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Fabel tardó cuatro horas en completar la burocracia de la muerte: todos los formularios y partes que daban algún tipo de forma oficial a las insensatas acciones de Aichinger. Como tantas veces a lo largo de su carrera, Fabel se encontró en el corazón de una tragedia humana y se quemó con su abrasivo calor emocional sólo para hacer su papel, consistente en convertirlo en una estadística fría y estéril. Pero la expresión final de triste gratitud de Aichinger no se le olvidaría jamás. Y dudaba que nunca llegara a entenderla.

Fabel se sentaba a un extremo de la mesa de la sala de la Mordkommission, la brigada de homicidios, en la tercera planta del Polizeipräsidium, sede central de la Policía de Hamburgo, tomando café de la máquina. Lo acompañaban Werner Meyer, Anna Wolff y Henk Hermann: el equipo al que pronto abandonaría después de haberlo dirigido durante quince años. La única ausencia evidente era la de Maria Klee. Estaba de baja por enfermedad desde hacía un mes y medio; Fabel no era en modo alguno el único que había quedado conmocionado por las tres últimas investigaciones principales.

Suspiró cansado y miró el reloj. Había tenido que quedarse por obligación porque su jefe, el Kriminaldirektor Horst van Heiden, había pedido verle cuando acabara de rellenar los formularios y de resolver las preguntas de la revisión interna.

—Bueno, Chef… —El Kriminaloberkommissar Werner Meyer, un tipo fornido y cincuentón, de pelo hirsuto y cortado de punta, levantó su taza de café como si fuera una copa de champán—. Debo admitir que le gusta a usted salir por la puerta grande.

Fabel no dijo nada. Las imágenes de lo que se encontró en el salón del apartamento de Aichinger todavía se agitaban en su cabeza. Y también las emociones: el miedo y la esperanza que le inundaban y le oprimían el pecho mientras corría por el breve pasillo del apartamento.

—Lo ha hecho usted muy bien, Chef —le dijo Anna Wolff. Fabel le sonrió. Anna seguía sin parecer en absoluto una Kriminaloberkommissarin de la Mordkommission. Era bajita y guapa, y aparentaba menos de los treinta y nueve años que tenía; llevaba el pelo oscuro muy corto y de punta, y los labios carnosos pintados de rojo oscuro.

—¿Tú crees? —le preguntó Fabel sin ninguna alegría—. He sido incapaz de desarmar a un hombre mentalmente frágil antes de que se volara los sesos.

—Ha perdido a uno —dijo Werner—. A uno que ya estaba perdido cuando usted llegó… pero ha salvado a tres.

—¿Cómo está la familia de Aichinger? —preguntó Anna.

—Bien. Físicamente por lo menos, aunque bajo una fuerte conmoción. Los disparos que oyeron los vecinos eran tiros al techo… y gracias a Dios en aquel momento no había nadie en el piso de arriba. La niña es la que lo está pasando peor.

Fabel encontró a la esposa de Aichinger, a su hija de siete años y a sus dos hijos, de nueve y once. Aichinger los había atado y amordazado con cinta adhesiva de paquetería, y Fabel no sabría nunca si lo había hecho para mantenerlos a salvo o para ejecutarlos más tarde.

—Los críos ven el mundo de una manera muy simple: al despertarse por la mañana, todo en su vida estaba donde tenía que estar; por la noche, en cambio, todo su mundo se había quedado patas arriba —dijo Fabel, pero hizo una pausa al darse cuenta de que acababa de repetir las palabras de Aichinger.

—¿Cómo se le explica lo ocurrido a una criatura de esa edad? ¿Cómo va a vivir con ese recuerdo?

—Lo principal es que va a vivir, aunque sea con ello. —Werner tomó un sorbo de su taza de café—. Todos lo harán. Si no hubieras logrado que Aichinger siguiera hablando, podrían haber muerto todos.

Fabel se encogió de hombros.

—No lo sé…

El timbre del teléfono interrumpió a Fabel. Werner respondió.

—Te esperan en la quinta planta… —le dijo con una sonrisa al colgar. La quinta planta del Präsidium de la Policía de Hamburgo era donde estaban los despachos de los mandamases, incluido el Departamento de Presidencia. Fabel sonrió.

—Entonces será mejor que vaya…