Stefan aparcó frente a la tienda abierta 24 horas anexa a la gasolinera. Hacía tan sólo una hora que había salido del trabajo y ahora se sentía bien: recién afeitado y duchado, con una camisa limpia y su mejor colonia. Había llamado a Lisa y ella había accedido a que pasaran la noche juntos. Aquélla era la única tienda que conocía que estuviera abierta tan tarde, y además sabía que tenía una buena selección de vinos.
Llevaba un par de meses saliendo con Lisa. Era una chica fantástica, divertida, elegante y guapa. Se habían empezado a ver de manera desenfadada y se divertían mucho juntos, pero Stefan empezaba a pensar que ella tenía interés en algo más serio, y él no quería. O, al menos, pensaba que no quería. Las cosas ya estaban bien como estaban y no se sentía preparado para comprometerse con nadie. No obstante, a veces la idea no le parecía tan mala. Pero el hecho era que, de momento, para lo único que Stefan tenía tiempo de pensar en serio era en su carrera. Había intentado explicarle a Lisa lo importante que era para él ser policía. En un par de meses tenía los exámenes para el cargo de Kommissar y debía empezar a concentrarse en los estudios. Pero no esa noche; esa noche quería divertirse. Aunque antes debía elegir el vino.
Nada más cruzar la puerta, Stefan supo que pasaba algo raro. La campanilla de la puerta llamó la atención de los dos hombres, las otras dos personas que había en la tienda. Eran un hombre flaco con el pelo largo y lacio y la ropa de aspecto sucio, de pie frente al mostrador, y un turco de mediana edad responsable de la tienda detrás del mismo. Los dos hombres estaban quietos; demasiado quietos y tensos. De pronto, el más joven se volvió a mirar a Stefan. Éste pudo ver el miedo en sus ojos, el movimiento tosco cuando balanceó el brazo para apuntarle con su pistola. Stefan separó las manos del cuerpo.
—Tranquilo… —dijo. A Stefan se le hizo presente toda su formación y llevó a cabo un rápido análisis de la amenaza. Absorbió todo lo que pudo en el mínimo tiempo posible. La pistola era una antigua Walther P8, prácticamente una pieza de anticuario. No, el cañón era demasiado corto para ser un P8: era un P4, el modelo que usaba la Policía de Hamburgo después de la guerra. Igualmente, era vieja y no parecía muy cuidada. Stefan no estaba muy seguro de si funcionaría, resultaba imposible estar seguro.
—Tranquilízate —le repitió, al darse cuenta de que el joven de ojos desesperados y el pelo sucio era el más asustado del local. Stefan recordó la manera en que el Hauptkommissar Fabel controló la situación en Jenfeld—. Sólo quiero que te calmes.
Stefan percibió el temblor del brazo del pistolero, los párpados rojos de sus ojos furiosos. Era un yonqui, desesperado y asustado, y la formación de Stefan le decía que un hombre asustado con una pistola es infinitamente más peligroso que uno enfadado con una pistola. Hizo un cálculo mental de las posibilidades de que la pistola se encasquillara y, si llegaba a dispararse, de que el yonqui errara el tiro.
—¡No te muevas! —le gritó el joven.
—No me moveré —le dijo Stefan con calma.
—Tú —le gritó el yonqui al tendero turco—. Llena una bolsa con el dinero de la caja.
El turco cruzó una mirada con Stefan; le había despachado muchas veces y sabía que era policía. Cogió el dinero que había en la caja y lo metió en la bolsa. El yonqui la agarró con la mano libre sin dejar de apuntar a Stefan.
—Vale. Apártate. Me marcho. —El yonqui trató de imprimir la máxima autoridad a la frase.
—No puedo dejarte hacerlo —dijo Stefan con voz serena.
—¿Qué coño quieres decir? Apártate de una vez.
—No puedo —repitió Stefan—. Soy policía. Me da igual el dinero, ni siquiera me importa que te escapes, pero no puedo dejar que te marches con la pistola. No puedo permitir que seas un peligro público.
—¿Eres un bulle? —El yonqui estaba cada vez más agitado. Su temblor se acrecentó—. ¿Un puto poli? —Desvió su objetivo de Stefan al tendero turco—. ¿Y qué pasa con este miembro del público? ¿Y si le vuelo la cabeza porque tú no quieres apartarte?
Stefan miró al turco. Había levantado las manos pero el policía percibió que dominaba mucho mejor su miedo que el pistolero.
—Entonces me demostrarás que no puedo dejarte marchar. Y tendré que reducirte.
—¿Con qué? Si no vas armado.
—Créeme —Stefan mantenía el tono sereno—. Si aprietas el gatillo será lo último que hagas. Soy agente especialista en armas de fuego, entiendo mucho de pistolas y conozco el arma que llevas. Sé cuándo y dónde fue fabricada. Puedo saber, por cómo la sujetas, que no sabes lo que haces, y sé que no acertarás antes de que te pille y te retuerza el cuello. Pero no tiene por qué ser así. Baja el arma. Hay otra manera de arreglar las cosas.
—¿La hay? —El pistolero sonrió con amargura—. Supongo que pasa por restaurar el monopolio de la violencia.
—No sé de qué me hablas.
—¡Apártate! —Volvió a apuntar a Stefan—. ¿Por qué tienes que hacer todo esto? ¿No puedes limitarte a apartarte? Sólo es un segundo.
—Porque me dedico a esto. Dame el arma, anda. —Stefan avanzó un paso hacia él—. Acabemos con esto.
—De acuerdo, acabemos. —La expresión del pistolero pareció vaciarse.
Stefan soltó una breve risita. Se había equivocado: la pistola era vieja, no había sido cuidada, pero no se encasquilló. Y, o bien el yonqui era mejor tirador de lo que Stefan había supuesto o, sencillamente, tuvo suerte. La explosión del disparo siguió resonando en el fondo del local cuando Stefan bajó la vista hacia su camisa nueva, hacia el agujero que tenía, hacia la mancha que se extendía a medida que su sangre iba empapando la tela. Un tiro al centro. Un tiro casi perfecto. Las piernas de Stefan cedieron bajo su peso y cayó de rodillas.
—¿Por qué no podías apartarte? —La voz del yonqui estaba llena de pánico y odio a partes iguales.
Stefan levantó los ojos hacia él y abrió la boca para decir algo, pero sintió que le faltaba el aliento.
—¿Por qué? —repitió el yonqui quejumbroso, mientras disparaba otra vez. Y otra. Y otra.