Aidan acerca el ojo a la mirilla. El pequeño jardín de la casa en la que están escondidos está vacío. Hace rato que no ve zombis merodeando por allí. Kurt ha encontrado las llaves del Hummer en la cocina y se las ha dado a Verónica. Los cinco se encuentran en el vestíbulo.
—No veo a nadie —susurra Aidan.
Verónica se encoge de hombros. Aidan agarra el manillar de la puerta y abre, con cuidado y despacio para no hacer ruido. Agachados, los cinco salen en fila y corren hacia el garaje, construido a la derecha de la casa. La puerta lateral está abierta y entran.
El garaje solo tiene cabida para el Hummer. Al fondo, hay una estantería sobre la que hay una caja de herramientas y trastos de distinto tipo. Verónica abre la puerta del coche y sube al asiento del conductor. Kurt, Zoe y Stan suben detrás.
—Abriré la puerta —dice Aidan.
Aidan levanta la puerta del garaje con un gruñido de esfuerzo. Esta vez no se preocupa por el ruido, y atrae la atención de los zombis cercanos. Aidan regresa al coche y cierra la puerta. Verónica pulsa un botón para que todas las puertas queden bloqueadas, y arranca. El vehículo sale del garaje en el momento en que empiezan a llegar zombis. Algunos llegan a tocar el coche, pero Verónica les deja atrás con facilidad.
—¡Chupaos esa, mamones! —grita Aidan, mirando por el espejo retrovisor.
En el asiento trasero, Kurt respira hondo. Zoe le abraza con alegría. Stan, al otro lado, gruñe. Verónica, concentrada en la conducción, no da muestras de alegría. Gira a la izquierda en una calle y acelera, esquivando un par de coches abandonados en medio de la calzada. Más adelante, a la altura de la calle Winewood, Verónica vuelve a girar. Y aprieta el freno de golpe.
Aidan, que estaba girado hacia atrás, se golpea el costado contra la guantera. Zoe lanza un grito de sorpresa. Verónica mira hacia delante con los ojos muy abiertos y abre la puerta del Hummer. Delante de ella, apuntándoles con sus rifles, el grupo de élite comandado por el general Trask.
—Les habla el ejército de los Estados Unidos —grita Trask, para hacerse oír por encima del ruido del motor— ¡Bajen del vehículo!
Obedecen. Zoe ayuda a Kurt a hacerlo.
—Nos persigue un grupo de zombis —dice Verónica, alzando las manos.
El coronel Trask le hace un gesto a Fred Williams, y el soldado avanza hasta apostarse junto a la esquina.
—Vengan aquí —el coronel les hace un gesto para que se acerquen. Verónica se da cuenta en ese momento de que entre los soldados hay cuatro civiles. Reconoce al menos a dos de ellos, el dueño del Yucatán y Brad Blueman.
Verónica avanza hacia el coronel Trask.
—Agente —el coronel mira hacia Aidan—, le voy a pedir que suelte el arma mientras mis hombres les registran.
—¿Eh? —Aidan parece desconcertado. Se mira el pecho y entiende—. No soy policía —explica—, yo… esto… me lo prestaron.
El coronel Trask frunce el ceño. Dos de los soldados se acercan a él. Uno le quita el arma con suavidad. El otro empieza a cachear a Aidan, que levanta los brazos amistosamente. Después, los soldados repiten la operación con Stan, con Zoe y con Verónica. El soldado Ayes agarra a Kurt del brazo.
—Acompáñeme, señor.
Kurt está desconcertado, pero cuando el soldado tira de él hacia un lateral, Kurt le sigue. Verónica le mira, sin comprender qué ocurre. El que sí entiende es Brad, que se encuentra junto al soldado Montoya y abre los ojos, alarmado. De pronto, alza la voz.
—¡No! ¡Un momento!
Brad estira el brazo hacia el coronel Trask. No le da tiempo a dar más de un paso antes de que el soldado Montoya le retuerza el brazo y le tire al suelo. El coronel ni siquiera se da la vuelta para mirarle. Verónica observa a Brad y comienza a entender. Levanta la mirada hacia Trask.
—¿Qué se supone que está haciendo?
El soldado Ayes golpea a Kurt en una rodilla. El doctor lanza un grito y cae al suelo, a cuatro patas. El soldado empieza a levantar el arma, para apuntarle a la cabeza, al mismo tiempo que el coronel Trask comienza a hablar, con su tono explicativo y expeditivo.
—Castle Hill se ha visto comprometida por un virus catalogado…
—¡No le han mordido! —grita Brad desde el suelo— ¡No le han mordido, le dispararon esta tarde!
El soldado Ayes se detiene. Su dedo ya está colocado sobre el gatillo del rifle y el arma apunta directamente a la cabeza de Kurt. El coronel Trask también se ha callado.
—¿Es cierto? —pregunta.
—¡Sí! —exclama Verónica, ofendida— ¡Por supuesto que es cierto! ¿Iba a dispararle a sangre fría?
—Señorita, —el coronel Trask no pierde un ápice de su orgullo militar—, no podemos lidiar con este virus. Si alguien está infectado, hay que sacrificarlo —se gira hacia el soldado Ayes— ¡Compruébalo!
El soldado Ayes suelta el arma, que cuelga de uno de sus hombros, y agarra el brazo de Kurt, que gime de dolor. Ayes levanta la camiseta de Carrie y mira la herida que hay debajo. Después, vuelve a atar la camiseta a modo de torniquete. Sus manos han quedado manchadas de sangre.
—Levántese —le ordena a Kurt—. Le pondré un vendaje como dios manda.
Kurt se incorpora con dificultad. El soldado Ayes le ayuda. Detrás, Montoya también libera el brazo de Brad, que se incorpora masajeándoselo.
—Casi me rompes el brazo —murmura.
No se lo espera. Zoe le abofetea con fuerza. Brad grita, más sorprendido que dolorido, y se lleva la mano a la mejilla. Detrás de él, a Montoya se le escapa una risa.
—Eres un hijo de puta, Brad Blueman —le grita ella—. Casi logras que me maten y por tu culpa morirá una chica.
—¿Qué? Yo no…
Zoe levanta la mano, dispuesta a darle otro bofetón, y Brad se encoge, cerrando los ojos y levantando las manos. En ese momento Fred Williams mira hacia atrás.
—¡Vienen, señor! Y son muchos.
—¡Formad delante del Hummer, chicos!
Los soldados corren para tomar posiciones. Fred abandona su puesto junto a la esquina y se une a sus compañeros. Todos hincan una de sus rodillas en el suelo. Forman una línea recta de once hombres. Montoya está de pie, detrás de ellos, preparado para asistir al que necesite ayuda. El coronel Trask se queda junto a Verónica y el resto de civiles.
—¿Usted es bombero o también le han prestado el traje?
—Soy bombero, señor.
—Soy el coronel Trask.
Verónica le estrecha la mano.
—Verónica Buscemi.
—Verónica, mi equipo y yo pretendemos peinar todo el pueblo, pero nos movemos más rápido cuando no tenemos civiles a nuestro cargo. ¿Cree que podrá conducir ese coche durante un rato más?
—Sí, señor.
—Siga esta calle hasta la plaza. Hemos venido por aquí y no deberían tener problemas. De todas formas, no se confíe. Puede haber más de estos cabrones rezagados.
—De acuerdo.
Los zombis empiezan a cruzar la esquina. Los soldados de Trask comienzan a apretar el gatillo, no en ráfagas sino en disparos individuales. Los zombis van cayendo a medida que aparecen. Eliza Fletcher grita. Erik Killian también, y a él el miedo le supera. Se da la vuelta y echa a correr, alejándose por la calle Winewood. El coronel le dedica apenas una mirada antes de volver a mirar a Verónica. Tiene que alzar la voz para hacerse oír por encima de los disparos.
—Después, coja la carretera. Tenga cuidado, hay una furgoneta abandonada en mitad de una curva. El ejército ha montado una barricada a la salida del túnel, pero les estarán esperando. ¿De acuerdo?
—Sí, señor —responde Verónica, también gritando—. Y gracias, señor.
Brad se ha apartado de Zoe en cuanto ha comenzado el tiroteo. Ha hecho varias fotografías en dirección a la línea de soldados. En una de ellas, ha captado a uno de los zombis recibiendo un tiro en la frente y cayendo hacia atrás en una postura muy similar a la del miliciano de esa famosa fotografía de la guerra civil española.
Aidan, por su parte, ha cogido su escopeta y se ha colocado junto a los soldados, murmurando algo parecido a Y una mierda voy a perderme yo esto. Pronto, el sonido del disparo de la escopeta se une al de los rifles.
—Verónica, buena suerte. —El coronel señala hacia Erik Killian, que sigue corriendo, cada vez más lejos de ellos—. Y recoja a ese pobre desgraciado si tienen oportunidad de hacerlo. Pero no se arriesgue por nada, ¿me oye?
Verónica asiente. El coronel le hace un gesto para que se vaya, y Verónica corre hacia el Hummer. Zoe se acerca a Kurt, le coge de la mano y tira de él hacia el vehículo. No hace falta que nadie le diga nada a Stan Marshall, ni tampoco a Eliza Fletcher.
—Señor —grita el coronel— ¡Usted también se va con ellos!
Aidan le mira, ciertamente disgustado, pero no protesta. Corre hacia el Hummer. Brad se acerca a la puerta trasera. Stan y Aidan se han metido en el maletero, y Zoe se está sentando encima de las piernas de Eliza.
—¡Deberíamos dejarte aquí, hijo de puta! —le grita a Brad.
—Yo no he hecho nada —replica Brad, pero lo hace en voz tan baja que no se le escucha por encima del sonido de los disparos. Porque ni siquiera él se lo cree. Porque sabe que, desde el momento en que Zoe y los demás han aparecido, la historia de cómo Brad Blueman empujó primero a una chica y luego a la propia Zoe para utilizarlas de carnada empañará cualquier proyecto que intente iniciar, incluido su libro. Y por suerte, ninguno de ellos vio lo que hizo con Dolores.
Al menos estoy vivo.
Está vivo, sí. Pero no está seguro de que sea suficiente.
Se sube al coche junto a Kurt. En cuanto cierra la puerta, Verónica arranca de nuevo. Se detienen más allá para recoger a un aterrorizado Erik Killian, que se une a Stan y Aidan en el maletero del Hummer. Dejan atrás a los militares.
El coronel Trask se acerca a Montoya.
—La radio —ordena, observando a los muertos cada vez más numerosos que corren hacia ellos y son derribados a medida que sus hombres aprietan el gatillo— ¡Retroceded! —grita— ¡Mantened la posición y retroceded quince metros! ¡Pongamos aire entre estos hijos de puta y nosotros!
Los soldados obedecen. Se ponen en pie y caminan hacia atrás sin dejar de disparar a los zombis a medida que aparecen por la esquina.
—¡Munición! —grita Sanders, a la izquierda, y Montoya corre para entregarle tres cargadores.
Trask se lleva la radio a la boca.
—Teniente Harrelson, al habla el coronel Trask. Cambio.
—Un momento, señor. Voy a buscar al teniente —la voz se escucha manchada por la estática.
Cuando dejan de aparecer zombis por la esquina, el montón de cadáveres en el cruce entre la calle Winewood y Cambridge asciende a setenta y seis. Los soldados mantienen la posición y las armas apuntando hacia el cruce, pero dejan de disparar. Un rezagado aparece en el último momento, arrastrando tras de sí una pierna claramente rota. El soldado Ayes le mete una bala en el cerebro.
—Aquí Harrelson. Cambio.
—Teniente Harrelson, se dirige hacia ustedes un Hummer negro con nueve civiles en su interior. Vuélvales a inspeccionar allí, pero le advierto una cosa… como uno de sus soldados apriete el gatillo y mate a uno de esos civiles sin que esté infectado, me dará igual que sea por error porque yo mismo le patearé el culo a toda su unidad. ¿Me entiende?
—Sí, señor.
El coronel Trask le devuelve la radio a Montoya y se acerca a Fred Williams. Con un gesto, el resto de los soldados vuelven a tomar la posición inicial y rectangular.
—Informe, Williams.
—Señor. —El soldado parece preocupado—. El grupo que nos ha atacado ha sido pequeño, ya lo ve, y alguno de ellos ha logrado acercarse a tres metros de nuestra línea. Ese ha sido el más avanzado. Pero según los informes, podríamos cruzarnos más adelante con un grupo mayor que este.
El coronel Trask mira hacia el montón de cadáveres desperdigados en nueve metros cuadrados, unos encima de otros, un revoltijo de brazos, piernas y cabezas destrozadas.
—No le llaman misión suicida porque sea fácil —gruñe.
Fred Williams no responde. El coronel hace un gesto, y el equipo vuelve a ponerse en movimiento. No tienen forma de saberlo, pero están a menos de cinco minutos de colisionar con el grupo de muertos más numerosos que recorre las calles de Castle Hill, el que hace casi una hora rodeara la comisaría sitiando a los supervivientes del interior y que después arrasara el taller de Wayne. El mismo grupo del que han escapado Jason y Carrie en moto y Mark, Terence y el padre Merrill están esquivando bajo tierra.
Y ese ejército de muertos es mucho mayor que los setenta y siete cadáveres que les han puesto en aprietos hace un momento.