25

—Padre…

El padre Merrill mira a Russell. El agente está cabizbajo y tiene mala cara.

—Dime, hijo.

—Me gustaría… hablar con usted.

El padre Merrill mira a su alrededor. Ellos dos son los únicos que se encuentran junto a la puerta, cada vez más combada, del taller. El resto se han ido alejando hacia el fondo, la mayoría de forma inconsciente. El padre Merrill se ha quedado junto a la puerta, y la estaba mirando antes de que Russell se acercara, porque detrás de ella se encuentra el mal con el que Dios ha decidido azotarles esta vez. No un diluvio, ni una lluvia de fuego, sino muertos que se levantan y tratan de devorar a los vivos.

El padre Merrill estaba rezando por todas esas almas.

—Puedes hablar, Russell.

Russell respira hondo, pero levanta la cabeza y le mira. Está más demacrado que nunca y parece haber palidecido. Bajo los ojos, cada vez se le notan más las bolsas oscuras. El padre Merrill no puede negar el valor del hombre.

—Padre, usted también oyó lo que dijeron.

El padre Merrill asiente, pero no dice nada. Siempre ha pensado que, a las personas que van a confesarse es mejor dejarles hablar sin interrumpirles.

—Lo de que me convertiré en uno de ellos —aclara Russell, señalando hacia la puerta. Los golpes no cesan en el otro lado. Los gritos y los gruñidos tampoco.

—No sabemos si es cierto, Russell.

—Venga, padre, en el fondo sí que lo sabemos. Lo hemos visto con nuestros propios ojos y aunque nos neguemos a creerlo, es lo que ha ocurrido con toda esa gente. Y ese otro tipo, el que está herido de bala, es un doctor. Trabaja en la base militar, y estoy seguro de que todo esto proviene de allí. Estoy seguro que sabe de lo que habla. ¿Usted no, padre?

El padre Merrill quiere decirle que no, quiere tranquilizarle y decirle que todo irá bien, pero no lo cree en realidad. Él también ha visto lo que le ocurrió a las dos prostitutas y a Andy Probst. Y puede ver el aspecto enfermizo que tiene Russell.

—No tiene por qué pasarte a ti.

—Pero me pasará, padre, me pasará. Míreme. Yo me he mirado antes de venir a hablar con usted, y, lo siento por el lenguaje, pero joder, tengo un aspecto lamentable. Parezco un cadáver andante.

Russell sonríe al pensar en lo que ha dicho.

—Hijo…

—Además, me siento fatal, como si las fuerzas me flaqueasen y tuviera náuseas constantes. Padre, soy una persona cristiana y quiero confesarme. Si he de morir, quiero hacerlo estando en paz.

El padre Merril asiente una vez más, comprensivo.

—Pero no sé qué decir, padre.

—Comienza por el principio. Suele hacerlo más fácil.

Russell medita unos segundos. El padre Merrill ve una lágrima cayéndole por la mejilla.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Padre, quiero confesar mis pecados. No son grandes cosas, porque intento vivir de acuerdo a ciertas normas morales que me impongo a mí mismo, pero he cometido pecados de… egoísmo, tal vez envidia… he tenido pensamientos lujuriosos… esas cosas.

—Dios te perdona por todo eso, Russell.

Russell toma aire. En su rostro, el padre Merrill puede ver la angustia que le corroe por dentro. Los ojos del agente están a punto de romper en lágrimas.

—Sé que lo hace, padre —responde Russell.

—Hay algo más, ¿verdad?

Russell asiente enérgicamente.

—Esta mañana actué como un cobarde. La gente estaba muriendo, había mujeres y niños y esos… seres… los estaban matando a todos. —Russell respira hondo antes de seguir hablando—. Y yo huí.

—Russell… Dios perdona a los que se arrepienten, y te perdona por eso… pero también tienes que perdonarte a ti mismo.

Russell le sonríe. Es una sonrisa llena de dolor.

—No sé si conseguiré hacer eso, padre.

El padre Merrill no responde. Coloca su mano sobre el hombro de Russell y le da un suave apretón amistoso. Russell suspira. Se siente mejor después de haberlo sacado, y el padre Merrill lo sabe. Por dentro, el sacerdote sonríe satisfecho. Siente que está cumpliendo con su deber a la perfección.

—¿Alguien ha visto a ese hijo de la gran puta de Brad Blueman? —pregunta Zoe a voz en grito.

Russell se enjuaga las lágrimas con el puño de su camisa. El padre Merrill y él se acercan al resto del grupo. Zoe está enojada.

—¡Ese cabrón me empujó! —grita.

—No fuiste la única a la que empujó —dice Jason.

—Espero que se lo hayan comido —asegura Zoe.

—Os aviso a todos —dice Jason, sin levantar la voz—. Si vuelvo a cruzarme con ese gordo cabrón, que nadie se interponga entre nosotros. Ni siquiera tú, agente.

Russell hace un gesto de negación. Jason lo agradece. Su mirada se desvía hacia el sacerdote, que muestra una expresión compungida. Jason se encoge de hombros.

—Él se lo ha buscado, padre.

El sacerdote no contesta. Sabe que no vale la pena hacerlo.

—Siento ser yo quien estropee esta maravillosa reunión familiar, pero alguien tiene que hacerlo.

Todos se giran para mirar a Aidan Lambert. Está sentado sobre el maletero del coche azul que Wayne debía estar reparando cuando comenzó todo eso. Tiene la escopeta apoyada en un hombro. Su aspecto es el mismo que muestran los héroes en los westerns: cansado, pero un tipo duro donde los haya.

—Dudo mucho que esa puerta resista indefinidamente —asegura, señalando la puerta metálica con la cabeza—. De hecho, no le doy más de media hora si siguen a ese ritmo, y ya sabemos como actúan, son implacables y no se detienen hasta conseguir lo que quieren. A nosotros.

—La oficina tiene una ventana —dice Stan—. Podríamos salir por ahí. Creo que da a un patio interior.

—No es de eso de lo que quería hablar —le interrumpe Aidan—. Pero el plan de fuga está en el número dos del acta del día, así que ya llegaremos a él-se ríe de su propia broma. Nadie le acompaña. Aidan suspira. —Vamos a ver, teníamos el lugar perfecto, demonios. La comisaría era el puto lugar perfecto, pero teníamos un pequeño problema interno. Algo que Terence intentó solucionar a su manera, y un pelín demasiado tarde.

Nadie responde, pero varios miran hacia Russell. Terence es uno de ellos. Russell le devuelve la mirada y estira el brazo, entregándole la escopeta. Terence se acerca a él y la coge. Después apoya la mano en el brazo de Russell, de forma amistosa.

—No hablo solo del agente Dinner —añade Aidan—. También han mordido a la chica, por lo que veo. Y tal y como yo lo veo, lo que ocurrió en la comisaría pudo evitarse aislando a los infectados del resto del grupo.

Jason aprieta con fuerza a Carrie contra su cuerpo. La chica sigue llorando, con una desesperación que le parte el alma.

—Habla claro, Aidan - Russell levanta la voz para hacerse oír. —Lo que quieres decir es que no os sigamos.

—¡No me mires a mí como si fuera culpa mía! —exclama Aidan—. No tengo la culpa de que esté ocurriendo esto y desde luego no tengo la culpa de que os hayan infectado. De hecho, no es nada personal, pero me gustaría asegurarme de que la herida que tiene es de bala realmente, doctor.

Kurt levanta la cabeza, exasperado e indignado.

—Es de bala —asegura Jason.

—Joder que si lo es —añade Kurt.

—No es nada personal, repito.

—¿Nos vais a abandonar aquí? —Carrie aparta la cara del pecho de Jason. Tiene los ojos hinchados por el llanto y el mie do—. ¿De verdad estáis diciendo eso? ¡Es inaceptable! ¿Dónde ha quedado vuestra humanidad? ¿Eh? ¡No sois mejores que Brad Blueman!

—No es nada personal, chica —asegura Aidan.

—¡Me llamo Carrie, maldito gilipollas! —grita ella.

—Tranquila, Carrie - Jason vuelve a abrazarla, pero Carrie está encendida y señala a Aidan con el dedo.

—¡No creas que vas a abandonarme aquí llamándome chica! Tengo un nombre, y si quieres abandonarme, vas a tener que mirarme a la cara y recordarlo.

Aidan resopla y salta del maletero del coche para ponerse en pie.

—Carrie —dice—, te aseguro que voy a dejarte atrás. No se trata de ser inhumano. Te aseguro que estoy aterrorizado y me jode como al que más que vayáis a morir, pero si os dejo venir conmigo, no dudaréis en saltarme al cuello cuando os convirtáis en esas cosas de ahí fuera. De la misma manera en que hicieron Candy y Parvati y el jodido imbécil de Andy Probst. —Da un paso hacia Carrie y Jason—. No se trata de nombres, querida. Recuerdo todos los putos nombres de la gente a la que he visto morir hoy. Se trata de supervivencia, pura y dura.

Carrie vuelve a llorar. Jason la abraza y ella hunde la cara de nuevo en el pecho del chico.

—No es justo —solloza—. ¡Es culpa de Brad Blueman!

—Tranquila, cariño.

Aidan se encoge de hombros.

—Tiene razón, por mucho que duela admitirlo —dice Verónica, mirando a Jason. El chico asiente. Solo una vez.

—Vale, cojonudo —gruñe Stan Marshall, visiblemente nervioso— ¿Nos vamos de una puta vez?

—Yo no voy.

Ahora, todas las caras se vuelven hacia Mark.

—¿Te han mordido? —pregunta Aidan, sorprendido.

Mark está de pie junto a una pila de neumáticos sucios. Tiene los brazos cruzados bajo el pecho.

—No-responde. —Pero abandoné a Paula en la comisaría y voy a regresar a por ella.

—¿A por la niña? —Aidan no da crédito a lo que oye.

Mark asiente.

—Mark…-Verónica se acerca a él—…Paula está muerta.

—No lo sabes, porque no la viste.

Verónica suspira. Agarra una de las manos de Mark, con cariño.

—No puede haber sobrevivido sola. Estaba con las chicas y Andy.

—Paula era mi responsabilidad, y tendría que haber entrado a buscarla antes de salir corriendo. Voy a volver a por ella.

—Ha perdido la puta cabeza —murmura Aidan.

—Mark, has visto cómo están las cosas ahí fuera. Volver es una misión suicida.

—Verónica intenta hacerle entrar en razón, aunque puede ver claramente que Mark ya ha tomado una decisión al respecto. —Morirás si lo intentas. Y Paula no querría eso.

—Puede que no esté muerta —responde él—. Puede que se haya escondido.

—Es improbable…

—¡Es imposible, demonios! —exclama Aidan.

—Aidan, no estás haciendo ningún bien ahora —asegura Verónica, lanzándole una mirada de enfado capaz de congelarle—, así que hazme un favor y cállate.

—No te preocupes, Verónica. Sé que es muy probable que Paula esté muerta, pero tengo que comprobarlo con mis propios ojos. Necesito verlo y asegurarme.

Mark se encoge de hombros, porque las cosas han resultado así y no cree que pueda vivir aunque sobreviva si toma otra decisión. Verónica lo entiende, y Mark se lo agradece con un gesto de la cabeza.

—Ni siquiera es tu hija —dice Aidan—. Vas a morir por una niña que ni siquiera es tu hija.

—Sí —responde Mark, zanjando el tema.

Aidan se encoge de hombros y se acerca a Stan Marshall, junto a la puerta de la oficina.

—Iré contigo —dice Russell, encogiéndose de hombros.

Como en un partido de tenis, las cabezas giran para seguir la bola.

—No voy a quedarme aquí sentado si puedo ser de ayuda. Y en estas circunstancias, una misión suicida se adecua bastante a mis posibilidades.

—Gracias —dice Mark.

—De nada. Pero me gustaría recuperar mi escopeta, Terence.

Todos miran a Terence, que tiene la escopeta de Russell en una mano y su hacha en la otra. Cuando abre la boca para hablar, nadie espera lo que va a decir.

—Iré con ellos también.

—¿Qué? —Verónica se escandaliza— ¿Por qué?

—Esa chica me mordió, Vero.

—Mordió tu uniforme, joder. Ni siquiera lo ha…

Porque es cierto que parece que no lo traspasó, pero Terence introduce un dedo bajo el escudo de Castle Hill y descubre un roto en la tela. Debajo, se aprecia una pequeña herida, apenas un diente que se clavara en la carne.

—¡No me jodas, Terence! —exclama Verónica— ¡Es un rasguño de nada!

Kurt carraspea. Todos le miran.

—Si le han mordido, aunque sea solo un rasguño… está infectado. La única diferencia es que tardará más en enfermar y morir, pero a la larga acabará haciéndolo.

—Pero tardará más. —Verónica se aferra a eso, desesperada—. Y puede que encuentren la cura o… o que a ti no llegue a afectarte porque la herida es muy pequeña. ¡No puedes arriesgarte a esto solo por un rasguño!

—Te equivocas —dice Aidan—. Somos nosotros los que no podemos arriesgarnos a que venga con nosotros.

—¿Le has mirado bien? —pregunta Verónica—. Él solo con ese hacha acabaría con más de ellos que tú en cuatro vidas.

—No pongo en duda sus capacidades como arma —replica Aidan, claramente molesto—. ¡Pero hace media hora tú eras partidaria de encerrar en una puta celda al agente Dinner y a Candy, así que no me vengas ahora con que es solo un rasguño! ¡No me habléis como si fuera un monstruo porque lo único que hago es decir verdades como puños! ¡Y las putas verdades duelen! ¡Joder!

Tras eso, se hace el silencio. O ese sucedáneo del silencio que consiste en que todos se callan. Los golpes de los muertos que tratan de entrar no cesan.

—Terence…

Verónica mira a Terence con ternura.

—Verónica, confío en ti para que les saques de esta. No se me ocurre nadie mejor para hacerlo.

—Tú eres mejor.

Terence sonríe y niega con la cabeza. Verónica le acaricia la mejilla con la mano, con la misma ternura y cariño con que lo hace siempre que él le pide que formalicen su relación y ella le responde que no deben meter la polla donde tienen la olla. Un gesto que suele romperle el corazón pero que en esa ocasión le duele más que nunca porque sabe que jamás volverá a tocar esa mano, ni a mirar esos ojos y besar los labios de Verónica.

—Siempre te he querido —susurra, un poco avergonzado porque sabe que todos lo oyen.

Verónica llora al tiempo que asiente.

—Yo también, Terence.

Ella se acerca para darle un beso.

—Yo no haría eso —dice Kurt, categórico—. Por si acaso.

Verónica y Terence, cuyos labios se han detenido a centímetros el uno del otro, se giran para mirar al doctor Dysinger.

—No estoy seguro de que pudiera servir como forma de contagio… pero imagino que es mejor no comprobarlo.

Verónica asiente. Lentamente, se separa de Terence. Respira hondo para calmar sus emociones, y retrocede hasta juntarse con Aidan, Stan y Zoe. Kurt se une a ellos. Le duele el hombro, pero ha encontrado un bote de aspirinas en un cajón de la oficina y se ha tomado tres. Aún no le han hecho efecto, pero sabe que le calmarán un poco.

—Padre Merrill —le llama Verónica—. Usted viene con nosotros.

—No lo sé, hija —responde el sacerdote—. Puede que parezca una locura, pero he dedicado toda mi vida a ayudar, y quiero echar una mano.

—Es un suicidio, padre —asegura Stan, aunque en lo único que piensa es en las ganas que tiene de salir de allí. No le importa realmente si el cura decide venir con ellos o no. Además, ha visto actuar al sacerdote, y cuando caminaba por el callejón de la Rosa lo hacía por el centro, sin intentar ocultarse. A Stan le había parecido temerario. Suicida, tal vez.

—Padre, —esta vez es Russell— no hace falta que venga con nosotros. Somos un policía y un bombero. Podremos arreglárnoslas. Márchese con ellos y salga de este condenado pueblo.

—No. Creo que me quedaré, Russell. Soy un hombre de Dios, y no temo enfrentarme al mal.

—Como sea —murmura Aidan, agarrando el brazo de Verónica—. Larguémonos de una vez.

—jason? —pregunta Verónica.

—No —responde el chico—. Me quedaré aquí.

Verónica asiente. Le dedica una última mirada a Terence y le lanza un beso por el aire antes de darse la vuelta.

—Zoe —dice Jason—. Si te encuentras a ese mamón, patéale el culo de mi parte.

—Puedes estar seguro de eso —responde ella.

—Jason - Kurt se acerca a él —muchas gracias por salvarme la vida.

—Tú salvaste la mía primero.

Verónica abre la ventana de la oficina. Da a un patio interior de un pequeño edificio de tres plantas. En una esquina hay un tendedero con ropa puesta a secar y que ahora está completamente empapada por la lluvia. Salta con cuidado y se da la vuelta para ayudar a Kurt. Stan, Zoe y Aidan no necesitan ayuda para seguirla. Pronto, cruzan una puerta cuya parte superior es de cristal esmerilado, y desaparecen en el interior de la planta baja del edificio.