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Era el mejor hotel que Oliver podía pagar en efectivo sin levantar sospechas o llamar una atención no deseada. Se había registrado antes de encontrarse con la chica de compañía de anchas caderas en el nightclub y había utilizado una identidad falsa, como solía hacer siempre. Así, cuando la agencia de acompañantes llamó al hotel y pidió hablar con Herr Meierhoff para asegurarse de que era huésped, pasaron la llamada a su habitación. Eso también significaba que no habría situaciones llamativas o vergonzantes con fajos de euros cuando volviera con la chica. Cuando todavía estaban en el club le entregó un sobre con la suma acordada en efectivo. Todo hecho con tranquilidad, siempre con la sonrisa fácil de Oliver.

Oliver se mostró simpático, hablador y encantador toda la velada, como de costumbre, y presintió que su compañera de alquiler estaba un poco extrañada sobre los motivos que llevaban a un hombre tan atractivo y urbano como él a pagar por sexo. Pero también en esto había dejado muy claras sus exigencias. Sin embargo, en el taxi, Oliver se quedó en silencio y contempló las vistas de Colonia deslizándose detrás del cristal, y se volvió ocasionalmente a mirar y a sonreír a su compañera. Ella le había dicho que se llamaba Anastasia, y él comentó lo bonito que era el nombre mientras para sus adentros pensaba que probablemente era tan verídico como Meierhoff. La calma de Oliver, comparada con el momento anterior, provenía de su necesidad de anticipar la satisfacción de su deseo. Oliver consideraba esos momentos como los más placenteros de todos, casi mejores que la propia satisfacción. Era la combinación perfecta de una lujuria creciente y cada vez más sólida y la exquisita anticipación de un refinado banquete cuyos aromas ya le habían alcanzado. Ahora era intensamente consciente de la presión del muslo lleno y maravilloso de Anastasia contra el suyo.

Le dio al taxista una propina generosa pero no exagerada. Oliver hacía todo lo posible para que nadie lo recordara con demasiada claridad. Él y Anastasia se dirigieron directamente a los ascensores, sin detenerse en recepción, de nuevo con toda la discreción de la que fue capaz.

—Tomaremos una copa en la habitación —le explicó Oliver en el ascensor. Anastasia le sonrió con una picardía artificiosa y le puso la mano en la entrepierna.

—Tal vez la copa tenga que esperar —dijo, apretándolo un poco con los dedos—. Por cierto, si disfrutas realmente con lo que obtengas esta noche, estará muy bien que me des una propina extra.

En la habitación las cortinas seguían abiertas, y la visión de la estación central de tren y la silueta imponente de la catedral se levantaban oscuras sobre el cielo nocturno. Oliver le devolvió la sonrisa mientras cerraba la puerta de la habitación detrás de él.

«Espero —pensó para sus adentros mientras cerraba la puerta y echaba el pestillo—, que ésta no grite como la última».