Después de hacer el amor, Fabel y Susanne se quedaron sentados en el salón de su apartamento y contemplaron las aguas oscuras del Alster y los reflejos dorados que jugaban por su superficie. Susanne reclinó la cabeza sobre el hombro de él y Jan hizo todo lo que pudo para disimular el hecho de que, por algún motivo, no deseaba tenerla a su lado. El sentimiento lo sorprendió. Se sentía inquieto e irritable y, por un instante, tuvo una necesidad casi irresistible de meterse en el coche y marcharse de la ciudad, de Hamburgo, de Alemania. Era una sensación que ya había tenido antes, pero siempre la había atribuido a su trabajo, a una necesidad de alejar al máximo toda aquella presión y aquel horror. Pero ¿no era eso exactamente lo que había conseguido? Le quedaban tan sólo unas cuantas semanas y su huida sería completa, de modo que, ¿por qué se sentía tan lleno de pánico? ¿Y por qué, cuando se suponía que debía empezar a saborear una vida carente de asesinatos, no podía quitarse de la cabeza la cita con el informe que había medio ocultado bajo el ejemplar del Morgenpost?
—¿Qué tal la cena con Roland? —le preguntó Susanne.
—Un rollo. A Bartz le gusta mucho hablar. No sé si le gusta escuchar, pero no para de hablar.
—Pensaba que te caía bien.
En la voz de Susanne había cierta inquietud. Fabel había aprendido a ir con cuidado cuando hablaba con ella de su nuevo trabajo: últimamente, cualquier falta de convicción en su tono bastaba para iniciar una discusión.
—Me cae bien. Bueno, me caía bien de niño, pero la gente cambia, y ahora Roland Bartz es una persona muy distinta. Es buena gente, sólo se ha vuelto un poco egocéntrico.
—Es empresario, y eso es algo inherente a su profesión —dijo Susanne—. Su empresa no funcionaría tan bien, y no te podría haber ofrecido el sueldo que te ofrece, si estuviera lleno de inseguridades. De todos modos, la gente con la que trabajas no tiene por qué caerte bien.
—No hay ningún problema —dijo Fabel—. De veras. Y no te preocupes, que no me he repensado lo de dejar la Policía de Hamburgo. Estoy hasta las narices.
Tomó un buen sorbo de Pinot Grigio, se reclinó en el sofá y cerró los ojos. La imagen del suicida triste, desesperado y demente le llenó los pensamientos. La misma imagen que lo había acechado durante toda la cena con Bartz.
—¿Qué te preocupa? —le preguntó Susanne, en respuesta a su suspiro.
—No puedo dejar de pensar en Aichinger y en todo lo que dijo antes de dispararse. Eso de despertarse y darse cuenta de que no era real. ¿De qué demonios hablaba?
—Es una despersonalización. Nos ocurre a todos en cierto grado en algún momento; normalmente cuando sufrimos mucho estrés y fatiga aguda. En el caso de Aichinger, es posible que tuviera algún trastorno más grave. Tal vez se le hubiera desencadenado un proceso de huida disociativa.
—Pensaba que eso era cuando la gente pierde la memoria, cuando despiertan en una ciudad nueva, con una nueva identidad o sin identidad alguna.
—A veces puede ocurrir. La gente que sufre un trauma fuerte puede caer en una huida disociativa. Para olvidarse de lo malo, se deshacen de su memoria entera; sin memoria no puedes recordar quién eres, adoptas una nueva identidad sin la biografía de la tuya real.
—Pero Aichinger no había perdido la memoria.
—No, pero si no se hubiera matado, puede que hubiera salido por aquella puerta y hubiera desaparecido. No sólo para el mundo, sino para sí mismo.
—Dios sabe que ha habido momentos en que hubiera deseado desaparecer de mí mismo. Cuando estaba delante de Aichinger mientras él se volaba los sesos fue uno de ellos. —Fabel sonrió amargamente.
—Bueno, de alguna manera lo has hecho. Tan pronto como salgas del Präsidium por última vez y dejes atrás el trabajo de policía.
—Desde luego. —Tomó otro sorbo de vino—. Y lo deje todo en manos de los chicos de Breidenbach.
—¿Quién?
—La nueva generación. —Fabel se acabó el vino.