Ansgar se sumergió de lleno en la cocina. Para alguien ajeno a aquel entorno, la cocina de un restaurante podía parecer la definición del caos: pedidos anunciados a gritos por encima del ruido de la comida que se freía o hervía, los fogones y los extractores funcionando con ruido industrial, el personal entremezclado en una agitada coreografía… Pero, para Ansgar, su cocina era el único lugar de auténtico orden que conocía. La danza del personal, el ritmo de las sartenes y el horno… él lo dirigía todo como si fuera una orquesta. Nadie tenía que esperar nunca demasiado para tener el plato que había pedido; nunca un alimento llegaba ni demasiado crudo ni demasiado hecho. Tenía la fama del artista templado por el perfeccionismo.
Ansgar no se había casado nunca, pues nunca había conocido a nadie capaz de comprender sus peculiares necesidades. Estas necesidades, tarde o temprano, habrían salido a la superficie. Hubo mujeres, pero él mantuvo su conducta dentro de los límites de lo que debe esperarse. Para las otras apetencias, para sus verdaderos deseos, pagó a algunas mujeres, y mucho. La ausencia de una vida sentimental normal significó para Ansgar no tener esposa. Lo más parecido a un hijo que tenía era Adam, a quien estaba formando; tenía diecinueve años y era un joven entusiasta y trabajador. Ansgar había encontrado en él a alguien a quien podía transmitir los sagrados conocimientos del chef de cuisine.
Ansgar puso en marcha la maquinaria de la cocina para el almuerzo. Todos los miembros de su equipo estaban haciendo sus trabajos preparatorios. Entonces se llevó a Adam a un aparte y se tomó su tiempo para investir a su protegido con otro nivel más de artes culinarias.
—Quiero que prepares el Wildschweinschinken. Hoy está en el menú del mediodía.
—Sí, Chef —dijo Adam, ilusionado.
Ansgar le había permitido preparar la pierna de jabalí; había elaborado con cuidado la mezcla de hierbas, especias y mostazas, siguiendo exactamente la receta secreta de Ansgar, y había frotado con ella la carne del animal.
Eso fue un mes atrás, y la pierna de jabalí se estaba marinando y curando en la gran despensa refrigerada desde entonces. Adam trajo el jamón de jabalí de la nevera y lo colocó sobre la tabla de cortar.
—Lo cortaremos loncha a loncha sólo cuando llegue un pedido —dijo Ansgar—. Pero quiero que practiques con el corte de un par de lonchas. Otra cosa: mi intención es servirlo con una ensalada. Quiero que propongas algo adecuado.
Adam frunció el ceño.
—Bueno…
—No, todavía no. Primero quiero que cortes la carne. Observa su textura, su consistencia.
Adam asintió y, mientras sostenía la pierna con el tenedor de cortar, apoyó la hoja del cuchillo sobre la carne.
—Espera —dijo Ansgar, paciente—. Quiero que pienses más en tu corte, no sólo en lo finas o gruesas que serán las lonchas. Piensa en el animal del cual procede esta carne; cierra los ojos e imagínatelo.
Por un momento, Adam pareció agobiado, luego cerró los ojos.
—¿Puedes verlo?
—Sí. Un jabalí.
—De acuerdo. Ahora quiero que pienses en cómo buscaba comida por el bosque. En su forma, en la velocidad con la que era capaz de correr. Quiero que lo visualices por un momento, ¿puedes?
—Sí.
—Bien. Ahora abre los ojos y corta. Luego, sin pensarlo más, quiero que me digas con qué ensalada debo servirlo.
Adam cortó una loncha fina y perfecta desde la articulación, la colocó en el plato y miró a Ansgar, radiante.
—Debe servirla con setas silvestres, hinojo, naranja y hojas de rúcula.
—¿Lo ves? ¿Ves lo que ocurre cuando piensas más allá de la comida, más allá de la carne… y llegas a la carne viva? Hazlo y serás un gran cocinero, Adam. Hazlo y comprenderás siempre la auténtica naturaleza de los alimentos que sirves.
Con esta última frase, Ansgar le lanzó una mirada furtiva a Ekatherina a través de la cocina.