—Éste es un paso muy importante para ti, Jan. Quiero que sepas que te lo agradezco mucho. —Roland Bartz tomó un sorbo del vino que le habían dado a probar, lo saboreó y le hizo un gesto de aprobación al camarero, que procedió a llenar las copas de ambos hombres—. Y entiendo que renunciar al cargo de jefe de la Mordkommission es mucho más complicado que cualquier otra cesión de cargos…
—¿Pero…?
—Llevo esperando mucho tiempo, Jan. He accedido a esperar a que cerraras este último caso, pero ahora necesito a alguien que se ocupe de los casos del extranjero con urgencia.
—Lo sé. Lamento el retraso. Pero, como ya te he dicho, ahora ya dispongo de una fecha oficial de cierre y me voy a ceñir a ella. Ya no tendrás que esperar más.
Fabel forzó una sonrisa cansada.
—¿Estás bien?
Bartz frunció el ceño, lo que Fabel interpretó como una preocupación exagerada. Tenían la misma edad, ambos se habían criado en Norddeich, en Frisia Oriental, y habían ido al mismo colegio. En aquellos tiempos Bartz era un joven torpe y desgarbado con el cutis hecho polvo, pero ahora tenía la tez bronceada, incluso en pleno invierno hamburgués, y su torpeza se había transformado en sofisticación urbana. Al principio Fabel había visto a Bartz a través de los ojos de su infancia: reconociendo las similitudes con el chico del que había sido amigo, pero luego, rápidamente, le fue quedando claro que el Roland Bartz de ahora era una persona distinta del Bartz escolar. Fabel sabía que su amigo se había hecho multimillonario, pero no fue hasta que se encontraron por casualidad y Bartz le ofreció trabajo —y una puerta de escape de la Mordkommission— que Fabel descubrió lo enorme que era la fortuna de su compañero de colegio. Ahora estaba conociendo al hombre de negocios. Fabel prefería al joven torpe y lleno de granos de sus recuerdos.
—Estoy bien —respondió sin convicción—. Es sólo que he tenido un día difícil.
—¿Y eso?
Fabel relató unos cuantos detalles sobre su encuentro con Georg Aichinger, sin dar ninguna información que la prensa no hubiera ya desvelado para entonces.
—Dios mío —dijo Bartz, moviendo la cabeza con incredulidad—. Eso no es para mí, Jan. Ni en toda mi vida sería capaz de hacer un trabajo así. Está bien que lo hayas dejado. Pero, a veces, para ser sincero, no sé si es así como te sientes.
—Sí lo es, Roland, de veras. Hoy, cuando estaba allí, había conmigo un joven agente del MEK que se moría de ganas de soltar unas cuantas ráfagas. Casi se podían oler en el aire la testosterona y el aceite del arma —Fabel movió la cabeza—. Y no es que lo acuse de nada; es sólo el producto de la época. En eso se ha convertido el trabajo policial. Ha llegado la hora de marcharme.
El restaurante estaba en Övelgönne y sus enormes ventanales daban al Elba. Fabel hizo una pausa para contemplar cómo un macizo carguero se deslizaba silenciosamente por el río con una elegancia inesperada. Ya había estado ahí con Susanne, en alguna ocasión especial. El precio convertía el local en apropiado para celebraciones especiales, aunque estaba claro que no era así para Bartz y su cuenta corriente. Había sido ahí, en una de esas ocasiones especiales, donde Fabel tuvo el encuentro casual con Bartz que le llevó a su espectacular decisión de cambiar de profesión.
—Ha llegado el momento de que me convierta en otra persona —añadió, finalmente.
—Tengo que decirte, Jan —dijo Bartz— que sigues sin parecer cien por cien convencido de estar haciendo lo más adecuado.
—¿No? Lo siento. Ser policía ha sido mi vida durante mucho tiempo. Simplemente me estoy haciendo a la idea de dejarlo todo atrás. Es un paso enorme, pero estoy preparado para darlo.
—Eso espero, Jan. Lo que te ofrezco no es ninguna sinecura. Está claro que no conlleva la tensión o la conmoción de ser detective de homicidios, pero te aseguro que es igual de exigente… sólo que de distinta forma. Precisa a alguien con tu inteligencia y tu formación, pero, por encima de todo, a alguien con tu conocimiento de la gente. Sólo tengo miedo de que te lo pienses mejor.
—No me lo tengo que pensar mejor. —Fabel ocultó la mentira tras una sonrisa.
—Hay una cosa del trabajo, una ventaja de la que no hemos hablado, en la que tienes que pensar.
—¿Ah, sí?
—¿Qué crees que significa para la gente que seas director internacional de ventas de una empresa de software? Quiero decir que, cuando te encuentras a gente en una fiesta, en una boda o en un bar, y te preguntan a qué te dedicas, ¿sabes qué significa?
Fabel se encogió de hombros. Bartz hizo una pausa y tomó un sorbo de vino.
—No significa nada. Es tu trabajo, no eres tú. No te define, y la gente no se forma una opinión. Pero si eres policía todos la tienen, y al instante se interponen una serie de prejuicios y expectativas. La gente ya no lo ve como el trabajo que haces, lo ve como lo que tú eres. Te estoy ofreciendo huir de eso, Jan. Una oportunidad de ser tú mismo.
En aquel momento llegó el camarero con sus platos.
—Bueno —sonrió Bartz agradecido—. Ahora que ha llegado la comida ya podemos hablar de tu futuro, no de tu pasado. Comer y hablar de negocios, Jan, son cosas inseparables. Creemos que hemos llegado muy lejos, que somos mucho más sofisticados que nuestros ancestros, pero sigue habiendo esa especie de intimidad básica que se desprende de compartir una comida, ¿no te parece? —Fabel sonrió. No recordaba que Bartz hablara tanto de niño—. Piensa en todas las alianzas fraguadas, en todos los pactos hechos a lo largo de los siglos, todos ellos hablados, negociados y sellados durante festines. Es algo a lo que tendrás que acostumbrarte. La mayor parte de tus negociaciones se desarrollarán en mesas de restaurantes.
Se pasaron el resto de la cena hablando de una vida a la que, de alguna manera, Fabel todavía no se veía adaptándose: un mundo de viajes y reuniones, de congresos y de relaciones sociales. Y, por alguna razón, no lograba quitarse de la cabeza el desesperado discurso de Georg Aichinger contra la inutilidad de su vida.