Se levantaron y miraron las tres bolsas de plástico transparente que había sobre la mesa de Anna: una con la anticuada pistola Walther P4, la otra con la bolsa de supermercado llena de dinero en efectivo y la tercera con un libro grande con solapas. Cada una estaba precintada y llevaba una etiqueta azul de prueba de un delito.
—Lo encontramos fuera de la tienda —dijo Anna Wolff, que estaba al frente del caso—. Filosofía. Es lo que estudiaba Tschorba… o había estudiado, vaya.
Fabel siguió mirando en silencio las tres bolsas con las pruebas. Anna repasó lo que había ocurrido en la licorería. El propietario turco dijo, en su declaración, que Breidenbach murió de forma heroica; que el joven policía estaba decidido a no dejar que el ladrón saliera a la calle con el arma. También declaró que se le ocurrió echarse encima de Tschorba para proteger a Breidenbach, puesto que le había dicho al pistolero que no podría con los dos. Cuando Timo Tschorba disparó los tiros fatales al cuerpo de Breidenbach, el tendero se le echó encima. Tschorba estaba ahora detenido y tenía la cara hinchada y arañada por su encuentro con el turco. En cuanto el tendero desarmó al yonqui corrió a socorrer a Breidenbach, pero el joven policía ya estaba muerto. Confesó que, al verlo, volvió y agredió con la culata de la pistola a Tschorba, que se puso a llorar como un niño.
—No puedo creerlo —dijo Fabel al fin—. Breidenbach estuvo allí, en el incidente con Aichinger. Él fue el agente del MEK que subió conmigo hasta su piso. —Movió la cabeza, dolido—. Me comporté como un capullo… Traté a Breidenbach como si fuera menos policía que yo sólo porque era especialista en armas tácticas. Me equivoqué: era un policía como la copa de un pino.
Anna repasó todo el expediente, incluida la confesión de Tschorba, el informe de balística, el del forense y las primeras observaciones de Möller, el patólogo. Fabel apenas prestaba atención; era el mantra típico de la Mordkommission de datos y cifras fríos, de horarios y causas de la muerte, de carnes heridas y ropas rasgadas. Lo había oído muchísimas veces. Sus pensamientos lo mantenían en el descansillo de un bloque de apartamentos en Jenfeld con un joven agente del MEK que apenas iniciaba su carrera mientras Fabel acababa la suya. Se daba cuenta de que no podría perdonarse el haber sido superficial al juzgar la motivación y la ambición del muchacho. Pensó en la juventud de Breidenbach, en lo preparado que estaba, y luego se imaginó su cuerpo grisáceo y sin sangre tendido sobre la mesa de autopsias de acero de Möller, abierto en canal mientras los restos de calidez de sus órganos internos se iban disipando en al aire frío de la sala forense.
Una vez escuchó el resumen de Anna, Fabel le pidió a Werner que entrara en su despacho, lo cual se había convertido en un ritual casi diario desde que presentó la dimisión; era el traspaso gradual de responsabilidades a su compañero. Siempre había pensado que Maria sería su sucesora, pero eso no podía suceder. Puso al día a Werner sobre el caso y le confirmó que Anna y Henk Hermann deberían supervisar la investigación sobre el asesinato de Breidenbach. Cuando acabaron, Fabel escuchó sus mensajes de voz y cogió la chaqueta de detrás de la puerta.
—Lo dejo por hoy. Tengo compras que hacer —le explicó a Werner. Le señaló su mesa, las carpetas que se habían quedado encima después de la reunión—. ¿Por qué no haces tu papeleo aquí? Así te vas acostumbrando.