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Mark avanza despacio detrás de Russell. Lleva el móvil en alto para que la escasa luz que desprende pueda servirles a todos. La mano izquierda la tiene estirada hacia la pared, rozándola con la punta de los dedos. El olor es insufrible, de los que penetran en el cerebro. Mark se gira hacia el padre Merrill. El sacerdote tiene la mano en su hombro, en parte para darle aliento, en parte como punto de apoyo.

—Lo estás haciendo muy bien, Mark.

—¿Falta mucho? —pregunta, sintiéndose como un niño pequeño.

La luz se vuelve más tenue. Mark aprieta una tecla del móvil y vuelve a iluminarse.

—Unos cuatrocientos metros hacia delante y luego girar a la derecha —responde Terence.

—¿Cómo puedes orientarte con esa oscuridad? —pregunta el sacerdote, con curiosidad.

Si hubieran podido, habrían visto a Terence encogerse de hombros.

—Estoy calculando en base a mis pasos. Puede que esté haciéndolo fatal y aparezcamos en la otra punta, tampoco te extrañe.

Mark suspira y levanta la vista hacia la luz del móvil. El aparato está sirviendo como luz quitamiedos, un pequeño faro en la oscuridad. Está pensando en Paula, suplicando en silencio para que la niña continúe con vida. Desea ver de nuevo la son risa, genuina y hermosa, que aparece en los labios de la chica cuando algo le parece divertido.

Nunca te he pedido nada antes, piensa, dirigiéndose a quienquiera que gobierne las cosas desde ahí arriba, pero te pido esto, por favor. Es solo una niña…

Sumido en sus pensamientos como va, y debido a que la escasa luz del móvil no ayuda a romper del todo la oscuridad que les rodea, Mark no advierte que los pasos del agente Dinner se vuelven más erráticos y se tambalea ligeramente, como si estuviera borracho. Ninguno de ellos lo ve, y para Russell es demasiado tarde. Ni siquiera tiene tiempo de pensar en darse la vuelta y avisarles. La escopeta resbala de su mano y cae al suelo, con un chapoteo. Mark se sobresalta y mueve el móvil hacia abajo, para comprobar qué ha causado ese ruido. Un par de metros por delante de él, el agente Dinner se inclina hacia la pared y cae al suelo, temblando como lo haría un epiléptico.

— Mierda —murmura Mark, deteniéndose.

—¿Qué pasa? —pregunta Terence.

No hace falta que Mark le conteste. Russell T.Dinner abre la boca y lanza un desgarrador chillido que hace que los otros tres hombres se estremezcan. Mark retrocede, tropieza con el padre Merrill y ambos caen al suelo. Terence intenta cruzar sobre ellos, desenganchando el hacha mientras lo hace. El teléfono móvil resbala de la mano de Mark y cae al suelo. Lo último que alcanza a ver antes de que la luz vuelve a apagarse y les suma en la oscuridad es a Russell levantándose y Terence lanzándose hacia él.

Después, un sonido metálico, inconfundible del hacha al golpear la pared. Gruñidos de Russell. Forcejeo. Mark intenta levantarse. Resbala y vuelve a caer al suelo. Es incapaz de ver nada en absoluto y puede sentir cómo la oscuridad empieza a presionarle los pulmones, haciéndole más difícil respirar, mientras a menos de dos metros tiene lugar una pelea que decidirá si viven o mueren. De vez en cuando le alcanzan salpicaduras. Mark siente que le falta el aire. La oscuridad también es capaz de eso, puede robarte el aire y ahogarte. Mark abre la boca, pero nada cruza a través de ella. Sabe que va a morir. El padre Merrill le abraza y acerca la boca a su oído.

—¡Mark! —grita el padre Merrill—. Escúchame, tienes que calmarte y respirar hondo.

Mark lo intenta, pero cada vez que abre la boca no logra llenar los pulmones. Apenas emite un sonido de angustia y ahogo. Y más allá, Terence y Russell siguen forcejeando y peleando.

—Venga, Mark —le anima el sacerdote— ¡No vas a rendirte ahora! ¡No vas a caer así!

Mark cierra los ojos y aprieta los puños con todas sus fuerzas. Se concentra en ello hasta con la última célula de su cuerpo. El padre Merrill sigue gritándole al oído, y la siguiente vez que Mark abre la boca, toma aire hasta que su pecho no da más de sí.

—¡Así se hace! —grita el sacerdote.

Escuchan un crujido, semejante al que haría un hueso de pollo al romperse, y los forcejeos terminan. Pueden escuchar claramente la respiración agitada de Terence mezclándose con la respiración, no menos agitada, de Mark.

—¿Podéis volver a encender la luz? —pregunta Terence entre jadeos.

—Un momento —pide Mark.

Introduce las manos en el agua estancada sobre la que está sentado. Inmediatamente, siente ganas de vomitar. Se concentra en mantener el contenido de su estómago dentro de él. Por suerte, no ha comido nada desde la mañana, antes de empezar el viaje que les llevaría a Neville y a él a Castle Hill.

Pensar en Neville hace que a Mark se le forme un nudo en el estómago.

Su mano izquierda golpea algo. Lo agarra y lo saca del agua. El móvil está empapado y cuando Mark aprieta una tecla, no se enciende.

—Va a ser que no —dice.

—Joder-murmura Terence —¿Usted no tiene móvil, padre?

—No —responde— pero tengo un zippo. Si es que lo he cogido…

Durante unos momentos de absoluta angustia, oyen como el sacerdote rebusca en sus bolsillos. Finalmente, se enciende una llama. El padre Merrill ilumina la cara de Mark, que asiente y se incorpora. Se acercan a Terence, que levanta la mano izquierda. Tiene una marca de dientes que va desde el meñique hasta la muñeca.

—Tampoco es que sea nada nuevo —dice, encogiéndose de hombros—. El cabrón quería morderme en el cuello.

Tirado en el suelo, Russell parece descansar plácidamente. La ilusión sería perfecta si no tuviera una brecha en la sien de la que sale un hilillo de sangre que se mezcla con el agua estancada. Terence se agacha y recoge la escopeta. Se la entrega a Mark.

—Toma. Te he visto usar una antes.

Mark asiente. Cuando Verónica y Terence les rescataron a Paula y a él del Paradise Fall. Parece que hubiera pasado una eternidad.

El padre Merrill se agacha y le cierra los ojos a Russell.

—Descansa en paz, hijo.

Terence se da la vuelta y empieza a andar. Mark le tiende la mano al sacerdote para ayudarle a incorporarse. Los dos caminan detrás de Terence.

—¿Cree que esto está ocurriendo en todo el mundo? —pregunta Mark. El padre Merrill siente la angustia que hay en su voz.

—No —responde el sacerdote—. Creo que se limita a Castle Hill, al menos de momento. Ya oíste lo que dijeron Jason y los otros, los soldados han bloqueado las salidas por carretera.

—Pero, ¿por qué?

—Porque así es el ser humano, Mark. Autodestructivo. Jamás dejaremos de inventar armas cada vez más poderosas para matarnos los unos a los otros en absurdas guerras por territorios, religiones o intereses políticos. Puede que empezáramos con palos y piedras, pero luego alguien inventó la pólvora. Y cuando eso no fue suficiente, las armas químicas y la bomba atómica. El planeta Tierra será devastado antes o después porque el ser humano es tan sumamente idiota como para mantener esa escalada de destrucción. Y Dios castiga a los pecadores permitiendo que esas armas sean utilizadas.

—Padre —dice Terence—, si Dios permite estas cosas, está permitiendo que paguen justos por pecadores.

—A veces, y por desgracia, esa es la única manera de hacer entender a los hombres.

Y ante eso, ni Mark ni Terence encuentran una réplica válida. Los tres hombres continúan caminando, iluminados por la llama de un zippo.