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La madre de Fabel estuvo encantada de ver a su hijo. Le abrazó cariñosamente ante la puerta y lo llevó hacia el salón, después de quitarle el impermeable. La madre de Fabel era británica, escocesa, y él sonrió al oír su rico acento alemán, tan influenciado por el frisio local como por su inglés materno. Era una combinación atípica y Fabel había crecido continuamente consciente de la otra dimensión en su identidad. Lo dejó junto a la Kamin (chimenea) de mosaico mientras ella iba a preparar un té. Fabel casi nunca tomó café mientras vivió en esa casa: los frisios orientales son los mayores consumidores mundiales de té; los ingleses y los irlandeses simplemente les siguen tras un rastro de taninos.

En los últimos veinticinco años, Fabel había pasado muy poco tiempo en aquella sala, pero todavía era capaz de cerrar los ojos y visualizar todo exactamente donde estaba: el sofá y las butacas eran nuevos, pero estaban exactamente en el mismo lugar que sus antecesores; la reproducción de La ronda de noche de Rembrandt; la librería demasiado grande para la estancia, abarrotada de libros y revistas; el pequeño escritorio que usaba su madre para la correspondencia, pues había dejado pasar el tren de los e-mails y la comunicación electrónica. Y, al igual que su contenido, la propia materia de la casa le seguía siendo enormemente familiar: las paredes gruesas y las puertas y marcos de las ventanas de madera maciza por las que siempre se había sentido abrazado. Con Norddeich mantenía una extraña relación: regresaba para visitar a su madre y no sentía ninguna afinidad especial con el lugar; sin embargo, era el único mundo que conoció de niño. Le había formado, le había definido. Se marchó de Frisia Oriental en varias etapas: primero para estudiar en la Universidad Carl von Ossietzky de Oldenburg, luego en la Universität Hamburg.

Cuando la madre volvió a entrar en el salón con la bandeja llena de las cosas para el té, compartió aquella idea con ella.

—Jamás pensé que acabaría siendo policía. Quiero decir, mientras me criaba aquí.

Ella puso una expresión de sorpresa y confusión.

—Es curioso que ahora, a mi edad, lo deje para ponerme a trabajar para alguien que creció justamente aquí, en Norddeich.

—Eso no es estrictamente cierto —dijo su madre. Le sirvió un poco de té, añadió un chorrito de leche y metió un Kluntje en la taza antes de ofrecérsela a Fabel, a pesar de que éste no había tomado azúcar con el té desde hacía casi treinta años—. Siempre fuiste un chico muy serio, siempre cuidabas a todo el mundo; hasta a Lex. Sabe Dios en los líos que se metía, y siempre eras tú quien le sacaba de todos ellos.

Fabel sonrió. El nombre de su hermano era una abreviatura de Alexander. El propio Fabel estuvo a punto de llamarse Iain, pero su madre escocesa finalmente pactó con su padre alemán y lo llamaron Jan, que se parecía lo suficiente. Lex era el mayor de los dos, pero Fabel fue siempre el más sensato y maduro. En aquel entonces, la actitud despreocupada de Lex ante la vida le molestaba mucho. Ahora, en cambio, la envidiaba.

—Y este cuadro —dijo la madre, señalando La ronda de noche—. Cuando eras pequeño te pasabas horas mirándolo. Un día me preguntaste por los hombres que salen en él, y yo te conté que vigilaban las calles de noche para proteger a la gente de los criminales, y recuerdo que me dijiste: «Eso es lo que yo haré cuando sea mayor. Quiero proteger a la gente». Así que te equivocas. Sí que pensaste en ser policía cuando eras niño —se rió.

Fabel miró el cuadro. No recordaba haber expresado ningún interés en aquella pintura, ni en la ocupación de la gente retratada en él. Simplemente se había convertido en un elemento inadvertido y omnipresente de su entorno infantil.

—Bueno, de todos modos, todo es fruto de un error —dijo Jan antes de tomarse el té sin remover para dejar que el azúcar se disolviera y se posara al fondo de la taza—. Ni siquiera se trata de una escena nocturna; es porque el barniz la ensombreció. Y los personajes no tienen nada que ver con una ronda de noche: son milicianos civiles bajo las órdenes de un aristócrata. Pero ocurre que el original fue almacenado junto a otro cuadro titulado De Nachtwacht y los títulos se confundieron.

Margaret Fabel movió la cabeza, sonriendo con reproche.

—A veces, Jan, el conocimiento no es la respuesta a todo. Este cuadro es lo que tú crees que es cuando lo miras, no lo que la historia hace de él. Eso era otra característica tuya: siempre tenías que saberlo todo, averiguarlo todo. El hecho de que te convirtieras en policía no es realmente tan misterioso como te crees que es.

Fabel volvió a mirar el cuadro. No era de noche, sino de día. No eran policías, sino milicianos armados. Unos días atrás hubiera dicho que tenía más que ver con Breidenbach, el joven agente del MEK, que con Fabel. Pero ese muchacho había muerto definiendo la función de un policía: colocándose en el camino del peligro para proteger al ciudadano de a pie. Cambiaron de tema y hablaron un rato de su hermano Lex, de cómo su restaurante en la isla de Sylt estaba funcionando mejor que en muchos años. Después la madre de Fabel preguntó por Susanne.

—Está bien —respondió éste.

—¿Va todo bien entre vosotros?

—¿Por qué no debería ir bien?

—No lo sé… —La señora Fabel frunció el ceño y Jan advirtió las arrugas cada vez más marcadas de su entrecejo. La edad se había ido instalando en su madre sin que él se diera cuenta—. Es que últimamente no hablas tan a menudo de ella. Espero que todo os vaya bien. Es una persona encantadora, Jan. Tienes suerte de haberla encontrado.

Fabel dejó su taza.

—¿Te acuerdas de aquel caso en el que estuve metido el año pasado? ¿El que le hizo tanto daño a Maria Klee?

Margaret Fabel asintió.

—En el caso había una conexión terrorista. Me impliqué en la investigación de grupos anarquistas y radicales que parecían haber desaparecido. Hurgué en el pasado, se podría decir.

—¿Y eso qué tiene que ver con Susanne?

—Me mandaron un expediente con información de apoyo, más que nada. Una de las fotos era la de un tipo llamado Christian Wohlmut. Databa aproximadamente de 1990, cuando el terrorismo nacional alemán daba sus últimos coletazos y Wohlmut quiso insuflarle nueva vida. Mandó paquetes y cartas bomba a intereses norteamericanos en Alemania; cosas de aficionado, la mayoría fueron interceptadas o nunca llegaron a estallar. Pero una fue lo bastante profesional como para mutilar a una joven secretaria empleada en una oficina de una empresa petrolera americana en Múnich, desde donde Wohlmut operaba. Allí estudiaba Susanne.

—Múnich es una ciudad muy grande, Jan —dijo su madre, pero su expresión indicaba que se había precipitado.

—En la foto de Wohlmut, junto a él, había una chica. Era una imagen borrosa y sólo la describieron como una «hembra desconocida».

—¿Susanne? —La madre de Fabel volvió a dejar su taza en el platito—. ¡No! ¿No creerás que Susanne ha tenido que ver con el terrorismo?

Fabel se encogió de hombros y tomó otro sorbo de té. Se había olvidado del azúcar y recibió un bocado de dulzor nauseabundo.

—No sé qué relación pudo tener con Wohlmut, pero sí sé que siempre está muy a la defensiva, casi hermética, cuando hago alguna referencia a su etapa de estudiante. Y hubo algún tipo en su pasado al que describe como manipulador y dominante. Fui yo quien propuso que nos fuéramos a vivir juntos… Susanne, al principio, se resistía, a causa de alguna mala experiencia que tuvo.

—¿Y crees que fue ese terrorista, Wohlmut?

—No lo sé.

—Bueno, ¿y qué si lo fuera? ¿Qué importa eso ahora? ¿Y si ella no hizo realmente nada malo? ¿Y si no ha infringido nunca la ley?

—Pues ése es exactamente el tema, Mutti… Nunca sabré seguro si estuvo o no activamente implicada.

—¿No estarás pensando seriamente en echárselo en cara?

—Ella sabe que hay algo raro, y la tengo siempre encima para saber qué es. Las cosas no van muy bien entre nosotros y sabe que estoy retrasando lo de vivir juntos.

—Susanne trabaja con la Policía, Jan. Si sus ideas políticas hubieran sido tan radicales en el pasado, no creo que hubiera acabado ahí.

—La gente cambia, Mutti.

—Pues, entonces, acéptala por quién es ahora, Jan. A menos que…

—A menos que… ¿Qué?

—A menos que, sencillamente, estés utilizando esta historia como excusa para terminar vuestra relación.

—No es eso. Pero tengo que saberlo. Tengo que saber la verdad.

—Como ya te he dicho, Jan —su madre le sonrió de la misma manera en que solía hacerlo cuando era «un niño tan serio» y ella trataba de tranquilizarlo sobre algo—, el conocimiento no siempre es la respuesta a todo.