Demos un repaso por el pequeño grupo reunido en la comisaría de Castle Hill. Nos vendrá bien para visualizar el contexto de la mejor forma posible. Por un lado, tenemos a Zoe y Paula en la cocina. La recepcionista ha encontrado pan de molde y crema de cacahuete y le está preparando un sándwich a la niña. La buena disposición de Zoe ha hecho que Paula se abra y empiece a parlotear, y mientras Zoe unta la crema en el pan, Paula le habla de su encontronazo con Kieran Probst. Ya sabes, ese niño muy malo.
Los otros once supervivientes se encuentran en la sala de agentes. Si cruzamos el vestíbulo, que está vacío debido al atronador ruido que provocan las manos del montón de cadáveres andantes agolpados al otro lado, y entramos en la sala de agentes, al mirar hacia la izquierda nos encontraremos un colchón tirado en el suelo. Sobre él, y medio inconsciente, podríamos decir que a punto de dejar de ser una superviviente para engrosar las filas de muertos andantes, tenemos a una de las prostitutas del Chester, Candy. Su compañera de pechos generosos, Parvati, está sentada a su lado, cogiéndole la mano. Lo más llamativo de ambas es que visten uniformes de la policía. Es inevitable mirarlas y pensar que parecen parte del reparto de una película porno parodiando la fuerza de la ley.
Cerca de ellas, sentado en una mesa sobre la que hay un montón de escopetas y munición, además del botiquín, está Russell T.Dinner, el único agente de policía que ha sobrevivido a la primera oleada. Porque no vamos a contar al agente Patrick Flanagan, preso en esa especie de celda de concentración montada por los militares al otro lado del túnel que sale del pueblo. Russell está sumido en sus pensamientos. Es muy probable que el resto no se haya dado cuenta, pero lo cierto es que está más pálido de lo normal.
Sentado en una silla junto a la pared, con las manos cruzadas sobre las rodillas y los ojos cerrados, el padre Merrill reza en silencio y le pide a Dios que le perdone sus pecados.
En el otro lado de la sala, junto a las ventanas, observando la horda de zombis que se agolpan junto al edificio, Aidan Lambert, también vestido con uniforme policial, sostiene una escopeta en sus manos.
En la esquina podemos encontrar un grupo algo mayor. Terence y Verónica, los dos bomberos, están junto a Stan Marshall, Andy Probst y Mark Gondry. Están en silencio, aunque si te fijas, verás que Verónica parece nerviosa. Puedes estar seguro de que pronto expresará sus miedos en voz alta. Al menos, lo suficientemente alta para que la escuchen los que están junto a ella.
Y con ellos llevamos doce. El decimotercer superviviente es el borracho del pueblo, Richard Jewel, un hombre que hace veintitrés años dejó embarazada a una joven de diecisiete años, Francine Newcomb, no sé si la recuerdas, aún sigue atrapada dentro de los restos de su coche, pero convertida en un muerto viviente. Richard Jewel ha vivido una vida marcada por el alcohol. Creo que lo hemos mencionado, pero ha dormido en más de una ocasión en las celdas que se encuentran en el piso inferior. Ha vomitado más de una vez en los suelos de esas celdas. Y él no lo recuerda, pero la muela que le falta en la parte superior derecha la perdió dentro de una de esas celdas cuando al revolverse mientras le llevaban a empujones, Ken Jackson le golpeó con una porra. No sé si recuerdas a Ken Jackson, el agente del turno nocturno que fue devorado vivo en la plaza de la constitución, después de disparar a Kurt Dysinger en el hombro. ¿Le recuer das? Si nos asomáramos al exterior, podríamos encontrarle por ahí, deambulando entre el resto de cadáveres en pie, con paso errático y desfigurado por completo. Te costaría reconocerle.
Richard Jewel está sobrio, y sabe que eso es lo que le ha mantenido con vida esa mañana. Bueno, eso y el Whisky que se tomó en el Chester antes de que se convirtiera en una carnicería. Un solo Whisky no puede emborrachar a alguien como Richard, pero sí puede entonarle, darle esa pizca de agudeza y valor que no tendría sin alcohol en el cuerpo.
Pero ahora está sobrio, y empieza a sentir en su estómago la necesidad de alcohol. De hecho, siente que podría dar su brazo derecho a las cosas que hay fuera si con ello consiguiera una botella de Whisky. O Ron, se conformaría con Ron.
No es idiota. Sabe que no debe, pero la necesidad es horrible. Y se conoce. Sabe que después del agujero en el estómago viene la necesidad incontenible de agitar las piernas, ese tableteo que tan nervioso pone a aquellos que lo ven. El siguiente paso es morderse las uñas y empezar a perder el control.
Richard Jewel está nervioso, porque no quiere perder el control. Y trata de distraer su mente para no pensar en ello, para no pensar en botellas de Whisky. Ni siquiera en botellas de Ron. Y ha pensado en acercarse a hablar con el sacerdote, pero no sabría ni por dónde empezar. Nunca se le ha dado bien expresar sus problemas en voz alta. Si supiera hacerlo, tal vez habría entrado en alcohólicos anónimos hacía tiempo. Pero no lo ha hecho, porque no sabe hablar de sus problemas. De Su Problema, en mayúscula, porque el resto de cosas que le ocurren en la vida en realidad se derivan del alcohol.
Tal vez echar un polvo le distraería y le calmaría. En realidad, está seguro de que lo haría, pero no cree que sea un buen momento para acercarse a las chicas a preguntarles si pueden follar con él. Se pregunta si le cobrarían dadas las circunstancias.
¿Y quién más le queda? No se lleva bien con la autoridad. El agente Dinner le ha detenido por ebriedad en demasiadas ocasiones como para considerarlo siquiera para una charla intrascendente, y Aidan Lambert no le cae bien.
Así que, cuando Richard Jewel gira la cabeza, ve al grupo que se encuentra en la esquina, en silencio pero unos al lado de otros, y camina hacia allí. Quiere sentirse arropado, tal vez iniciar una conversación con alguno de ellos, algo que le ayude a hacer que su cuerpo olvide la necesidad de alcohol.
—Me alegro de que lograrais llegar hasta aquí —dice.
Y lo dice sinceramente, sin pensar en lo ocurrido. No se da cuenta de que ha sido una mala idea hasta que Mark se gira hacia él y le mira, enfadado.
—Pues me resulta curioso, teniendo en cuenta que estuvimos a punto de morir por tu culpa.
Richard Jewel se queda sin palabras. Abre la boca y vuelve a cerrarla, como un pez. Siente que Stan y los dos bomberos clavan en él sus miradas. De repente, se siente como si estuviera delante de un pelotón de fusilamiento y desea con más fuerza que antes una botella de Whisky. Qué coño, se conforma con un trago.
—Yo… salvé tu vida en el Chester —dice.
Recuerda que le atizó a una mujer en el cráneo con la llave inglesa. Que escuchó el crujido que hacía el hueso al romperse. Mataría por un trago de Whisky.
—Y después le cerraste la puerta en las narices a una niña de seis años —responde Mark, señalándole con el dedo—. Así que permíteme que dude de lo mucho que te alegras de verme sano y salvo.
—Yo…
Richard no sabe qué decir en realidad, así que se calla. Eso si lo aprendió correctamente de su madre. Cuando no tengas nada que decir, mantén la boca cerrada. Al final ha sido peor el remedio que la enfermedad y ahora se siente mucho más jodido que antes. Y no quiere que los demás le vean cuando empiece a tabletear en el suelo con el pie. Cabizbajo, Richard Jewel cruza la sala de agentes, abre la puerta que da al vestíbulo, y la cruza.