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—Quítese toda la ropa, por favor.

Verónica está de pie en un pequeño cuarto de dos metros de ancho por tres de largo. El soldado está de pie, frente a ella, y sostiene una manguera en la mano derecha. Es un hombre de unos treinta y cinco años, moreno, con el pelo cortado a cepillo y gafas redondas que le dan más aspecto de intelectual que de hombre del ejército.

—¿Es necesario?

—Sí, señorita.

Verónica suspira. Se desabrocha el sujetador. El soldado le indica una bolsa a su derecha, y Verónica tira el sujetador en ella. Después hace lo mismo con el culotte.

—El agua está templada, pero sale a presión. Intente mantener la boca cerrada, porque contiene productos desinfectantes —advierte el soldado.

Ella se encoge de hombros. El soldado acciona una palanca y apunta con la manguera hacia Verónica. Ella se encoge y gira sobre sí misma para permitir que el soldado pueda lavarle todo el cuerpo. Cuando termina, ella se abraza, tapándose los pechos. El soldado le tiende una toalla, que ella coge agradecida.

—Séquese —le pide el soldado—. Y después tendrá que levantar los brazos mientras inspecciono su piel. Después de eso, habremos acabado y le entregaré ropa para que pueda vestirse.

Sin decir nada, Verónica se seca y obedece, levantando los brazos. El soldado se acerca y recorre el cuerpo de ella obser vando cada centímetro de su piel iluminándolo con una linterna de luz negra, empezando desde las orejas hasta los pies. Es un proceso rápido que culmina en cuatro minutos. Después el soldado le entrega un pantalón y una camiseta azules, doblados con perfección militar.

—Ya puede vestirse. Siento mucho todas las molestias.

—¿Estoy bien?

El soldado asiente. Verónica sonríe al ver la expresión del hombre, que no solo responde refiriéndose a la salud, sino también a su cuerpo. El soldado se da cuenta y se avergüenza.

—Lo siento.

—No se preocupe.

El soldado abandona el cubículo y Verónica se viste. Mientras lo hace, se da cuenta de lo realmente agotada que se siente, física y mentalmente. Se encuentra exhausta como nunca antes se había sentido. Tiene tiempo para reflexionar en todo lo que ha ocurrido durante ese día, en toda la gente que conocía a la que ha visto morir. En Terence.

Verónica rompe a llorar. Son lágrimas de agotamiento. Cuando el soldado regresa a buscarla, encuentra a Verónica envuelta en lágrimas y se queda en la puerta, sin saber muy bien qué hacer.