8

La parte trasera de la comisaría da a la calle Fortune. El garaje, vacío, tiene la puerta levantada desde que los supervivientes huyeran. Si miramos hacia la izquierda veremos al fondo el taller de Wayne, cuya puerta ha sido echada abajo. Si miramos hacia la derecha, veremos que, junto a la comisaría, separados por la pequeña Greenway Street, hay un edificio de dos plantas. La superior es una vivienda particular, pero en la inferior hay dos locales comerciales. El primero de ellos, un estanco. El segundo, una tienda de ropa para niños. En el escaparate de esta tienda hay mucha variedad de ropa para bebé, unos bodys con logotipos de grupos de rock, e incluso uno con el símbolo de Dharma Corporation que le hubiera encantado a Neville.

El escaparate está empapado, por supuesto, debido a toda la lluvia que ha caído. El agua ha formado pequeños riachuelos que van directos a las alcantarillas. Una de ellas se encuentra frente al estanco, y si te fijas, verás que empieza a moverse, despacio, con cuidado. Desde fuera, la sensación de ver moverse una tapa de alcantarilla es una sensación extraña.

Terence asoma la cabeza, con precaución, y mira a su alrededor. La calle está vacía. Hace ya un rato que los muertos que les persiguieron hasta el taller han seguido su camino y se dirigen directos al encuentro con el grupo de élite del coronel Trask.

—Vía libre —susurra Terence.

Sube a la calle y se agacha. Le tiende la mano a Mark y le ayuda a salir. Después, ambos ayudan al sacerdote. Los tres hombres corren hasta el garaje y se detienen al entrar. Dentro de la comisaría se oyen ruidos, gruñidos y golpes. Se detienen junto a la escalera. Terence lleva el hacha en la mano herida y una gota de sangre desciende por el mango.

—Si siguen aquí es porque hay alguien vivo —susurra Mark, esperanzado.

—Intentemos no hacer ruido. No sabemos cuántos son.

Terence comienza a subir la escalera, despacio, primero una pierna y luego la siguiente, con el hacha preparada para asestar un golpe. Mark va detrás de él. Tiene la escopeta en las manos, pero no piensa usarla a menos que sea necesario. El ruido de un disparo atraería a muchos más zombis. El padre Merrill cierra la fila. Está desarmado.

Mark ve marcas de sangre en las paredes. Los escalones están llenos de marcas de pisadas. No parece el mismo lugar del que huyeron un rato antes.

Terence llega al pasillo superior. La sensación de suciedad es la misma. El suelo está lleno de pisadas y hay algunas manchas de sangre. Los tres hombres caminan muy despacio. Al cruzar junto a la puerta que lleva a las celdas, los tres giran la cabeza. La mayoría de los ruidos y gritos provienen de allí. Mark se extraña y hace un gesto, preguntando sin hablar en voz alta si deberían bajar a echar un vistazo. Terence niega con la cabeza, se toca el oído con el dedo índice y señala hacia delante. Mark asiente.

Terence llega hasta el vestíbulo. La puerta de entrada está en el suelo, derribada sobre el cuerpo de Candy. Todos los papeles que había en el mostrador están desperdigados por el suelo y llenos de marcas de pisadas. La radio está volcada. Terence se pega a la pared y se asoma fugazmente a la sala de agentes. Aparte de mesas y sillas volcadas, teléfonos por el suelo y papeles desperdigados, no ve ninguna figura humana. Mira hacia Mark y el padre Merrill.

—No hay nadie a la vista. Los golpes provienen de más allá.

Mark hace un gesto para que sigan. Terence entra en la sala de agentes, pasa por encima de una silla volcada y se dirige hacia la puerta tras la que se oyen golpes. Se detiene ante ella y coloca los dedos sobre la madera, sin empujar aún. Mira a Mark y el sacerdote. Los dos hombres tienen la mirada fija en él. Terence respira hondo y empuja la puerta con suavidad. Al otro lado se encuentra el vestuario. Terence alcanza a ver varias taquillas cerradas, una de ellas, tirada boca abajo en el suelo. Un hombre al que él no reconoce pero Mark sí, Neville, con el vendaje ensangrentado y empapado aún rodeándole el cuello, está inclinado sobre la taquilla y la golpea una y otra vez con brutalidad. La taquilla está llena de abolladuras, pero Neville no ha logrado abrirse paso a través de ella. Gira la cabeza para mirar hacia Terence y este actúa sin darle tiempo a lanzar uno de esos gruñidos. Descarga el hacha con todas sus fuerzas y lo hunde en la cabeza del joven, casi abriéndola en dos. Después, agarra al chico y lo deja con suavidad en el suelo, para que no haga ruido al caer. Le pisa la espalda y tira del hacha, encajada en la cabeza de Neville.

Mark entra en el vestuario y mira la taquilla, absolutamente esperanzado. Se agacha junto a ella y se dispone a darle la vuelta cuando el padre Merrill le toca el hombro. Mark le mira, y el sacerdote se lleva el dedo índice a los labios. Mark asiente, pero quiere darse prisa. Entre los dos, giran con suavidad la taquilla.

Con urgencia, Mark abre la puerta de la taquilla. Al ver a Paula dentro, rompe a llorar de felicidad. La niña tiene los ojos cerrados. Mark la coge de los brazos y tira de ella hacia él. Se queda helado al comprobar que el cuerpo de la niña se mueve como un muñeco. Alarmado, mira a Terence.

El bombero se agacha junto a ellos y deja el hacha en el suelo, sin hacer ruido. Coloca el oído junto a la cara de la niña. Mark le observa, sintiendo que la angustia empieza a apoderarse de él y que las lágrimas que está derramando dejan de ser felices y se convierten en lágrimas de miedo. El padre Merrill coloca su mano tranquilizadora sobre su hombro, pero en esos momentos no le sirve de ayuda a Mark. No puede dejar de pensar que si hubiera ido más rápido en el túnel de alcantarillado habría llegado a tiempo, antes de que la niña se quedara sin aire dentro de esa taquilla. Si no se hubiera quedado paralizado. Si no se hubiera comportado como un niño.

Terence se incorpora.

—Respira, pero muy débil.

Mark suelta todo el aire de golpe, aliviado. Coge a la niña en brazos y empieza a mecerla, al tiempo que le acaricia la mejilla.

—Paula —susurra, y repite su nombre varias veces.

El padre Merrill cierra los ojos. Por dentro, da gracias a Dios por ese pequeño milagro y le pide tan solo un poco más de Su ayuda. No expresa, ni siquiera en su mente, lo que en realidad querría decirle. Que se lo debe, por su sobrino, que está haciendo todo lo que puede en Su nombre, que no puede dejar que esa niña muera después de todo.

A veces, basta con dar las gracias.

Paula entreabre los ojos. Mark sonríe y la abraza con fuerza. Los labios de la niña se estiran, sin fuerzas, pero alcanzan a formar una sonrisa.

—Sabía que vendrías.

—Por supuesto —responde él—. Jamás te abandonaría. Perdóname por tardar tanto.

Paula aún no abre del todo los ojos, pero sigue sonriendo. Al verles abrazados, el padre Merrill se siente lleno de dicha. Es uno de esos momentos que le hacen a uno dar gracias a Dios por la belleza que se puede encontrar en el mundo. El sacerdote mira a Terence, y le parece ver una lagrimilla de emoción en el ojo del bombero. Hasta los hombres duros se enternecen.

—No me di cuenta —susurra Paula—. Me di un golpe en la cabeza.

Mark le mira la cabeza. La niña tiene una zona un poco hinchada, pero no hay sangre. Le da un beso en el pelo.

—Pues ya estoy contigo otra vez.

—Sí —responde ella.

Paula hace un esfuerzo sobrehumano para abrir del todo los ojos. Mark la abraza con más fuerza, sin dejar de mirarla, como si quisiera fundirse con ella y no separarse nunca más.

— Mark…

—Dime, preciosa.

—Hueles fatal.

Mark se muerde los labios para no soltar una carcajada y vuelve a besar a la niña, una y otra vez, en la mejilla. Paula parpadea varias veces, como si no entendiera el por qué de todo aquello, pero también abraza a Mark con fuerza. El padre Merrill y Terence están sonriendo. Parecen espectadores de una comedia romántica, cautivados con la secuencia final cuando el chico y la chica se encuentran en el aeropuerto y van a declararse amor eterno.

Entonces, a Paula le entra la tos.