Lo que más irritaba a Fabel era la alegría deliberada de Susanne. Sabía que ella estaba haciendo un gran esfuerzo para no dejar que su rabia contra él volviera a alcanzar el punto de ebullición. Susanne era de Múnich y, culturalmente, estaba orientada hacia el sur y lo mediterráneo. Fabel envidiaba a menudo su capacidad de dejar que sus emociones afloraran y se desparramaran para, así, apagar la llama que había debajo. Fabel, en cambio, era consciente de sus raíces doblemente norteñas. Él mantenía sus emociones tapadas, como una olla a presión.
—¿Qué es? —preguntó Susanne, señalando el folleto de encima de la mesa. Fabel le explicó brevemente su encuentro con el activista ucraniano de la Jungfernstieg, frente al Alsterhaus.
—Ah… sí, ya los he visto. Pero no sabía que eran ucranianos. Ya me conoces, siempre me escabullo cuando veo a alguien que creo que me quiere vender algo.
—Tenían que ser ucranianos —dijo Fabel con tristeza—. ¿Por qué será que hay tantos ucranianos con esos ojos tan penetrantes? Ya sabes, tan pálidos, azul o verde intenso…
—Probablemente sea por la genética. ¿No me dijiste una vez que los ucranianos tienen mucha sangre vikinga?
—Mmm… —Fabel estaba claramente luchando por dilucidar una serie de pensamientos confusos, aleatorios—. Es sólo algo que de pronto se me hace evidente. Y, por supuesto… —Se contuvo.
—¿Vitrenko? —dijo Susanne con un suspiro—. Jan, pensaba que habías ahuyentado ese fantasma.
—Y lo he hecho. Es sólo que me he acordado de él al conocer a ese ucraniano de ahí fuera.
Como presintió que se avecinaba otra discusión, cambió de tema y pasó a hablar de su próximo viaje de fin de semana para ir a ver a su madre, y de qué pena que Susanne, que a su madre le caía tan bien, no pudiera acompañarlo. Pero mientras hablaba tenía en la cabeza algo de su conversación con Maria que le había inquietado. Se prometió ir a verla cuando regresara de la visita a su madre, a pesar de lo que aconsejara el doctor Minks.
Después de comer, Susanne y Jan se dirigieron a la librería de Otto Jensen en el Arkaden, adonde se podía llegar dando un paseo desde el Alsterhaus. Otto los había invitado a asistir a la presentación de un libro que tendría lugar aquella misma tarde. Jensen era el mejor amigo de Fabel desde los tiempos de la universidad. Era alto, flaco y una de las personas más torpes que Fabel había conocido en su vida; sin embargo, detrás de su torpeza había un intelecto agudísimo. A Otto le encantaban los libros y su negocio era probablemente la mejor librería independiente de la ciudad. Pero Fabel había pensado a menudo que su amigo podría haber brillado mucho más en algún otro campo.
Otto los recibió con mucha alegría pero luego les susurró entre dientes que el libro que se presentaba era terriblemente aburrido.
—No te lo podía decir antes —se justificó Otto—, porque no habrías venido. Lo siento, pero os necesitaba para hacer bulto.
—¿Para qué están los amigos? —dijo Fabel.
—Mira, esta vez el vino no está nada mal, y como tú eres medio escocés, medio frisio, he pensado que harías cualquier cosa por un trago gratis.
Otto organizó una pequeña recepción para el autor y unos cuantos invitados después de la presentación. La gente se repartió en grupos, bebió vino y charló. Susanne y la esposa de Otto, Else, se habían hecho buenas amigas y estaban enfrascadas en una conversación sobre alguien a quien Fabel no conocía cuando Otto lo tomó del brazo y se lo llevó a otro lado.
—Hay alguien a quien quiero presentarte —dijo Otto.
—Espero que no sea el autor… —suplicó Fabel. Le había parecido que la presentación y al autor eran tan tediosos como Otto había prometido.
—No, nada que ver. Se trata de alguien infinitamente más interesante.
Otto guió a Fabel hasta un hombre más bien bajito de unos cincuenta años, vestido con un traje de lino beis que parecía haber llevado todos los días de la semana sin que hubiese pasado nunca por la plancha.
—Te presento a Kurt Lessing —dijo Otto. El hombre del traje arrugado le ofreció la mano. Tenía un rostro inteligente que ocultaba cierta belleza tras unas gafas demasiado grandes que necesitaban que las limpiaran—. Debo advertirte de que está bastante loco, pero hablar con él resulta muy interesante.
—Gracias por la introducción —dijo Lessing. Sonrió a Fabel, pero su atención se centró inmediatamente en Susanne, que acababa de incorporarse al grupo. Hizo una media reverencia y levantó la mano hacia sus labios—. Es un verdadero placer —dijo sonriendo con cara de lobo hacia ella. Fabel se rió ante aquel despliegue deliberadamente notorio de atracción—. Es usted una mujer extraordinariamente bella, Frau Doktor Eckhardt.
—Gracias —dijo Susanne.
—Debo señalar, Susanne —intervino Otto—, que, a pesar de que parezca evidente, en realidad es un inmenso honor que Kurt te haya dicho esto. Has de saber que es un especialista en belleza femenina reconocido a nivel mundial.
—¿En serio? —Susanne miró a Lessing con escepticismo.
—En serio —respondió Lessing mientras hacía otra de sus pequeñas reverencias—. He escrito la obra definitiva sobre la belleza femenina a lo largo de los siglos y a través de las distintas culturas. Es mi especialidad.
—¿Es usted escritor? —preguntó Fabel.
—Soy antropólogo —contestó Lessing sin desviar la vista de Susanne—. Y, en menor medida, crítico de arte. He combinado los dos campos. —Finalmente se volvió hacia Fabel—. Estudio antropología del arte y estética. Escribí un libro sobre la forma femenina a través de los siglos, sobre cómo el ideal de belleza se ha transformado de manera radical a lo largo de los tiempos.
—¿Tanto ha cambiado? —preguntó Susanne—. Es algo que me parece interesante. Soy psicóloga.
—Belleza e inteligencia: eso sí que ha sido universalmente atractivo a lo largo de toda la experiencia humana. Pero, para responder a su pregunta, sí, es cierto que ha sufrido variaciones radicales. Lo que resulta especialmente interesante es que nuestro ideal de belleza femenina ha cambiado más rápidamente durante el último siglo que en cualquier otro período de la historia de la humanidad. No hay duda de que los medios de comunicación han desempeñado un papel fundamental. Tan sólo cabe comparar las sirenas de la pantalla en los años cuarenta y cincuenta con las modelos flacas como palos de hoy en día. Lo que me parece particularmente sorprendente es la manera en que, dentro de un período determinado, uno puede encontrarse con distintos ideales de belleza que van en paralelo dentro de la misma cultura.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Susanne.
—No hay ningún hombre que encuentre atractivas a las modelos de pasarela delgadas como palos; no obstante, ellas son la definición femenina de la belleza. Esta exigencia de delgadez es una extraña tiranía ejercida por las mujeres sobre sí mismas. Las características que nos diferencian a los géneros son lo que nos hacen atractivos entre nosotros: a los hombres les gustan las curvas; a las mujeres, los ángulos.
—Pero eso contradice lo que ha dicho usted antes —dijo Fabel. Le parecía que una broma estaba bien, pero empezaba a hartarse de la fijación de aquel tipo bajito con Susanne—. Ha dicho que el «ideal» de belleza femenina ha cambiado a lo largo de los siglos.
—Cierto, pero dentro de unos parámetros determinados. Si observa usted el ideal clásico de las esculturas griegas o romanas resulta bastante parecido al de los años cincuenta, que fue cuando surgió la preocupación por el pecho grande. Sin embargo, si observa el arte renacentista, los pechos eran siempre pequeños y firmes. En aquellos tiempos, los senos grandes se asociaban a las nodrizas: mujeres de clase baja que amamantaban a los bebés de las madres ricas que deseaban conservar su figura. Ha habido cambios radicales en las modas, y el ejemplo más extremo fueron las modelos casi obesas de Tiziano, pero, en líneas generales, ha habido límites.
Fabel pensó en las mujeres asesinadas en Colonia, en el hecho de que tuvieran todas caderas anchas y nalgas rotundas.
—¿Qué hay de las nalgas? —preguntó—. ¿Ha habido también modas en culos?
—Desde luego que hubo una auténtica fijación por ellos en el siglo XIX. Los miriñaques exageraban el culo hasta un extremo físicamente imposible. Pero, en general, la función de las caderas y nalgas era destacar la estrechez de la cintura; y ésa era ciertamente la intención del miriñaque. No hay una sola parte del cuerpo que sea importante: lo que importa es su relación con el resto de las partes. Todas las mujeres gordas tienen el culo grande, pero la obesidad no es atractiva. Los hombres que prefieren los culos grandes tienden a buscar el contraste con una cintura fina; eso forma parte de nuestra psicología más primitiva. Evaluamos la figura del otro para juzgar su capacidad e idoneidad como pareja sexual.
Al salir del acto, Fabel y Susanne tomaron un taxi de regreso al apartamento de ella.
—Creo que le he gustado —dijo Susanne, riéndose.
—Mmm.
—¿Qué ocurre? —Susanne lo agarró del brazo—. ¿Estás celoso? No era exactamente mi tipo…
Fabel sonrió, pero su cabeza seguía lejos, tratando de componer una imagen de mujer en su mente. Sabía exactamente el tipo, el que caería en manos del caníbal de Colonia la próxima vez, a menos que Scholz fuera capaz de detenerle antes.