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Como había llegado a Colonia desde Hamburgo en tren, Maria no tenía su coche a mano. Eso formaba parte de su estrategia: su coche era un viejo Jaguar XJS que, en un momento de extravagancia que no era propio de ella, se había comprado deliberadamente para atraer miradas. Eso lo convertía en un vehículo demasiado vistoso para el tipo de trabajo de vigilancia que se proponía. Por tanto, pasó buena parte de su primera mañana en la ciudad buscando un coche de alquiler. Hasta los modelos más pequeños y económicos resultaban demasiado nuevos y resplandecientes. Colonia llevaba horas malhumorada bajo un cielo plomizo y reacio a soltar la nieve que llevaba todo el día amenazando con caer. El estado de ánimo de Maria estaba igual de enfurruñado, y además le dolían los pies. Podía haberse limitado a llamar desde la habitación del hotel, pero sabía que tenía que ver el coche que iba a utilizar.

Cuando salió de la última oficina de coches de alquiler eran casi las tres de la tarde y el cielo empezaba a pasar de gris a negro noche. No era ninguna de las empresas principales nacionales o internacionales y estaba anexa a un taller mecánico y a un concesionario de coches de segunda mano. La chica de detrás del mostrador se extrañó cuando Maria le preguntó si podía alquilar el Citroën Saxo azul marino que estaba en el aparcamiento, y una llamada llevó a la oficina a un vendedor que miró a Maria como si fuera una colegiala. Éste le explicó que aquel coche no se podía alquilar, pues estaba en venta. Quizá porque Maria miraba el coche a través de la ventana de la oficina decidió soltarle todos sus argumentos de venta y luego le prometió que era un vehículo excepcional para los años que tenía. Cuando Maria le preguntó el precio, empezó su discurso.

—Déjese de rollos. ¿Cuánto vale el coche? —atajó ella.

Maria lo miró con una expresión fulminante y el vendedor se ruborizó debajo de sus pecas. Una vez hubo probado el coche, le ofreció 700 euros menos de lo que le había pedido. Al cabo de una hora y media, con toda la documentación en regla, Maria regresó al hotel al volante de su Saxo y lo estacionó en el aparcamiento que había al doblar la esquina. El coche era perfecto: totalmente anónimo e ideal para vigilancia. La pintura era azul marino pero se había ido apagando y no tenía rayas ni golpes que lo hicieran identificable. Maria arrancó un vistoso adhesivo del cristal trasero.

Dejó el coche en el aparcamiento y se dirigió al almacén Karstadt de Breite Strasse, donde buscó un atuendo que combinara bien con el Citroën: camisetas desaliñadas y vaqueros, un gorro de lana y un par de cazadoras gruesas, una de ellas con capucha. Todas las prendas eran de colores apagados y oscuros. La cajera echó una mirada de extrañeza hacia el caro abrigo de lana que llevaba Maria y a su bolso de marca mientras pasaba las prendas adquiridas por el lector de códigos de barras.

—Es un regalo para mi sobrina —dijo Maria con una sonrisa vacía.