El bar tenía una iluminación suave y al fondo cantaba Annett Louisan. La decoración era notoriamente moderna, la clientela iba emperifollada y las copas costaban caras. Oliver se dio cuenta de que aquello iba a costarle una fortuna incluso antes de salir del bar. Estaba sentado en un taburete de la barra, apoyado en ella, y tomaba un cóctel hecho con ron blanco mientras observaba su reflejo en el cristal ahumado que había tras el mostrador. Sonrió con una mueca de entendimiento. Las cosas no eran nunca lo que parecían, la gente no era nunca lo que aparentaba ser. Oliver era guapo, y su ropa era tan elegante y cara como la de cualquier cliente del bar; era también, desde luego, un hombre inteligente, con una buena formación, un profesional respetado con un excelente sueldo. Desde que había entrado en el bar había hecho volver la cabeza a varias mujeres atractivas. Si alguien hubiera sabido que estaba allí para encontrarse con una profesional le hubiera parecido difícil de entender. Pero era el caso de Oliver, y él se sentía bastante cómodo con las razones por las que se encontraba en una situación como aquélla. Sus necesidades eran altamente específicas.
Reflexionó sobre ello un momento mientras Annett Louisan soltaba una nota especialmente entrecortada al fondo. Oliver no había tenido nunca que pasar horas angustiosas tratando de aislar algún encuentro subliminalmente erótico que explicara su «predilección». Era todo clásicamente freudiano: implicaba, de hecho, a una prima, un verano particularmente caluroso junto al mar y un momento singular en el cual había despertado su comprensión de lo que significa ser una criatura carnal.
La prima de Oliver, Sylvia, tenía dos años más que él. Siempre había estado por ahí, en algún lugar del paisaje familiar, pero, debido a que sus tíos vivían lejos, cerca de la costa, no figuraba demasiado en sus primeros recuerdos. La primera consciencia real que Oliver tuvo de Sylvia tuvo que ver con sus curvas, cuando él tenía catorce años y ella dieciséis. Sylvia tenía un cuerpo macizo, sin ser gorda: era voluptuosa pero firme, fuerte, ágil y atlética. Era hija del hermano de la madre de Oliver, pero no se parecía en nada a su lado de la familia: tenía el pelo anaranjado y la piel pecosa de su madre. Sylvia había sido siempre amante del aire libre, aventurera y robusta, pero con dieciséis años ya estaba demasiado cargada de sensualidad femenina como para ser considerada un marimacho. A pesar de su palidez natural, la piel de Sylvia se había bronceado y las pecas se habían hecho más oscuras después de largos veranos bajo el sol de la costa. Más que ninguna otra cosa, Oliver se acordaba de su cuerpo: de los pechos perfectamente redondeados y, por encima de todo, de sus nalgas grandes, bellas, gloriosas.
Aquel día formaban un buen grupo que incluía al hermano y la hermana pequeños de Oliver y las tres hermanas, risueñas y tontas, de Sylvia. Oliver estaba agobiado por la compañía de tantos niños más pequeños. El instinto le decía que necesitaba estar a solas con Sylvia, sin revelarle lo que realmente debían hacer en caso de encontrarse en solitario.
Todo ocurrió durante unas vacaciones familiares en el norte de Alemania: una franja de tierra cerca de Stufhusen separaba la orilla occidental visible de las marismas de Wattenmeer, y una amplia extensión de arena dorada se adentraba en el mar del Norte y brillaba bajo el cielo azul neutro. Para un niño era el paraíso, un entorno casi despoblado sin la interferencia de los adultos, con pocas casas repartidas a lo largo del paisaje llano y bajo. Y además, había algo ideal para las criaturas sedientas de aventura: una amenaza. En el extremo más alejado de la playa, una casa antigua con un techo enorme de cañizo se levantaba sobre el dique. Era la casa del «viejo nazi»: un anciano cascarrabias cuya reticencia a relacionarse con los vecinos le convertía casi en un ermitaño. Desde luego era lo bastante viejo para haber participado en la guerra y haber sido miembro del partido, pero el apodo de «viejo nazi» se lo puso una de las hermanas más pequeñas de Sylvia después de haber oído a sus padres describir al viejo huraño como tal. A partir de este comentario sin fundamento, los niños habían construido todo un pasado para el viejo, incluida una justificación de su actitud tan asocial: estaba, habían concluido, ocultándose de los cazadores de nazis que habían peinado el planeta en su búsqueda, desde Suecia hasta Brasil. Se sentaba, resentido, bajo una foto estropeada y polvorienta de Adolf Hitler, a la espera de que el pelotón israelí derribara su puerta y se lo llevaran, lo drogaran y lo metieran en un avión de mercancías rumbo a Tel Aviv. El propio viejo no parecía representar ninguna amenaza, pero el peligro residía en sus perros: un par de bestias gruñonas; uno era un alsaciano, el otro un doberman, y mantenían a raya a cualquiera que pretendiera acercarse a la casa.
Toda esta aura de misterio y amenaza, por supuesto, convertía a la vieja casa del final de la playa en una atracción irresistible para los niños, que provocaban al «viejo nazi» y a sus perros con su presencia. Después del incidente en la playa acusaron al viejo de soltar a los perros deliberadamente y ordenarles atacar, probablemente de la misma forma que habría ordenado a sus hombres atacar en el Frente Ruso. Pero la verdad era un poco más prosaica.
En el dique había una pequeña cueva en la que un dedo de arena se adentraba en los ásperos cañizares y hierbajos y ofrecía un poco de refugio de la fuerte brisa marina. Los más pequeños jugaban junto al agua y construían castillos de arena. La incipiente intuición femenina de Sylvia había captado claramente el interés de Oliver por su cuerpo y la muchacha había hecho lo posible por atraerlo. Le animó a acompañarla y a salpicarse el uno al otro en el agua. Al principio él se mostró reticente, pero ella le hizo un mohín que le provocó un cosquilleo ahí abajo. El agua hizo que la camiseta de Sylvia se le pegara al cuerpo, revelando sus pechos, y que sus pantalones cortos de algodón blanco se ciñeran a su ancho trasero. Al cabo de unos minutos, la muchacha se quejó de que hacía demasiado frío y corrió a refugiarse en la cueva del dique. Oliver tardó un rato en seguirla, mientras esperaba a que su erección menguara aunque fuera un poco. Al final, anduvo con las manos delante de la entrepierna, con el máximo disimulo que pudo, a reunirse con Sylvia. Ella estaba sentada, recostada sobre los codos y arqueando la espalda mientras dejaba que el sol le acariciara el rostro. Oliver la miró, saboreando cada curva, cada turgencia de carne firme. Ella se volvió a mirarlo y se fijó en su entrepierna. Sin mediar palabra, le puso la mano donde la erección protestaba contra el confinamiento de los pantalones.
En aquel momento, la cabeza gruñona de un doberman apareció encima de ellos, asomando por el borde del dique. Oliver se quedó inmóvil: seguía aturdido por lo que acababa de ocurrir con su prima y el recuerdo de su caricia le había llevado las entrañas hasta el punto de ebullición. Pero Sylvia se levantó de un salto, gritó y echó a correr. Su figura huyendo disparó el instinto de ataque del perro, que saltó desde el dique. En un par de saltos le clavó las mandíbulas en el trasero. Oliver vio cómo los dientes del perro se hundían en la carne firme de sus nalgas, y cómo sus pantalones de algodón, todavía húmedos, se manchaban de sangre. De manera simultánea, el chico se puso a temblar, presa de un intenso orgasmo.
El viejo nazi salió corriendo y llamó a su perro. Para Oliver quedó claro que, sencillamente, estaba paseando a sus perros por el dique y que el doberman se asustó por la presencia de los dos jóvenes medio ocultos entre los hierbajos. La herida en el trasero de Sylvia resultó ser mucho menos severa de lo que pareció al principio, aunque se pensaba que le quedaría una cicatriz. La huella que le quedó a Oliver, sin embargo, fue permanente.
Oliver había vuelto a ver a Sylvia hacía tan sólo dos meses, en una boda familiar. Tuvo una de las mayores decepciones de su vida. No era tanto que su Venus del mar del Norte, su icono de la feminidad, se hubiera desmontado ante él, era más bien como si se hubiera fundido parcialmente. Su carne, fresca y firme, se había ablandado; la gloriosa redondez de sus pechos había sucumbido a veinte años de insistente gravedad; el estival brillo dorado de su tez se había descolorido y ahora sus facciones, tal vez víctimas de muchos veranos al aire libre, habían envejecido de manera prematura y habían adoptado la misma palidez pastosa y manchada que Oliver recordaba en su madre. Y, lo peor de todo, la firme y rotunda redondez del culo grande y bellamente esculpido de Sylvia se había convertido en un bulto indefinido y carente de cintura. Oliver se preguntó, mientras charlaba con ella sobre nada en particular, si seguiría teniendo la cicatriz, y la imagen de la misma, hendida y blanca sobre una masa de carne blanda y amorfa, le provocó ganas de vomitar. Pero aquel encuentro no le curó de su extraña obsesión. El ídolo había caído pero el fervor permanecía.
Oliver degustaba su sobrevalorado cóctel y recordaba la caída de su ídolo cuando se dio cuenta de que tenía a alguien al lado.
—¿Es usted Herr Meierhoff? —le preguntó la muchacha, con un acento extranjero que Oliver pensó que era ruso o polaco. Él sonrió y asintió, pero el corazón le dio un brinco. Si no llega a ser por el acento y la falta de bronceado podría haberse tratado de Sylvia en su juventud. No, en realidad era mucho más bella, aunque la belleza no era el baremo que Oliver exigía. Había un montón de chicas guapas a las que podía aspirar. La chica que tenía al lado debía de tener veintidós años, calculó; el pelo pelirrojo claro, los ojos azul cristalino y una tez fresca salpicada de pálidas pecas. Oliver se encontró escrutándola involuntariamente de pies a cabeza. Llevaba una blusa que caía suelta a partir de su estrecha cintura pero se ajustaba bien a la altura de los pechos y los antebrazos, llenos y redondos. Ella se puso ligeramente de lado, sonriendo coqueta, consciente de lo que él deseaba ver. Llevaba una falda de tubo que se estrechaba a la altura de las rodillas, destacando la rotundidad de los muslos y el magnífico y espléndido culo.
—¿Soy lo que estabas buscando? —le preguntó—. ¿Te gusto?
—Tú, querida —dijo Oliver con una sonrisa bella y ancha—, eres la perfección personificada.