Fabel se quería comprar un jersey con cuello de polo, de modo que se dirigió a los grandes almacenes Alsterhaus de la Jungfernstieg, junto al lago Alster. Comprar en el Alsterhaus era un lujo que se permitía tal vez demasiado a menudo, pero disfrutaba mirando sus distintas secciones y regalándose algún trozo de queso en la barra especializada de la planta superior. Decidió ir andando hasta el centro y la promesa de una agradable mañana se cumplió: la capa gris se había abierto y el cielo tenía ahora un color azul frío y brillante.
Cuando se acercaba a la Jungfernstieg oyó música. Fabel vio a un grupo de unos doce hombres y mujeres cantando en un idioma que no hacía falta comprender para saber que su canción hablaba sobre el dolor y la tristeza. El coro permanecía en la ancha acera, a pocos metros del arco déco de entrada al Alsterhaus. Tres hombres de aspecto eslavo, cual pescadores en un río, trataban de atraer la atención de los transeúntes. Uno de ellos se acercó a Fabel.
—Estamos recogiendo firmas, señor. Me pregunto si puedo pedirle un poco de su tiempo.
—Me temo que…
—Lo siento, señor, no quiero retenerle, pero ¿ha oído usted hablar del Holodomor?
El eslavo lo miraba con ojos serios e inquisitivos. Fabel se fijó en sus ojos, de un azul penetrante y frío, como el cielo de aquella mañana de invierno. Sintió una sacudida en el estómago al recordar a otro eslavo de ojos penetrantes que había conocido.
—¿Es usted ucraniano? —le preguntó Fabel.
—Sí, lo soy. —El eslavo sonrió—. El Holodomor fue el genocidio deliberado de mi pueblo, llevado a cabo por la Unión Soviética y Stalin. Murieron entre siete y diez millones de ucranianos, un cuarto de la población. Los soviéticos los dejaron morir de hambre entre 1932 y 1933. —Con un gesto abrió la carpeta que sostenía debajo de su sujetapapeles, llena de viejas fotos en blanco y negro, imágenes de la miseria humana: niños escuálidos, cuerpos tirados por las calles, enormes fosas comunes en las que echaban cuerpos cadavéricos. Las imágenes eran reminiscencias de las que Fabel había aprendido a asociar al Holocausto—. Hubo un momento en el que cada día morían 25 000 ucranianos. Fuera de Ucrania, prácticamente nadie sabe del Holodomor. Incluso allí, hasta después de la independencia no empezamos a hablar de ello abiertamente. Rusia todavía se niega a reconocer que el Holodomor fue un acto deliberado de genocidio, y lo atribuye a la colectivización incompetente de los comisarios de Stalin.
—¿Y ustedes lo cuestionan? —dijo Fabel. Miró el reloj para saber cuánto tiempo le quedaba antes de encontrarse con Susanne en la planta superior del Alsterhaus.
—Es una falsedad absoluta —prosiguió el eslavo, impertérrito—. La gente se moría de hambre en toda la Unión Soviética por la absurda manía de Stalin de colectivizarlo todo, eso es cierto, pero en 1927 empezamos a «ucranizar» nuestro país. Convertimos el ucraniano, no el ruso, en nuestra lengua oficial. Stalin nos vio como una amenaza, de modo que trató de exterminarnos dejándonos morir de hambre, y eliminó a más del 25 por ciento de la población. Por favor, su firma nos ayudará a que este crimen sea reconocido por lo que fue: un genocidio. Necesitamos que el gobierno alemán, el inglés y otros hagan lo que España ya ha hecho y reconozcan formalmente el Holodomor como un crimen contra la humanidad.
—Lo lamento. No digo que no vaya a apoyar su postura, pero no puedo firmarle esto hasta que sepa más de lo que ocurrió. Necesito investigar más por mi cuenta.
—Lo comprendo —le dio un folleto a Fabel—. Aquí se indica dónde puede encontrar más información, no sólo de nuestra organización. Pero, por favor, señor, cuando haya leído todo esto, entre en nuestra página web y añada su nombre a nuestra lista.
Cuando Fabel levantó la vista del folleto el ucraniano ya estaba abordando a otro transeúnte de la marea que llenaba la acera.
Fabel subió hasta la planta superior del Alsterhaus. Susanne todavía no había llegado, de modo que pidió un café y se sentó en el bar, junto a las escaleras mecánicas, mirando hacia el sitio en el que habían acordado encontrarse. Miró un momento el folleto que le había entregado el ucraniano. Hasta entonces, Fabel no había oído nunca la palabra Holodomor, pero sí sabía de la gran hambruna de la década de 1930. En los años ochenta, el asesino en serie ucraniano Andrei Chikatilo mencionó el Holodomor como parte del motivo por el cual se había convertido en caníbal, pues el hermano de Chikatilo fue asesinado y devorado por aldeanos hambrientos, si bien todo eso ocurrió antes de que él naciese. Un detalle que los impulsores de la campaña habían decidido omitir del folleto, muy comprensiblemente, era que una de las consecuencias del Holodomor fue un canibalismo masivo. Las autoridades soviéticas organizaron tribunales especiales para juzgar y ejecutar a la gente que fue hallada culpable de haber consumido carne humana. Los angustiados padres debían buscar sitios secretos donde enterrar a sus hijos cuando morían, porque era normal que los cadáveres fueran desenterrados y usados como alimento. Y, todavía peor, se dieron algunos casos de padres que mataron y se comieron a sus propios hijos. Incluso en ese momento, en Ucrania había un número inusitadamente alto de asesinatos en serie relacionados con el canibalismo.
Pero, para Fabel, Ucrania tenía un solo significado: era la oscura cuna de la que había salido Vasyl Vitrenko. Fue tal vez esta idea la que impulsó a Fabel a sacar el móvil y llamar a Maria Klee. El teléfono sonó unas cuantas veces antes de cambiar de tono, como si la llamada hubiera sido desviada a su teléfono móvil. Al contestar, la voz sonó apagada y desanimada.
—¿Maria? Soy Jan. Sólo llamaba para saber cómo estás. ¿Llamo en mal momento?
Fabel pensaba que Maria no se había aventurado demasiado a salir de su piso durante su baja por enfermedad. Interpretó el hecho de que no estuviera en casa como una buena señal.
—Oh, estoy bien… —Maria sonaba sorprendida—. Sólo he salido a hacer algunas compras. ¿Cómo estás tú?
—Bien. También de compras, en el Alsterhaus. ¿Cómo va la terapia? —Fabel hizo una mueca ante su torpeza. Al otro lado de la línea hubo una pequeña pausa.
—Bien. Voy progresando. Pronto volveré al trabajo, aunque sin ti no será lo mismo.
—¿Es eso bueno o malo? —La risa de Fabel sonó falsa.
—Malo. —Ahora no hubo risas—. Jan… creo que yo también podría dejarlo pronto.
—Maria, eres una excelente policía, y tienes todavía un gran futuro por delante —Fabel se oyó decir lo que sus superiores le habían dicho a él muchísimas veces—, pero es tu decisión. Si hay algo que he aprendido en estos dos últimos años es que, si crees que debes hacer algo, no esperes: hazlo.
—Es exactamente lo que he estado pensando. Últimamente… bueno, con todo lo que ha pasado…
Había algo extraño en la voz de Maria, una distancia, una lejanía, que para Fabel intensificaba cada centímetro de aire vacío que había entre ellos. Era la voz de alguien perdido y Fabel sintió que el pánico se le acumulaba en el pecho.
—Maria… ¿Por qué no paso por tu casa esta tarde y nos vemos? Creo que estaría bien que habláramos…
—Me gustaría, pero ahora no, Jan. No estoy preparada para ver a nadie del trabajo. Creo que… ya sabes, con la terapia y todo eso… De hecho, el doctor Minks me ha dicho que me iría mejor evitar el contacto con mis colegas durante un tiempo.
—¿Ah, sí? Bueno, lo comprendo —dijo Fabel, aunque mentía—. Tal vez pronto.
Se despidieron y Fabel colgó. Cuando levantó la vista vio que Susanne había llegado y lo buscaba con la mirada.