en dirección sur durante unos quince minutos más sin volver a la autopista A57 que la había llevado hasta Chorweiler. Viktor hizo dos paradas para recoger paquetes, ambas en zonas deprimidas. Después de la segunda, Maria se empezó a agobiar cuando se encontró inmediatamente detrás de Viktor, puesto que los dos coches intermedios habían girado en distintos cruces. Se distanció todo lo que pudo, pero siempre que se detenían en semáforos se encontraba pegada detrás del Chrysler. Si el tipo miraba por el retrovisor podría verle la cara con claridad. Se bajó un poco más la gorra, hasta las cejas. Maria ya no tenía idea de dónde estaba, pero intentó anotar mentalmente los cruces de carretera por los que había pasado. Seguían dentro de los confines de la ciudad, pero la arquitectura había cambiado de residencial a industrial y empezó a preocuparle el hecho de que había muchos menos coches en la carretera, lo cual hacía su persecución mucho más evidente. Al cabo de un rato pasaron por debajo de la autopista y se metieron en otra zona residencial, anunciada por una señal amarilla de Stadtteil como Ossendorf. Anotó el nombre de la vía por la cual pasaban, Kanalstrasse, y siguió a Viktor cuando se metió en una calle de bloques de apartamentos de cuatro plantas. Ahora el suyo y el de Viktor eran los únicos coches que pasaban por allí. Maria decidió alejarse en vez de arriesgarse a que Víkctor la identificara como persecutora. Giró por la siguiente calle a la izquierda, dio la vuelta sobre sí misma para quedarse de cara a la carretera que acababa de dejar y aparcó en el bordillo.

Masculló unos cuantos tacos. Sacó el plano de Colonia de la guantera y buscó Ossendorf. Su instinto no le había fallado. Era una zona residencial y no un atajo a cualquier otro lugar. O Viktor vivía aquí, o estaba haciendo otra recogida. Esperaría media hora. Si era otra recogida, probablemente saldría de allí antes de haber pasado ese tiempo, y lo más probable era que lo hiciera por el mismo camino por el que había llegado. Y si no era ninguna de las dos posibilidades, vigilaría el apartamento de Slavko cada día y volvería a seguirle el rastro.

Tenía hambre. No había comido nada desde su escueto desayuno de café y tostada. Además, con el motor apagado no podía encender la calefacción. Sentía el frío por todo su cuerpo tan poco carnoso, esa vieja sensación. El frío la aterrorizaba. Miró el reloj: las 15.15. El cielo ya empezaba a oscurecer con algo más que nubes. Si se hacía más oscuro tendría serios problemas para localizar el coche de Viktor. Recordó su sorpresa al ver que lo tenía detrás en el semáforo. ¿Y si no había sido casual? ¿Y si la había estado controlando desde el principio? Temores irracionales de todo tipo empezaban a carcomerla por dentro. De pronto tuvo una idea y se dio la vuelta para asegurarse de que el coche de Viktor no estaba detenido detrás de ella como una gran amenaza a la americana. No estaba. Se volvió de nuevo hacia delante. «Tranquilízate —se dijo—. Por Dios, controla la situación».

Fue entonces cuando vio el atípicamente largo perfil del Chrysler de Viktor deslizándose al fondo de la calle. Había acertado: era una recogida y volvía sobre sus pasos. Encendió los faros del coche, puso el motor en marcha y se dispuso a seguirlo.