Los trece supervivientes que se encuentran en la comisaría se han trasladado a la sala de agentes porque el ruido de los golpes sobre las puertas hace que estar en el vestíbulo sea insoportable. Candy se encuentra mal y la han colocado en una esquina, sobre un colchón que Zoe y Russell han traído de una de las celdas. Parvati está sentada junto a ella, dándole la mano. Candy se ha quejado de tener el estómago revuelto. Parvati se levanta y se acerca al botiquín. Zoe y Russell están de pie junto a la mesa donde han colocado las armas y el botiquín.
—¿Hay aspirinas ahí dentro?
—¿Se encuentra muy mal? —pregunta Zoe.
—La herida le duele, y creo que ha cogido frío. Dice que le duele el estómago.
Zoe asiente y le entrega una aspirina. Después, le señala la nevera que hay en un rincón. Parvati se dirige hacia allí.
—Lo de ellas resulta raro —murmura Zoe—. Pero creo que no me acostumbraré nunca a ver a Aidan Lambert con el uniforme de policía.
Russell sonríe. Aidan está de pie, junto a una de las ventanas, con una escopeta en las manos. El uniforme le confiere un cierto halo de autoridad.
—Yo, sin embargo, creo que nunca lograré borrar de mi mente la imagen de Aidan desnudo —susurra Russell.
En el ambiente silencioso y preocupado que hay dentro de la sala de agentes, la carcajada de Zoe hace que todos la miren sorprendidos. Y allí, junto a la puerta del pequeño vestuario donde los agentes de la ley de Castle Hill se cambian de ropa, Paula sonríe. Está sentada sobre las rodillas de Mark. Y mira, si te fijas bien, verás que la satisfacción cruza el rostro de Mark Gondry al ver sonreír a la niña. Porque ambos sabemos que entre ellos se ha creado un vínculo muy especial.
Zoe se acerca a ellos y se agacha junto a Paula. Saca un caramelo del bolsillo del pantalón y se lo ofrece a Paula, que lo mira con los ojos muy abiertos y lo coge.
—Eres Paula Henderson, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sois familiares? —pregunta, mirando a Mark.
—No, Mark es mi amigo —responde ella, orgullosa—. Me ha cuidado.
—Nos hemos conocido hoy —dice él, encogiéndose de hombros.
—¿Te apetece jugar un rato, Paula?
—¿Tienes algún juego?
—Seguro que algo encontraremos.
Zoe le guiña un ojo de forma amistosa a Mark cuando Paula salta de sus rodillas y agarra de la mano a Zoe. Y Mark, aunque ve que la niña está ilusionada por jugar y le hará bien la distracción, no puede evitar sentir un pinchazo de angustia al verla alejarse de él. Mark echa un vistazo por la sala, y ve a Terence y Verónica en un rincón. Está vivo gracias a ellos, y Mark se levanta para darles las gracias. No llega a dar dos pasos antes de que el padre Merrill hable en voz alta y acapare la atención de todos.
—Tal vez deberíamos dejar de vaguear y rezar un poco.
Once rostros se giran hacia él. Candy es la única que no le mira, porque se ha quedado dormida. Su pecho sube y baja con cada respiración. El padre Merrill se levanta y se sitúa en el centro de la sala, donde puede mirar a todos con tan solo girar su cuerpo hacia donde esté cada uno.
—Es posible que aún podamos rogar por nuestra salvación si unimos nuestras voces para rezarle a Dios.
—Dudo mucho que rezar vaya a detener a esas cosas —murmura Aidan dando un par de golpes suaves en el cristal.
El padre Merrill se gira para mirarle.
—Aidan —interrumpe Russell—, si no quieres rezar, no hace falta que lo hagas. Pero tampoco es necesario que te burles del que quiera hacerlo.
—No me burlo, agente. —Aidan sonríe, y a pesar de lo que dice, su sonrisa es burlona. El tono de Aidan Lambert siempre ha sido altivo, el de un hombre que se cree por encima de los demás—. Hasta donde recuerdo este era un país libre y expreso mi opinión. Si creéis que os va a servir de algo, por mi podéis cantar el Cumbayá.
—Aidan…-Russell le hace un gesto con las manos, conciliador, pero pidiéndole que pare ya.
—Tranquilo, Russell. —El padre Merrill le hace un gesto al agente—. Nunca podría sorprenderme que el señor Aidan Lambert actúe como lo está haciendo. Verle rezar me dejaría en shock, sin embargo.
—Ahí lo tienes —contesta Aidan, haciendo un gesto con los brazos que significa «¿ves como era evidente?». Después, se gira de nuevo hacia la ventana. La planta baja del edificio queda a una altura de casi dos metros por encima del nivel del suelo, por lo que los zombis no alcanzan las ventanas. Pero cada vez hay más agrupados en torno a ellas.
—Y tampoco me sorprendería ver que somos pocos los que rezamos, en realidad —continúa el padre Merrill—. A fin de cuentas, Russell, estoy seguro de que tú también puedes señalar a los que pasan habitualmente por la Iglesia.
—¡Yo voy a la Iglesia con mi mamá! —exclama Paula, de repente.
Zoe se agacha junto a ella.
—Paula, cariño, vamos a ver si encontramos algo para merendar. Ven.
Zoe coge a Paula de la mano y la saca de la sala de agentes en dirección a la pequeña cocina que hay en la parte de atrás. Normalmente, ninguno de los agentes cocina nada allí, pero sí que usan la nevera para guardar comida que llevan de casa, o refrescos. La cocina es más utilizada como zona de fumadores que como cocina, en realidad.
Russell está mirando a su alrededor. Tampoco él se considera el hombre más religioso del mundo, pero procura ir todos los domingos a misa. Salvo que tenga turno de trabajo o emitan algún importante partido de baseball. Y ve que el padre Merrill tiene razón. Aparte de él mismo y Stan Marshall, que suele acudir a la Iglesia y sentarse en los bancos del fondo, no recuerda haber visto a ninguno de los otros acudir a los servicios religiosos.
—La duda, entonces —dice el padre Merrill, girándose hacia Mark—, es si el extranjero se uniría a nosotros.
Mark mira nervioso hacia los lados y traga saliva.
—Eh… no puedo decir que sea un hombre religioso, la verdad.
—Y con eso, fueron dos —comenta Aidan, en tono jocoso.
—Jesucristo solo era uno y logró salvar a la humanidad —contesta el sacerdote sin mirar a Aidan pero barriendo con su mirada a Mark, Richard Jewel, Terence y Verónica.
—Cojonudo.
—Aidan, no hace falta que le hables así a un sacerdote para dejarnos clara tu postura —mientras lo dice, Russell avanza un par de pasos hacia él. Se detiene al ver que las manos de Aidan se cierran sobre la escopeta.
Por primera vez, Russell se pregunta si ha sido un error haber dado armas a un tipo como Aidan Lambert. Inmediatamente se dice que todo es producto del estrés, que Aidan jamás usaría esa escopeta para dispararle.
—Russell, déjale. —El padre Merrill se gira para mirar a Russell—. Podemos rezar tú y yo y nuestras voces unidas serán poderosas. Quienquiera unírsenos, puede hacerlo, pero no te preocupes por gente como Aidan Lambert, porque él tiene ya bastante por lo que rogar perdón, y antes de nada tiene que poder perdonarse a sí mismo.
—¿Y ahora de qué coño está hablando? —Aidan aparta la vista de la ventana y mira hacia el sacerdote.
La postura de Russell cambia ligeramente. Es evidente que está en tensión. Y sus ojos se mueven imperceptiblemente para observar las manos de Aidan sobre la escopeta.
Mark, de pronto, siente que se encuentra metido en un polvorín a punto de estallar.
—Ha sido la gente como tú la que ha causado la ira de Dios, Aidan —contesta el padre Merrill, alzando un dedo acusador hacia él—. Porque ya nos habían advertido en más de una ocasión que esto podía ocurrir, porque ya ocurrió con el Diluvio Universal y con Sodoma y Gomorra. Es la lascivia, el libertinaje, el orgullo, la envidia, el desdén hacia la religión lo que ha causado que Dios se canse de nosotros y nos envíe Su Castigo. No intentes evadir tu culpa, cuando tú y los dueños de ese antro de perdición al que te gusta acudir asiduamente sois la base de esto. ¡No intentes negar tu culpa, cuando lo demuestras apareciendo aquí con dos fulanas!
Se ha hecho el silencio mientras el padre Merrill hablaba, cada vez más alto, como cogiendo carrerilla, y los nudillos de Aidan se volvían blancos de apretar con fuerza la escopeta. Russell ha estado a punto de saltar, pero la parte final del speech del sacerdote hace que se gire a mirarle incrédulo.
—¡Yo no soy una fulana! —exclama Parvati, ofendida.
—Creo que ya es hora de que nos tranquilicemos.
Ese es Terence, saliendo al rescate una vez más y situándose entre Aidan y el padre Merrill. Con gesto conciliador, apoya su mano en uno de los brazos de Aidan, y esta relaja la tensión que ejercía sobre la escopeta. Russell también se relaja cuando baja el arma. Ha visto el gesto de Terence, y sabe que ha sido totalmente intencionado. Se siente bien sabiendo que hay alguien más en la habitación que se ha preocupado por el cariz que estaba tomando la situación.
—Padre —dice Russell—, venga, no hace falta que siga con…
—No te confundas, Aidan. —El tono del padre Merrill es más relajado que antes, tal vez conciliador. A Mark no le sorprende, todos los curas son oradores, y los oradores saben pasar de un tono a otro con más facilidad que el resto de la gente—. Porque que tire la primera piedra el que esté libre de pecado, y todos somos culpables de algo. Incluido yo mismo. Hasta que todo esto comenzó, dudaba de Dios. Y como hombre de Dios que soy, eso me hace tan culpable como al que más.
Mark mira hacia los lados, buscando comprensión, pero todos están pendientes del padre Merrill. Hasta Aidan parece afectado en ese momento.
—Siento lo de su sobrino —murmura.
—No tienes la culpa, Aidan. Ojalá la hubieras tenido, porque así no habría tenido que dudar de Dios. Pero escúchame, Aidan, escuchadme todos, Dios nos ha elegido, nos ha señalado y nos ha traído aquí. Ha querido salvarnos, o darnos la oportunidad. Y todos nosotros somos pecadores, yo el primero, por haber dudado de Él. Y tal vez la salvación no pase por escapar de esas cosas, o con que la mano de Dios las aplaste y termine con el problema. Muchas veces, la salvación pasa primero por uno mismo. Y aunque no queráis uniros a mí en el rezo, podéis acudir a mí para confesaros, o simplemente para hablar, si lo preferís. Soy buen oyente. Es posible que abriros y dejar salir las cosas que os preocupan os dé paz de espíritu. Y si queréis mi opinión, no debéis dejar pasar esta oportunidad para lograrla.
Ahora sí, el padre Merrill se acerca a la pared y se sienta en una silla, en silencio. Cierra los ojos, cruza las manos sobre las rodillas, y empieza a rezar en silencio. Toda la sala se ha quedado quieta, como a la espera, cautivada por el monólogo del sacerdote. Mark siente un nudo en el estómago, y es evidente que no es el único al que han afectado las palabras del cura. Poco a poco, todos recuperan la normalidad. Russell regresa hasta la mesa donde están las armas y el botiquín, Aidan se gira hacia la ventana, con la vista perdida, Terence vuelve con Verónica. Mark les mira, duda un momento, y se acerca a ellos.
No quiere sentirse solo después de todo.