«Déjalo —pensó para sus adentros—. Déjalo reposar».
Cuando Fabel llegó a casa era todavía razonablemente pronto. Bartz quiso alargar la velada en el bar después de la cena, pero Fabel le dijo que al día siguiente tenía que madrugar. Tenía pendiente redactar el informe del caso Aichinger. Bartz suspiró y dijo «está bien…», pero logró transmitirle la impaciencia creciente del que pronto sería su director de ventas internacional.
Al salir del trabajo, Susanne fue a casa de Fabel. No la había visto en todo el día; no había ido al Präsidium, sino que había estado trabajando en el departamento de psiquiatría del Instituto de Medicina Legal de Eppendorf. Fabel sirvió un par de copas de vino mientras esperaba a que saliera de la ducha. Miró por el ventanal que daba a Alsterpark y a la extensión oscura y brillante del lago Alster más allá. Le encantaba su apartamento. Lo consiguió por una mezcla de mala suerte y buena ocasión: su matrimonio se rompió justo cuando el mercado inmobiliario de Hamburgo sufría una de sus peores crisis. Seguía siendo un poco caro para su sueldo de Erster Hauptkommissar, pero valió la pena. No obstante, era un piso muy pensado para una sola persona: su espacio personal e indivisible. Ahora, con su cambio profesional, venía otro cambio: la decisión de que él y Susanne venderían sus respectivos pisos, buscarían uno nuevo y se irían a vivir juntos. Otra determinación que en su momento pareció muy clara y que ahora estaba salpicada de dudas.
Observó el centelleo movedizo de faros de coches a lo lejos por la Schöne Aussicht, en la otra orilla del Alster. Recordó su cena con Bartz. Pensó en su futuro, en el informe que descansaba en la mesita y que al mismo tiempo llenaba la sala con su presencia. «Si lo cojo —pensó—, todo esto volverá a absorberme. Déjalo. Déjalo descansar».
Susanne entró en la sala y Fabel puso una copia del Hamburger Morgenpost encima del informe. Se volvió hacia ella y sonrió. Susanne era guapa, lista, sexy. Su larga melena estaba húmeda y le caía en forma de mechones negros y brillantes sobre los hombros del albornoz de felpa blanca. Se sentó en el sofá y él le ofreció la copa de vino.
—¿Cansada? —le preguntó, mientras se sentaba a su lado en el sofá.
—No, no estoy cansada —sonrió ella lánguidamente.
—¿Tienes hambre?
—Estoy hambrienta —respondió, mientras lo atraía hacia ella, dejándose deslizar el albornoz abierto.