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Maria estaba sentaba al borde de la cama del hotel y repasaba su plan: sabía que la única manera de dominar el caos era tener un plan.

La idea se le ocurrió cuando Liese la llamó justo después de todos los problemas con Frank. Ésta era una vieja amiga del colegio de Hanover con la que Maria había conservado la amistad; estaba al tanto de todos sus problemas y siempre la había apoyado. Liese le ofreció a Maria la oportunidad de alejarse de todo e ir a pasar unos días con ella a Colonia. Maria se lo agradeció pero rechazó la oferta, pues necesitaba algo más que una breve escapada a Colonia para lo que tenía planeado. Pero luego todo acabó cuadrando: Liese llamó a Maria y le dijo que le había surgido un tema de trabajo y que tenía que irse tres meses a Japón. La oportunidad surgió de manera inesperada y pilló a Liese desprevenida; le preocupaba que su apartamento se quedara vacío tanto tiempo. Maria le haría un favor si se quedaba en él. Liese sabía que su amiga necesitaba un cambio de aires, de modo que el trato parecía ideal. Pero a la chica le extrañó un poco que Maria le pidiera que sólo hablara con los vecinos más cercanos sobre el asunto y que, incluso a ellos, les diera sólo su nombre de pila.

—Necesito el anonimato durante una temporada —le explicó Maria. El apartamento estaba en el barrio belga, cerca de una de las puertas que eran vestigios de la antigua muralla de la ciudad. Liese le dijo a Maria que los Dressler, los únicos vecinos de la misma planta, eran una pareja joven sin hijos que trabajaban fuera todo el día y salían de noche a menudo. En la planta de abajo había un par de familias y, en la planta baja, un joven con el que Liese nunca llegó a encontrarse y otra pareja de jóvenes profesionales. Era perfecto, pero no bastaba: necesitaría más de un refugio. De todos modos, Liese no se marcharía hasta finales de la semana. Maria había decidido quedarse unos días en aquel hotel barato, y hasta podía ser que conservase la habitación durante un tiempo después de instalarse en el apartamento.

Sacó el ordenador portátil de su maletín. Sentada en la cama, abrió los archivos a los que había accedido desde la base de datos del BKA antes de coger la baja por enfermedad. Como detective de la Mordkommission de Hamburgo tenía una accesibilidad limitada a la información, y aunque aquélla era general, contenía los elementos suficientes de la imagen para suponer un punto de partida. Incluso había llegado a soportar un almuerzo con una mujer con la que había ido a la academia de Landespolizeischule y que ahora era un pez gordo en la Agencia Federal contra el Crimen del BKA. Maria advirtió la expresión de alarma en su compañera de mesa al ver lo cambiada que estaba. Había podido confirmar la existencia de un dossier mucho más detallado sobre Vitrenko, pero la mujer del BKA se mostró reticente a hablarle del tema y Maria sospechó que era porque se había preocupado por su estado mental.

Ella era consciente de que no estaba bien. No fue hasta después de unas cuantas sesiones con el doctor Minks cuando empezó a reconocer que su conducta se había vuelto rara; que se había acostumbrado a una serie de rituales y obsesiones extrañas que se superponían unos encima de otros y dificultaban su visión de lo que es normal. Desde el apuñalamiento, lo que más esfuerzo le había costado era superar su hafefobia, un miedo patológico al contacto físico con otros seres humanos. Desde el asunto con Frank había sufrido una grave depresión y había desarrollado un trastorno alimentario. Ahora, Maria apenas podía soportar mirarse al espejo sin experimentar repulsión; aun así, se examinaba con frecuencia: se desnudaba y se ponía delante de una luna de cuerpo entero durante una hora, llena de odio y aversión hacia ella misma. Se miraba y despreciaba la carne con la que estaba hecha, y, por encima de todo, miraba su imagen y deseaba ser otra persona. Cualquiera. Todo formaba parte del caos mental en el que se había sumido para ser capaz de superar cada día que pasaba. Pero una parte suficiente de la antigua Maria, la organizada, meticulosa, eficiente Maria, seguía allí para hacerle capaz de elaborar su propio dossier detallado antes de coger la baja por enfermedad.

El día que se enteró de que el investigador ucraniano Turchenko había muerto en un accidente de tráfico decidió reunir toda la información que pudo sobre Vitrenko y su organización. Turchenko, un abogado tranquilo, educado y muy inteligente convertido en investigador, había pasado por Hamburgo siguiendo el rastro de Vasyl Vitrenko y le había pedido a Maria que describiera con detalle los hechos que llevaron a su apuñalamiento. Ella intentó explicarle al detective ucraniano, como había tratado de hacerle entender a los psicólogos y terapeutas después de los hechos, que lo que realmente le destruyó cualquier sentimiento de amor propio que pudiera tener fue que Vitrenko no quiso matarla. En vez de ello, utilizó su refinada experiencia para clavar el cuchillo en el lugar que haría que su vida pendiera de un hilo. Lo único que Maria representó para Vitrenko fue una táctica de dilación. Éste sabía que si dejaba a Maria viva pero gravemente herida Fabel se vería obligado a abandonar su persecución. La había utilizado. Su cuerpo había sido profanado por Vitrenko de la misma manera que si la hubiera violado.

Y ahora Maria era incapaz de soportar la visión de su propia carne ni el contacto con los demás. La terapia no la había ayudado. Hablar; ella no creía que las cosas se pudieran resolver hablando de ellas hasta hacerlas desaparecer.

Maria sabía que, a pesar de ser exhaustiva, la información que había recopilado no estaba completa. Se sentía frustrada ante la idea de que, en ese momento, hubiese una investigación secreta que implicase a una serie de agentes federales y locales. Se lo recordaron cuando el BKA la reprendió en presencia de Fabel y del Kriminaldirektor Van Heiden. Maria había sido fotografiada hablando con personas clave para su operación de vigilancia, y le dijeron que había comprometido gravemente la operación al ganarse parcialmente la confianza de una joven prostituta rusa que trabajaba en los barrios más oscuros de los bajos fondos de Hamburgo. Nadja le había dado información e, inmediatamente después, había desaparecido. El BKA quiso destacar que la torpeza de Maria probablemente le había costado la vida a la muchacha.

Pero no volvería a cometer los mismos errores. Maria sabía que la operación de vigilancia seguía seguramente en pie, pero esta vez sabría evitarla. Las grandes maniobras policiales como aquélla siempre se fijaban en la trama general: construían conexiones, establecían estructuras de mando, identificaban lugares clave, cientos de expertos trabajaban en los detalles mientras los que dirigían la investigación permanecían apartados para ver el conjunto. Pero el núcleo de las operaciones de Vitrenko eran los traficantes; no los coches robados cuyos números de matrícula se podían registrar y archivar, sino las personas, y en el centro de cada estadística había una tragedia humana. Ésa sería la puerta de entrada para Maria: empezar con las víctimas e ir hacia atrás. Por el hecho de estar allí no oficialmente —sin autoridad e incluso sin legitimidad—, podía permitirse trabajar sin guantes. Era algo que tenía que hacer sola, aunque se sorprendió deseando a Anna Wolff a su lado. Anna no era nada entusiasta de las normas, y Fabel y Werner eran ambos unos puristas del procedimiento. Anna estaría dispuesta a saltarse el protocolo, y Maria tendría que hacer lo mismo.

Dejó su SIG-Sauer automática de servicio encima de la cama, junto al portátil, y luego la otra arma: una Glock 26 compacta de 9 mm. Maria había estudiado Derecho antes de hacerse agente de policía, lo tenía todo previsto para una carrera brillante. La ley lo había sido todo para ella, el hilo que mantenía fuerte el tejido social, lo que sostenía el mundo en orden. Cuando obtuvo esa otra pistola, por primera vez en su vida quebrantó la ley. Maria seguía siendo policía; su formación y sus habilidades serían lo que la llevarían hasta Vitrenko, pero también era cierto que, si quería llegar viva hasta tan lejos, tendría que hacerlo con la Glock en la mano. Maria no tenía ninguna intención de arrestarle.

Volvió a revisar los archivos de su ordenador. El «mercado del ganado»: así era como llamaban a la venta organizada de seres humanos procedentes de Ucrania, Rusia, Polonia y cualquier otro lugar del Este. No era un nombre inventado por los investigadores, sino el que le habían dado los criminales al frente de la organización; un título apropiado para la venta de gente como carne. Abrió una hoja de cálculo en la que había anotado todos los puntos destacados de la investigación. Tenía el aspecto de una telaraña desfondada: había tantas conexiones desaparecidas como presentes, aunque no había prácticamente nada desde donde Maria pudiera continuar. La organización de Vitrenko estaba extremadamente bien construida: capas de dirección y producción, exactamente igual que una estructura corporativa pero ingeniada de tal forma que cada nivel operaba sin saber quién estaba en el nivel superior o inferior. Incluso en un mismo nivel, había «células» que operaban sin conocerse entre ellas. Cada una de ellas estaba encabezada por un pakhan, o jefe, que recibía órdenes de un brigadier que controlaba hasta diez pakhans. El soldado raso no sabía nunca quién era el brigadier que le transmitía sus órdenes a través del pakhan. A eso se añadía la utilización de especialistas freelance que no trabajaban a tiempo completo para la organización y que a menudo no eran ni ucranianos ni rusos. De esta manera, la mafia ucraniana tenía una forma totalmente distinta a la mafia italiana, y resultaba también mucho más difícil de investigar y acusar que sus equivalentes italianos.

Pero a Maria no le hacía falta encontrar pruebas. No tenía ningún interés en resolver un caso: lo único que quería era encontrar a Vitrenko.

Maria puso otro archivo junto a los otros objetos. Había una cara que miraba atentamente desde una foto del servicio militar: el coronel Vasyl Vitrenko, que había pertenecido al Berkut de la Spetsnaz antiterrorista. Maria había mirado tantas veces aquella cara, con tanta intensidad, que debería haber perdido su poder de revolverle las tripas. Pero no lo había hecho. Cada vez que miraba aquellos ojos ucranianos verde intenso, los pómulos altos y fuertes y la frente ancha enmarcada por una cabellera densa y rubia como la mantequilla, sentía una opresión en el pecho, justo debajo de las costillas; en el lugar donde tenía la cicatriz.

Obviamente, era probable que Vitrenko ya no se pareciera en nada a aquella foto. Turchenko, el investigador que se mató de camino a Colonia, estaba convencido de que Vitrenko había cambiado su aspecto radicalmente, probablemente con cirugía plástica.

—Pero eso no lo puedes cambiar —le dijo Maria a la foto—. Esos ojos no se pueden cambiar.