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Taras Buslenko ya sabía dónde se celebraría la reunión, si la información de Sasha era correcta. Pero, por supuesto, eso no lo sabían: lo pasearían por todo Kiev antes de revelar su destino final y él debería pasar por el aro.

Cuando recibió la llamada en su móvil le dijeron al principio que se dirigiera al hotel Mir de la Goloseevsky Prospekt y que esperara en el aparcamiento. Cuando llevaba diez minutos de espera, una segunda llamada le dijo que volviera al centro de la ciudad, aparcara en el pasaje Kyivsky y empezara a bajar a pie por la calle Khrechatyk.

Era un sábado por la noche: la calle Khrechatyk estaba cerrada al tráfico todos los fines de semana, lo que durante el día le daba a la gente que salía de compras y a los turistas, y por la noche a los juerguistas, la libertad de pasear tranquilamente y apreciar su grandeza. El propio Buslenko, a medida que bajaba por el ancho paseo, no podía evitar pensar en lo bonito que era, todavía adornado con las luces brillantes de Navidad. Había caído una nevada fresca pero ligera y las anchas aceras y los árboles que las alineaban parecían salpicados de azúcar en medio de la fría noche de invierno. Como le habían explicado con claridad, Buslenko caminaba alejándose de la plaza de la Independencia. Estuvo allí en noviembre y diciembre de 2003 y se quedó maravillado con la visión de las banderolas naranjas, con aquel ambiente electrizado por las promesas de cambio. Se sintió partícipe de algo grande, imparable. Sin embargo, Buslenko no había ido para prestar su apoyo: estuvo al mando de un destacamento de tropas de seguridad, supuestamente enviado a la plaza para impedir el derramamiento de sangre entre los seguidores «azules» de Yanukovych y los revolucionarios «naranjas» que apoyaban a Yuschenko. Lo más probable era que los hubieran mandado como muestra de la fortaleza del régimen, pero la Policía y los jefes de la inteligencia habían reconocido un auténtico cambio de aires, y muchos dentro de los servicios de seguridad, como el propio Buslenko, simpatizaban con la revolución. El destacamento de Buslenko había sido desmantelado.

Buslenko se aseguró de pasar por delante de la discoteca Celestia sin mirar. Tal vez Sasha lo hubiera entendido mal, o tal vez la gente con la que se suponía que debía encontrarse estaba siendo extremadamente prudente.

—Cuando estaba casi a punto de llegar al centro comercial Central Universal le volvió a sonar el teléfono. Esta vez recibió instrucciones de esperar en la barra del club Celestia. Buslenko se sintió aliviado, pues había empezado a temerse que lo mandaran a alguna parte más remota de Kiev. El Celestia estaba bien, justo en el centro de la ciudad, un lugar más público: allí resultaría más complicado matar a alguien y deshacerse del cuerpo. Era uno de los símbolos resplandecientes de las nuevas aspiraciones de Ucrania: un club glamouroso del centro urbano, en el extremo de la calle Khrechatyk que daba a la plaza de la Independencia. Buslenko, a pesar de su historial, seguía siendo un sólido simpatizante de la nueva vía de Ucrania: siempre había sido muy patriota y ahora veía el potencial para el futuro que su país se merecía. Su corazón estaba con la Revolución Naranja, pero algunos lugares, como el Celestia, le hacían sentirse incómodo: buscaban reflejar el lujo y el glamour occidentales, pero tenían algo que le parecía falso y prestado, como cuando una muchacha campesina de mofletes rubicundos se enfunda un vestido de cóctel de lentejuelas y se aplica maquillaje con manos inexpertas.

En la puerta del club había dos porteros con traje negro. Uno tenía el cuello ancho y el cuerpo discretamente macizo; el otro era más bajo, más delgado y de aspecto más simpático, y sonrió a Buslenko mientras le aguantaba la puerta de entrada. Como le habían enseñado a hacer en todas las ocasiones, Buslenko evaluó automáticamente el riesgo que presentaban los porteros. En un instante demasiado breve como para ser percibido identificó al más pequeño como peligro principal: se movía con rapidez y agilidad y ocultaba lo que pensaba tras su sonriente máscara. Buslenko reconoció que el tipo bajito, a diferencia del pesado «musculitos», sería capaz de desplegar una violencia rápida y letal. Era un auténtico asesino, probablemente con un pasado en la Spetsnaz. Fue como mirarse al espejo.

Buslenko se dirigió hacia la barra y pidió una cerveza Obolon. El barman, sin sonreír, le dijo que en el Celestia no tenían Obolon ni ninguna otra cerveza ucraniana y Buslenko pidió una cerveza alemana muy cara. El Celestia estaba animado pero no repleto; ocupado por una clientela joven y acomodada que brillaba bajo un aura de Gucci y Armani. La barra era un arco largo y amplio de granito negro y brillante sobre nogal macizo; las paredes estaban iluminadas por focos que proyectaban formas sinuosas, ligeramente eróticas sobre su superficie de un rojo oscuro y aterciopelado. A Buslenko, el Celestia le parecía el concepto de infierno que podía tener un diseñador contemporáneo. «El lugar más indicado —pensó—, para encontrarse con el diablo».

Buslenko advirtió que había alguien a su lado. Se volvió y vio a una mujer joven y rubia; alta y esbelta, con el pelo corto, rostro ancho con los pómulos marcados como las eslavas, la frente ancha y pálida y los ojos de un color azul resplandeciente. Era un rostro realmente bello que no podía salir de otro lugar que no fuera Ucrania.

—Hola, señor —dijo la bella ucraniana con una sonrisa perfecta de porcelana—. Le están esperando. ¿Quiere acompañarme? Su anfitrión ha reservado una sala privada.

Puso la cerveza de Buslenko en una bandeja y se dio la vuelta, mirando un instante hacia atrás para asegurarse de que la seguía. Antes de hacerlo, él examinó la barra a su alrededor como para convencerse de que no lo vigilaban.

La bella ucraniana lo guió a través de una puerta doble hacia un pasillo que era como un túnel sombrío, con paredes de cristal oscuro e iluminado por finas franjas de luz focalizada que se repetían infinitamente en el material reflectante. Llamó a una puerta antes de abrirla de par en par para que Buslenko pudiera entrar en la lujosa sala de juegos privada. Había cuatro hombres sentados alrededor de una mesa baja, en un espléndido sofá en forma de L. Sobre la mesa, cuatro vasos de vodka y una botella junto a un informe de cubierta azul. Los cuatro se levantaron cuando entró Buslenko. Al igual que el portero, llevaban las fuerzas especiales escritas en la cara y todos tenían cuarenta y tantos años, lo cual significaba que probablemente habían tenido experiencias reales de combate. Buslenko se fijó en la pared de cristal semiopaco que había detrás de ellos, que obviamente dividía ese reservado del contiguo. La sala que había más allá estaba a oscuras y la puerta que las conectaba cerrada; una intuición vaga pero profunda le decía a Buslenko que no estaba vacía.

El hombre que estaba sentado en el centro tenía el pelo prematuramente blanco y con un corte que casi dejaba ver su cabeza desnuda. Una cicatriz le asomaba por el cabello, le cruzaba la ancha frente y le llegaba hasta la parte externa de la ceja derecha. Buslenko había hecho su habitual registro veloz de la sala y ya había deducido el rango superior del tipo de la cicatriz por el lenguaje corporal de los demás, aunque no eran el instinto ni la formación lo que le decían a Buslenko que estaba ante un hijo de puta mezquino y peligroso. Reconoció al ruso nada más entrar en la sala y sintió una opresión en el pecho. Kotkin. ¿Qué hacía allí Dmitry Kotkin? Tenía demasiada experiencia como para ser sargento de reclutamiento. Buslenko tampoco necesitó darse la vuelta para saber que ahora había un quinto hombre detrás de él, en la puerta. Pero presentía que había alguien más, que estaba más allá de su alcance; alguien que aguardaba, silencioso e invisible, tras la pared de cristal oscuro de la otra habitación.

La bella ucraniana puso el vaso de cerveza de Buslenko encima de la mesa y se marchó. Él no se volvió al advertir el clic de la puerta que se cerraba. La presencia del quinto hombre no tenía ninguna trascendencia: Buslenko era bueno y perfectamente capaz de enfrentarse a cuatro o cinco hombres en las circunstancias adecuadas. Pero éstas no eran las circunstancias adecuadas, ni éstos eran tampoco los hombres apropiados: tenían todos un historial similar al de Buslenko y, supuso, todos habían matado antes más de una vez. Como mucho, sería capaz de llevarse a uno o dos de ellos por delante. Además, sabía que si tenía que enfrentarse a la muerte, ésta vendría desde atrás y del hombre de la puerta.

—¿Es usted Rudenko? —le preguntó Kotkin en ruso.

Buslenko asintió.

—Siéntese —dijo Kotkin, al tiempo que él también tomaba asiento. Los otros tres se quedaron de pie. El ruso de la cicatriz abrió el informe—. Tiene usted un historial impresionante. Exactamente lo que estamos buscando, o eso parece. Pero lo que quiero saber es por qué ha venido a buscarnos.

—No lo he hecho. Ustedes se pusieron en contacto conmigo —respondió Buslenko en ruso. Pensó en tomar desenfadadamente un trago de su cerveza, pero temió que le temblara la mano. No por miedo, sino por exceso de adrenalina.

Kotkin levantó las cejas y arrugó la cicatriz desagradablemente.

—Ha estado usted haciendo preguntas. Más que eso, sabía exactamente qué debía preguntar y en qué lugar. Eso sólo puede significar dos cosas: o que se estaba haciendo publicidad, o…

Buslenko se rió y movió la cabeza:

—No soy policía, si es ahí donde quiere llegar. Escúchenme, es mucho más sencillo: dinero. Quiero ganar dinero, mucho dinero. Y quiero trabajar en el extranjero. Buscan ustedes a gente para trabajar en el extranjero, ¿no?

—No nos adelantemos a los acontecimientos. —El ruso de la cicatriz les hizo un gesto con la cabeza a los demás, y dos de ellos se acercaron a Buslenko y le indicaron que se levantara y alzara los brazos. Uno lo cacheó manualmente y el otro comprobó que no llevaba ningún micro con un dispositivo electrónico. Buslenko sonrió. Cuando quedaron convencidos de que estaba limpio, los dos hombres volvieron a sentarse.

—Nosotros sabemos lo que queremos, y usted debe convencernos de que es lo que buscamos.

—Supongo que ya está todo ahí dentro —dijo Buslenko, señalando el informe—. Doce años de experiencia, primero como paracaidista y luego en una Spetsnaz del Ministerio del Interior. Sé manejarme y puedo enfrentarme a cualquier misión que quieran encargarme.

—Conozco la unidad Spetsnaz en la que sirvió. ¿Conoce a Yuri Protcheva? Debió de servir más o menos por la misma época.

Buslenko fingió que trataba de recordar. Había repasado el informe, todas las listas de equipos, una docena de veces. Supo de inmediato que el tal Yuri Protcheva no existía: era una trampa evidente, demasiado evidente. Kotkin no quería que admitiera conocer a alguien que no existía, sino que quería que lo negara demasiado rápido, para que delatara que había ensayado.

—No… No puedo decir que lo conozca —dijo Buslenko al cabo de un rato—. Conocía a todo el mundo, prácticamente, pero a ningún Yuri Protcheva. Había un Yuri Kadnikov… ¿Podría tratarse del mismo?

—¿Dice usted que se metió en problemas? —preguntó Kotkin, ignorando la respuesta de Buslenko.

—Algunos. No demasiados. Tuvimos que abortar un motín de prisioneros en la cárcel SIZO13. Maté a un interno… No es que fuera muy grave, teniendo en cuenta la situación, pero uno de los oficiales de la prisión se las cargó por no hacer lo que le mandaban, que era quedarse al margen. No fue culpa mía, sino suya, pero su hermano era un pez gordo del Ministerio del Interior. Ya sabe cómo van estas cosas…

—No buscamos rebeldes ni perdedores; buscamos soldados. Buenos soldados capaces de aceptar y acatar órdenes.

—Eso es lo que soy. —Buslenko se enderezó en la butaca de cuero—. Pero pensé que buscaban a gente capaz de… bueno, de infringir la ley.

—Nuestra única ley es el código del soldado. Si se une a nosotros, pasará usted a ser miembro de una elite. Todo lo que hacemos está regulado por los más altos estándares militares, no difiere del servicio normal en una unidad Spetsnaz: la única diferencia es que la paga es mil veces mejor. Pero todavía no está usted dentro, antes tendrá que responderme a unas cuantas preguntas.

—Adelante —dijo Buslenko, encogiéndose de hombros con aire desenfadado, aunque sentía la boca seca y tuvo que reprimirse para no mirar detrás del ruso, donde estaba la pared de cristal ahumado. Su instinto le espoleaba constantemente: ahí había alguien; vigilando, escuchando. Estaba ahí. La información de Sasha era correcta.

—¿Sabe qué es lo que mantiene unida a una unidad militar?

—No sé… la obediencia, supongo. La capacidad de acatar una orden con la máxima eficacia.

Kotkin movió su marcada cabeza.

—No, no es eso. Le diré lo que es. Es la confianza, la confianza en una camaradería sincera. La lealtad entre compañeros y con el comandante.

—Supongo. —Buslenko detectó que algo cambiaba, como los cambios bruscos de presión atmosférica justo antes de una tormenta. Sintió que los otros tres hombres sentados en el sofá se tensaban de una manera casi imperceptible, aunque la actitud del ruso permaneció inmutable. Demasiado profesional. Los informes sobre Kotkin indicaban que había sido interrogador, o torturador, en Chechenia o en algún otro lugar de los confines del Imperio ruso en vías de derrumbarse. Tal vez por eso estaba allí: no como reclutador de Buslenko, sino como su torturador y verdugo. Encima, el instinto de Buslenko seguía insistiendo en que había alguien vigilando y escuchando desde detrás de la pared de cristal.

—La lealtad. Eso es lo que mantiene junta una unidad. Hermanos de armas. —El ruso hizo una pausa, como si esperara que Buslenko dijera algo. Los otros tres hombres se levantaron. Buslenko se esforzó por oír algún rastro de sonido detrás de él.

—¿Qué problema hay? —preguntó, intentando mantener un tono de voz tranquilo. «Vendrá por detrás», pensó de nuevo.

—Compartimos una experiencia común —prosiguió Kotkin como si no hubiera oído la pregunta de Buslenko—. Somos hombres de guerra y nuestras vidas dependen las unas de las otras. Por qué luchamos es secundario; lo que realmente importa es que luchamos juntos. Entre nosotros hay un vínculo de lealtad tácito e inquebrantable: no existe ninguna relación más sólida que ésta, y no hay traición más grande que faltar a este vínculo.

Como si reaccionaran a una clave, los otros tres hombres buscaron en sus cazadoras de cuero y Buslenko se encontró de pronto mirando tres rifles automáticos de fuerte calibre. Pero nadie disparó.

—Usted no se llama Rudenko —dijo el ruso—. Y tampoco sirvió en la unidad Titan. Se llama usted Taras Buslenko, sirvió en las unidades Spetsnaz de crimen organizado Sokil Falcon y actualmente es agente secreto de la división de mafias del Ministerio del Interior.

Buslenko miró al cristal ahumado detrás del ruso. Él estaba allí, Buslenko estaba convencido. A punto de caer sobre su presa, como siempre le había gustado.

—Está usted solo, Buslenko —dijo Kotkin—. No podía llevar un micro ni tampoco ha podido venir armado. Su gente está fuera, pero nosotros estamos mejor que ellos. Para cuando lleguen, usted estará muerto y nosotros nos habremos esfumado. En resumen, está bien jodido.

Entonces Buslenko oyó una levísima señal de que alguien había cruzado la habitación de atrás. Anticipó el siguiente movimiento a la perfección. Ya había deducido que querrían matarle con el máximo sigilo, y tan pronto como agitaron el bucle de cable frente a él se hundió en la butaca de piel. El cable se le clavó dolorosamente en la frente antes de resbalar, pues no consiguieron enlazarlo por debajo de la mandíbula o por la carne blanda del cuello. Buslenko clavó los talones en la mesa baja. Era pesada y rugió al deslizarse por el suelo en vez de chocar contra las espinillas de los pistoleros, como había previsto. Se echó al suelo rodando de lado. Seguían sin disparar: estaba claro que estaban convencidos de poder matarle sin abrir fuego.

Buslenko volvió a rodar pero el quinto hombre, el que no había logrado estrangularle con el cable de alta tensión, le estampó una patada en la sien con la bota. Sintió un dolor infernal, pero no quedó aturdido como había sido la intención de su asaltante, y agarró la bota cuando volvió a atacarlo con un experto golpe de canto dirigido al cartílago de su garganta. Buslenko retorció el pie de su agresor y levantó su propia bota hacia la entrepierna del hombre. Sabía que iba a morir. Lo que había dicho el ruso era cierto: su ayuda no llegaría a tiempo, pero, al menos, estaba decidido a llevarse a alguien por delante. Ahora Buslenko actuaba sin el pánico de alguien que lucha por su supervivencia; ahora todas las partes de su formación se juntaban en una perfecta actuación final. Se levantó de un salto, le dio la vuelta a su agresor y, con un solo movimiento continuo, le partió el cuello y lanzó su cuerpo agonizante para cerrar el paso a sus asaltantes. El ruso hizo una maniobra a la izquierda y dejó que el cuerpo cayera sobre sus compañeros. Buslenko vio algo brillante que mandaba un destello hacia él y fue apenas capaz de esquivar el primer ataque del cuchillo de Kotkin. Con una gracia y una pericia a la altura de la de Buslenko, el ruso se cambió el cuchillo de mano y lo lanzó hacia atrás dibujando un arco. Esta vez, Buslenko no reaccionó lo bastante rápido y, aunque no sintió dolor, supo que el arma le había herido en el hombro. Los otros tres ya habían recuperado la compostura y Buslenko recibió una racha de golpes. Se encontró inmovilizado contra la pared, indefenso ante la fuerza combinada de sus asaltantes. Kotkin se le acercó. Levantó el cuchillo y clavó la punta en un lado de la garganta de Buslenko. Éste sabía lo que seguía; era una forma clásica de asesinato silencioso: meter la hoja del cuchillo por detrás de la tráquea y luego sacarla con un movimiento ascendente. Así mataban a los cerdos en las granjas, sin chillidos: un solo segundo sin aliento antes del silencio y la muerte. Buslenko miró directamente a los ojos grises y fríos del ruso.

—Que te den por culo —dijo, y esperó a que le hundiera el cuchillo.

Se oyó entonces cómo alguien llamaba y la puerta que daba a la sala privada se abrió de par en par. Todos, incluido Buslenko, se volvieron a mirar. La bella ucraniana entró en la habitación con una bandeja en las manos y les preguntó si necesitaban más bebidas. Sus palabras se quedaron entrecortadas al advertir al muerto que había en el suelo y a Buslenko contra la pared, con un cuchillo en la garganta.

—¡Cógela! —les ladró Kotkin a los demás, y dos se abalanzaron hacia ella, dejándolo con un solo compañero y Buslenko.

La chica dejó caer la bandeja, bajo la cual ocultaba una pistola automática Fort17. Con calma, primero se encargó de Kotkin. Buslenko oyó el chasquido redondo en el centro de la frente del ruso y sintió que un líquido tibio le salpicaba en la mejilla. Mientras el ruso caía, Buslenko le cogió el cuchillo de las manos y lo utilizó para atacar por debajo de la mandíbula al segundo hombre que lo sujetaba. El cuchillo cortó el tejido blando de la papada de su víctima, entró por la boca y la lengua y se acabó clavando en el arco duro del paladar. Hubo una serie de disparos y Buslenko supo que los otros dos hombres habían muerto. Apartó a su último asaltante, que llevaba todavía el cuchillo clavado en la mandíbula. Cuando el hombre intentó incorporarse, la bella ucraniana le soltó un par de balas más: la primera le dio en el cuerpo y le hizo caer al suelo; la segunda, como en los manuales, le dio en la cabeza.

La mujer sujetaba su pistola automática con las dos manos mientras registraba la estancia. Fuera se oyó una conmoción antes de que una patrulla de la Spetsnaz irrumpiera en la habitación. Buslenko, presionándose con un pañuelo el lado del cuello donde el ruso le había cortado, hizo un gesto hacia la pared de cristal ahumado al fondo de la habitación.

—¡Allí! ¡Creo que está allí!

La bella ucraniana se acercó a Buslenko.

—¿Se encuentra bien?

—Creo que se ha ganado una buena propina, camarera.

Buslenko sonrió con amargura y miró el cuerpo del hombre que había apuñalado y a quien ella había disparado un par de veces. Hubiera querido llevarse al menos a un prisionero vivo para interrogarlo y consideraba que el tiro de gracia de la bella ucraniana había sido innecesario, pero, teniendo en cuenta que acababa de salvarlo de ser asesinado salvajemente como un cerdo de granja, se ahorró el comentario.

El comandante de la Spetsnaz entró desde la sala contigua. Al igual que Buslenko, Peotr Samolyuk era agente de la Sokil Falcon.

—Está despejado.

—¿Qué quiere decir con «despejado»? Estaba ahí —dijo Buslenko—. Vigilando. Lo sé.

Peotr Samolyuk encogió sus hombros blindados de negro.

—Pues ahora no hay nadie.

—¿Está seguro de que era él? —preguntó la bella ucraniana.

—Nuestro maldito objetivo principal estaba ahí, he podido sentir su presencia. Y él es el único motivo por el que hemos venido. La información que teníamos de que estaría con este grupo era de lo más sólido. Pero lo de él… —Buslenko frunció el ceño e hizo un gesto hacia donde yacía el cuerpo del ruso con la cicatriz en la cabeza. De la herida del cráneo había surgido un halo carmesí oscuro—. Que él esté aquí no tiene ningún sentido… ¿Qué hacía aquí Dmitry Kotkin?

—Forma parte de la organización. ¿Por qué no debería estar aquí?

—La organización correcta, el bando equivocado. Él es un hombre de Molokov. —Buslenko seguía mirando a la pared de cristal ahumado—. Y no era Molokov quien estaba ahí, tras el cristal, vigilando. Era el mismísimo capo Vasyl Vitrenko. Algún asunto importante le ha hecho volver, o no se habría arriesgado. Hasta Kotkin es demasiado mayor para ir reclutando a matones. Había alcanzado un nivel en el que cada vez era menos visible.

—Lo único que puedo decir es que tenemos este lugar cercado por un cordón más tenso que las cuerdas de una guitarra. Quien sea que crea que estaba aquí no puede haber escapado. —La bella ucraniana siguió la mirada de Buslenko hasta la sala anexa—. Siempre podía ser un tiro aproximado, Taras. La información que teníamos era contradictoria. Los informes nos decían que Vitrenko había regresado a Ucrania, pero otra información igual de sólida nos decía que seguía en Alemania.

—En fin —dijo Buslenko, volviéndose a mirar a la bella capitana Olga Sarapenko de la milicia policial de Kiev, que con tanta convicción había hecho de camarera del club nocturno—. Es lo que mi abuela siempre decía del demonio: tiene la virtud de estar en dos lugares distintos al mismo tiempo.