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Maria apagó el móvil antes de volver a guardarlo en el bolsillo de su chaqueta. A Fabel no le había dicho ninguna mentira, pero lo que había hecho era, en realidad, mentir por omisión.

El mobiliario era típico de hotel barato. Sacó su ropa de la maleta y la colocó doblada en la cajonera de contrachapado laminado, actuando, como siempre, con una precisa economía de movimientos. Una vez hubo deshecho la maleta, y con la misma tranquilidad, colgó la chaqueta en un perchero, entró en el pequeño lavabo mal iluminado de la habitación, se arrodilló ante el retrete y se metió un largo y cuidado dedo índice en la boca. Vomitó casi al instante. Las primeras veces que lo hizo le llevó mucho tiempo: le lloraban los ojos y tenía muchas arcadas antes de conseguir vomitar. Pero, ahora, su técnica se había refinado y era capaz de desencadenar el mecanismo de manera inmediata, lo cual le permitía vaciar el estómago rápida y fácilmente. Se levantó, se enjuagó la boca en el lavamanos y volvió al dormitorio.

Se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Abajo, en la calle, había mucha actividad. Le llegaban voces en idiomas distintos al alemán: turco, parsi, ruso, ucraniano… Esta parte de la ciudad fundía y mezclaba culturas en vez de ensamblarlas como en un mosaico. El hotel tenía seis plantas y la habitación de Maria estaba en la superior; miró por encima de las azoteas que se apiñaban bajo el cielo oscuro y nebuloso de invierno. Justo enfrente había un ático con terraza, tenía todas las luces encendidas y Maria vio a una mujer limpiando el apartamento. Era más bien joven, con una mata de pelo oscuro y una silueta voluptuosa. Maria pensó que podía ser turca. Le pareció que se contoneaba mientras pasaba el aspirador. No tenía idea de si la mujer vivía en el apartamento o tan sólo lo limpiaba, pero fuera cual fuese su categoría o situación, a Maria le parecía que era alguien que estaba totalmente cómoda con quién y qué era y dónde estaba. Maria sintió una punzada de celos y apartó la vista.

En la lejana Hamburgo hacía sol, pensó, mientras contemplaba las macizas agujas de la catedral de Colonia que perforaban el cielo sombrío.