7

Fabel volvió a soñar con los muertos.

A lo largo de toda su vida profesional había tenido esos sueños. Había aprendido a resignarse a los despertares repentinos, al tamborileo de su pulso en los oídos y al sudor frío nocturno como parte de sus procesos mentales. Había aceptado que los sueños eran un derivado natural de tantos pensamientos y emociones excesivos que poblaban su mente: los que había aprendido a suprimir mientras trataba con la brutalidad de los asesinos y, en especial, cuando se enfrentaba al dolor y la desesperación de sus víctimas. Era algo que veía en cada escenario de crimen: la historia. La historia, escrita normalmente con sangre, de aquellos últimos momentos tristes y violentos. Alguien le había dicho una vez que todos nos morimos solos, que podemos marcharnos de este mundo rodeados de gente pero la muerte es el más solitario de nuestros actos. Fabel no se lo creía. El elemento de todos los escenarios del crimen que se hacía más presente en su cerebro —merodeando maliciosamente en él hasta que soñaba— fue siempre la crueldad de que una víctima tuviera que compartir ese último momento, el más íntimo de su vida, con su verdugo. Recordaba que una vez estuvo a punto de darle un puñetazo a la sonrisa burlona de un sospechoso de asesinato que alardeaba contando cómo su víctima, mientras moría por sus puñaladas, trató de cogerle la mano buscando el último consuelo en forma de calor humano que tenía a su alcance. El cabrón llegó a reírse mientras lo contaba. Y aquella noche Fabel soñó con la víctima.

Ahora Fabel había soñado que esperaba fuera de un enorme salón. Por algún motivo pensaba que estaba en el Rathaus, la sede del gobierno municipal de Hamburgo. Sabía que le hacían esperar por algún motivo, pero que pronto le dejarían entrar. Dos ayudantes sin rostro abrían las puertas enormes y él accedía a una enorme sala de banquetes. Había una mesa de longitud inconmensurable, llena de gente cenando que se levantaba para ovacionarlo al verlo entrar. Su sitio estaba lejos, al otro lado de la mesa, y a medida que iba pasando por entre los invitados reconocía a la mayoría de ellos. Fabel tenía una vaga sensación de sorpresa de que lo reconocieran. Todos ellos, por supuesto, habían muerto antes de conocerle: eran las víctimas las que aplaudían, las víctimas cuyos asesinatos había investigado. Se sentó al final de la mesa. A un lado tenía a Ursula Kastner, que había sido asesinada cuatro años antes y que ya lo había visitado en otros sueños. Le sonreía con los labios pálidos, sin sangre.

—¿Cuál es el motivo de este banquete? —preguntaba Fabel.

—Es su cena de despedida —le respondía ella, todavía sonriendo, pero limpiándose una gota de sangre de la comisura de los labios con la servilleta—. Nos deja, ¿no es cierto? Pues hemos venido a despedirnos de usted.

Fabel asentía. Se daba cuenta de que la silla de su otro lado estaba vacía, pero sabía que el espacio estaba reservado para Hanna Dorn, su novia asesinada cuando era estudiante. Se volvía a hablar de nuevo con Ursula Kastner.

—He cumplido mi promesa —decía—. Le he pillado.

—A él —repetía ella—. Pero no al otro.

Se volvía para darse cuenta de que la silla vacante estaba ocupada. Fabel, en su cabeza aturdida por el sueño, sentía una pequeña sorpresa al darse cuenta de que no era Hanna Dorn sino Maria Klee quien la ocupaba. Tenía la cara demacrada y pálida y sonreía con fragilidad.

—¿Qué estás haciendo aquí? No deberías estar aquí —protestaba—. Todos éstos son…

—Lo sé, Jan, pero me han invitado. —Estaba a punto de añadir algo cuando una ovación apagada se levantaba entre los invitados. Había entrado el chef cargado con una bandeja de plata inmensa cubierta con una enorme tapa plateada. Llevaba la cara oculta, pero era fortísimo y sus brazos enormes abultaban mucho. Sin embargo, era solamente la física extravagante del sueño de Fabel lo que permitía al chef acarrear tamaña bandeja.

Después de colocarla en el centro de la mesa, el chef levantaba la tapa. Al hacerlo, Fabel veía un destello de sus ojos brillantes color esmeralda y se daba cuenta de que el cocinero era Vasyl Vitrenko. Maria gritaba. Fabel creía oír a Ursula Kastner decir a su lado: «Es el otro». Fabel contemplaba boquiabierto el cadáver de una joven tumbada de espaldas sobre la bandeja, con el pecho abierto y el blanco costillamen al aire; le habían quitado los pulmones y los tenía sobre los hombros. Eran las alas del Águila Sangrienta, el antiguo ritual vikingo que era la firma de Vitrenko. Fabel, como Maria, gritaba ahora de terror pero se veía también aplaudiendo con el resto de invitados. Maria se volvía hacia él.

—Sabía que vendría —le decía, deteniendo de pronto su grito—. Hemos esperado mucho tiempo su llegada. Pero sabía que querría despedirse de usted.

Vitrenko daba la vuelta hasta donde se sentaba Maria. Le ofrecía la mano como si la invitara a bailar. Fabel quería levantarse para protestar, para defender a Maria, pero se encontraba incapacitado para moverse y observaba impotente cómo Vitrenko se llevaba a Maria hacia una parte oscura del salón. La mujer sentada junto a Ursula Kastner estaba agachada y buscaba algo debajo de la mesa. De pronto, se incorporaba, con expresión preocupada.

—¿Ha perdido algo? —le preguntaba Fabel. La reconocía como Ingrid Fischmann, la periodista asesinada por una bomba el año anterior. Ella se reía y ponía una cara como si pensase «qué tonta soy».

—Mi pie —respondía—. Hace un minuto lo tenía.

Fabel se despertó.

Permaneció tumbado a oscuras, mirando al techo. Cambió la postura de las piernas bajo la manta sólo para comprobar que todavía podía moverse. Oyó respirar a Susanne, lenta y regularmente en su descanso sin sueños. Oyó los ruidos nocturnos de Pöseldorf, algún coche ocasional, un grupo de gente intercambiando ruidosas despedidas. Hizo girar las piernas y se sentó al borde de la cama, lentamente, para no despertar a Susanne. Rozó algo con los pies. Bajó la vista y vio otro par de pies enfundados en unas botas negras, imponentes. Levantó la vista y vio a Vasyl Vitrenko en pie frente a él, con sus ojos esmeralda brillando en la oscuridad.

—Mire lo que he encontrado —dijo Vitrenko, mostrándole un pie desmembrado de mujer.

Fabel se despertó. Se incorporó de golpe con la cara, el pecho y los hombros empapados de sudor. El corazón le latía con fuerza. Le llevó un rato autoconvencerse de que esta vez estaba realmente despierto. Susanne gimió y se volvió, pero no llegó a despertarse.

Se quedó quieto un rato pero luego se dio cuenta, al reclinar la cabeza sobre la almohada, de que no podría volver a conciliar el sueño. Tenía tantas cosas merodeando por la cabeza que era incapaz de identificar lo que le impedía dormir. Dejó a Susanne en la cama, se dirigió a la cocina y se preparó una taza de té frisio. Se llevó la taza al salón y se sentó en el sofá.

Desde el instante en que se levantó de la cama sabía que iba a leer el informe. Lo había sabido durante toda la velada, pero se había estado engañando, diciéndose que era capaz de ignorarlo. Lo cogió. Empezó a leer.