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El Teniente Harrelson se encuentra en el interior de una de las tiendas que han montado los soldados a la salida del túnel. El sonido de la lluvia sobre la lona le molesta ligeramente, pero la temperatura es agradable. Está solo, sentado frente a una pantalla plana mediante a la que asiste a una reunión para gestionar la crisis de Castle Hill. También están en línea el Presidente, el vicepresidente, el ministro de defensa, el director de la CIA y otros cinco altos cargos. En este momento, tiene la palabra el vicepresidente, un hombre bajo de pelo canoso y expresión dura.

—Tengo en mis manos el informe completo del director de la investigación del Cuarto Jinete, Kurt Dysinger. Supongo que todos ustedes lo han leído y visto la cinta con la prueba de campo que se efectuó para comprobar su efectividad. Me llaman la atención algunas palabras que contiene el informe del doctor Dysinger. Letal es una de ellas. Extremadamente virulento e incontenible son otras. Creo que la que más debería preocuparnos en estos momentos es esta última.

—La primera medida que hemos tomado es la contención —asegura el ministro de defensa, un hombre de casi sesenta años y porte militar que luce un bigote semejante al de Tom SelleckHemos cortado el suministro a Internet en toda la zona de Castle Hill, y las llamadas que salen del pueblo son dirigidas a una centralita del ejército. También hemos bloqueado el pueblo. El Teniente Harrelson puede arrojar luz sobre este punto.

Harrelson carraspea poniéndose el puño delante de la boca.

—Mis hombres han levantado barricadas en todos los puntos de salida de Castle Hill, creando una circunferencia de veinte kilómetros de diámetro alrededor del pueblo. Nada puede salir ni entrar en Castle Hill sin que nos enteremos. Tenemos vigilancia por satélite y patrullas aéreas en las zonas sin carretera. Hasta el principio, no hemos tenido contacto con infectados, aunque hemos sufrido tres bajas civiles.

—¿Cómo puede ser eso? —pregunta el Presidente. Por lo general, es un hombre de aspecto jovial, pero desde el inicio de esa crisis parece haber envejecido diez años de golpe y tiene el semblante preocupado.

—Señor Presidente —responde el Teniente Harrelson, respetuoso—, dos hombres se negaron a acatar las órdenes, uno aquí mismo y otro en la 112. Y hace un rato, los hombres abrieron fuego contra otro hombre que creyeron infectado y no lo estaba.

—Debemos recordar que los infectados son muy peligrosos, y debe primar la integridad de nuestras tropas —añade el ministro de defensa.

Harrelson observa al Presidente pasarse una mano por la cara. No le gustaría estar en su pellejo.

—¿Cómo ha podido pasar esto, por dios? —pregunta el vicepresidente.

—El virus fue liberado por el sargento Harvey Deep —responde el director de la CIA—. Mis analistas han revisado las cintas de seguridad. Se le ve claramente en las cintas, lo que nos lleva a pensar que pretendía venderlo en el mercado negro.

—Santo dios —murmura el vicepresidente—. No quiero ni imaginar lo que podría pasar si esto cae en manos de… Al Quaeda.

—Señores —el ministro de defensa junta las manos y apoya los codos en la mesa—, no podemos perder más tiempo hablando del por qué. Tenemos entre manos una crisis de gran magnitud, y deberíamos enfocar nuestros esfuerzos a sofocarla.

Por un momento, se hace el silencio entre todos los participantes de la reunión.

—¿Alguna propuesta? —pregunta el Presidente, en voz baja.

—Señor Presidente —es el ministro de defensa el que habla—, si me lo permite, creo que dada la voracidad del Cuarto Jinete, y en aras de prevenir que la catástrofe se nos vaya de las manos, creo que la mejor opción es el lanzamiento de una bomba térmica. Algo que diezme el número de infectados y no cause una total devastación pero permita que nuestros soldados entren con una relativa seguridad.

Por segunda vez, se hace el silencio. El Teniente Harrelson observa al Presidente, que ha bajado la vista y tiene los ojos cerrados. Cuando levanta la cabeza, ve preocupación en sus ojos.

—¿Sabemos si aún queda gente con vida en Castle Hill?

El ministro de defensa abre la boca para contestar, pero parece pensárselo mejor y vuelve a cerrarla. El Presidente mira hacia la pantalla que tiene delante, y Harrelson siente que le mira directamente a él, como si pudiera traspasarle con la mirada.

—¿Teniente Harrelson? ¿Qué dicen las lecturas del satélite? ¿Queda gente con vida?

—No lo sabemos a ciencia cierta, señor Presidente, pero creemos que sí, por las concentraciones de individuos, sobre todo. Pero, si me permite hacer un inciso, el cálculo realizado es que en apenas una hora ha caído más del noventa por ciento de la población de Castle Hill.

—Señor —el ministro de defensa vuelve a tomar la palabra—, Señor Presidente… debe considerar esta crisis como si fuera una guerra, y en todas las guerras hay bajas colaterales.

—A riesgo de parecer estúpido, Fred, las bajas colaterales de las que estamos hablando en este momento son ciudadanos americanos. La bomba que planteas lanzar caerá sobre suelo americano. Y cuando juramos nuestros cargos prometimos cuidar y proteger a los ciudadanos de este país.

—Señor Presidente, pretendo cuidar y proteger al resto de ciudadanos de este país. Porque si el Cuarto Jinete escapa del cordón militar establecido por el Teniente Harrelson y sus hombres, será mucho más complicado detenerlo.

—Sé cuales son tus intenciones, Fred —responde el Presidente, conciliador—, pero alguien debe darte la réplica.

—Gracias, señor Presidente.

El Presidente asiente con la cabeza.

—Señores, —el Presidente barre la estancia con la mirada—, daré mi opinión en este momento, y por favor, no duden en contradecirla si así se lo ordena su buen juicio. —Hace una pausa, igual que en los discursos, cuando quiere enfatizar algo—. Pero me resulta inaceptable que estemos programando la muerte de ciudadanos americanos sin plantear siquiera una opción de rescate. Yo no he crecido en un país que esté dispuesto a sacrificar a su gente sin intentar al menos salvarles. Puede que suene idealista, pero no dormiría bien si el día de mañana tengo que pensar que me quedé sentado y apreté un botón, condenando a toda la gente que lucha por mantenerse con vida por culpa de algo que nosotros mismos hemos creado. Porque no lo olviden, señores, este gobierno es el único culpable de la situación que vive ahora Castle Hill.

—Intentamos proteger la existencia de un mañana para el resto del mundo, señor. Los soldados que entren en Castle Hill en misión de rescate estarán corriendo un riesgo tan inmenso como innecesario.

—¿Ni tan siquiera vas a plantear la opción, Fred?

Harrelson se da cuenta de que para entonces, la reunión se ha reducido a dos hombres: el Presidente y Fred Barker, el ministro de defensa.

Frad coge aire y asiente, lentamente con la cabeza, como si no quisiera hacerlo.

—El ejército dispone de un grupo de élite secreto entrenado para misiones de alto riesgo. Son expertos en incursiones en territorio enemigo. Les dirige el Coronel Bernard Trask. Él mismo se ha presentado voluntario en nombre del grupo.

—¿Cuánto tardarían en estar preparados?

—Podrían alcanzar el campamento del Teniente Harrelson en diez minutos. En realidad, ya están de camino.

El Presidente sonríe.

—Me conoce usted demasiado bien, Fred.

—Lo sé, señor Presidente.

El Presidente vuelve a mirar hacia la pantalla, directo a Harrelson.

—Teniente Harrelson, quiero que asista al Coronel Trask en todo lo que necesite. Y cuando su grupo entre al pueblo, quiero que esté preparado para una evacuación inmediata de todas sus tropas. Tendremos el dedo preparado sobre el botón, y si el grupo comandado por el Coronel Trask fracasa, volaremos el pueblo.

—Sí, señor Presidente.

—Señores, muchas gracias.

El Presidente se levanta y sale, seguido por sus asistentes y el vicepresidente, dando por terminada la reunión.